Ella contuvo el aliento e inclinó la cabeza. Él liberó sus pechos, alzando la vista, y ella capturó su boca. Se deslizó, acariciándole y calentándolo, le robó el aliento, se lo devolvió.
Sintió los dedos de ella en la garganta, tirando de su corbata. Sus bocas se mezclaron; tomando y dando mientras los dedos de ella se deslizaban hacia abajo por su pecho.
Leonora le abrió la camisa.
La sacó de la cinturilla del pantalón. Arrastró las yemas de los dedos sobre su pecho, jugueteando, ligeros como plumas. Enloqueciéndole.
– Quítate la chaqueta.
Las palabras susurraron a través del cerebro de él. Su piel quemaba; le pareció una buena idea.
La soltó durante un segundo, se puso de pie, y encogió los hombros.
La corbata, la chaqueta, y la camisa cayeron en la silla.
Mal movimiento.
En el instante en que sus pechos desnudos tocaron su pecho descubierto, él supo que así era.
No le importó.
La sensación era tan erótica, tan dichosamente armonizada con alguna necesidad más profunda que se encogió de hombros dejando a un lado la advertencia, tan fácilmente como hizo con la camisa. La pegó a él y se hundió en su boca a modo de bienvenida, consciente hasta los huesos del ligero toque de sus manos en su piel, inocente, explorando con indecisión.
Era consciente del arrebato de placer que su contacto le provocaba, de la caliente respuesta llameando en el interior de ella.
No la apremió, sino que le permitió sentir y aprender cuanto deseaba, su ego se complacía más allá de lo que creía por el impaciente deseo de ella. La mantuvo cerca; las manos se extendieron sobre su trasero desnudo, exploró los delicados músculos que enmarcaban su columna.
Delicados, flexibles pero con su propia fuerza femenina, un eco de todo lo que ella era.
Nunca había estado con una mujer a la que deseara tanto, una que le prometiera saciarlo tan completamente. No sólo sexualmente, sino a un nivel más profundo, uno al que él, en su estado presente, ni identificaba ni comprendía. Independientemente de lo que fuera, la necesidad obsesiva que ella provocaba era fuerte.
Más fuerte que cualquier lujuria, que cualquier mero deseo.
Su control nunca había tenido que enfrentarse con tal sentimiento.
Se rompía, se hacía pedazos, y aún no lo sabía.
Ni siquiera tuvo el sentido de retirarse cuando los indagadores dedos de ella deambularon más abajo. Cuando lo examinó, seductoramente, con abierta admiración, él sólo gimió.
Sorprendida, apartó la mano; él la asió. Su mano se cerró alrededor de la de ella llevándola de vuelta, instándola a conocerlo tanto como él tenía la intención conocerla. Retrocedió en el beso y miró su cara mientras ella lo hacía.
Gloriosa en su inocencia, e incluso más en su despertar.
Sus pulmones se encogieron hasta que se sintió aturdido. Siguió mirándola, mantuvo sus sentidos fijos en ella, lejos de la conflagración que ella causaba, de la necesidad urgente que pulsaba a través de él.
Sólo cuando ella levantó la vista bajo sus pestañas con los labios separados, rosados por sus besos, la atrajo otra vez, para de nuevo tomar su boca y arrastrarla más profundo en la magia.
Más profundo bajo su hechizo.
Cuando finalmente él liberó sus labios, Leonora apenas podía pensar. Su piel ardía; tanto como la de él. En todas las partes en que se tocaban, las llamas saltaban, abrasaban. Sus pechos dolían, rozaban la sensibilidad insoportable por el grueso vello oscuro del pecho de él.
Aquel pecho era una maravilla, esculpido de duro músculo sobre huesos fuertes. Sus dedos se extendieron encontrando cicatrices, mellas en varios sitios; el bronceado ligero de su cara y cuello se extendía sobre su pecho, como si de vez en cuando trabajara al aire libre sin camisa. Sin camisa era una maravilla, asemejándose a sus sentidos como un Dios viviente. Sólo había visto cuerpos masculinos como el suyo en los libros de esculturas antiguas, pero él estaba vivo, real, absolutamente masculino. La sensación de su piel, la resistencia de sus músculos, la fuerza pura que poseía la abrumó.
Sus labios, su lengua, la provocaban, entonces él levantó la cabeza y rozó un beso en su sien.
En la caliente oscuridad susurró:
– Quiero verte. Tocarte.
Él retrocedió sólo lo suficiente para capturar sus ojos. Los suyos eran como oscuros pozos, irresistiblemente absortos.
Su fuerza la rodeó, confinándola; sus manos acariciaron su piel desnuda. Las sintió deslizarse por sus costados, luego se tensaron para bajarle el vestido y la enagua.
– Permíteme.
Orden y pregunta al tiempo. Ella respiró despacio e imperceptiblemente asintió.
Él empujó el vestido hacia abajo. Una vez que pasó la curva de sus caderas, tanto el vestido como la enagua cayeron por su propio peso.
El frufrú suave de la seda era audible en la habitación.
La oscuridad se había cerrado, pero todavía quedaba bastante luz. La suficiente como para que ella estudiara su cara cuando él miró hacia abajo, mientras, aún sosteniéndola dentro del círculo de un brazo, con su otra mano recorría desde su pecho a su cintura, a su cadera, llameando hacia fuera, después hacia dentro a través de la parte superior de su muslo.
– Eres tan hermosa.
Las palabras se desprendieron de sus labios; incluso pareció no darse cuenta, como si no las hubiera dicho conscientemente. Sus rasgos estaban rígidos, los ásperos planos austeros, sus labios una línea dura. No había suavidad ninguna en su cara, ningún indicio de su encanto.
Todas las persistentes reservas de la ligereza de sus acciones se incineraron en aquel momento. Se volvieron cenizas por la sombría emoción en su cara.
Ella no sabía lo suficiente como para ponerle nombre pero esa emoción era lo que quería, lo que necesitaba. Había vivido su vida anhelando que un hombre la mirara justamente de esa manera, como si fuera más preciosa, más deseable que su alma.
Como si él estuviera dispuesto a cambiar su alma por lo que ella sabía que pasaría después.
Se acercaron el uno al otro.
Sus labios se encontraron, y las llamas rugieron.
Habría estado asustada si él no hubiera estado allí, firme y real para que se sujetara a él, su ancla en el torbellino que se arremolinaba a través de ellos, a su alrededor.
Las manos de él se deslizaron hacia abajo y alrededor, cerrándose sobre su trasero desnudo; lo masajeó, y el calor corrió a través de su piel. Le siguió la fiebre, un dolor urgentemente caliente que se hinchó y creció cuando él asoló su boca, mientras la sostenía cerca, levantó sus caderas contra él, y provocativamente moldeó su suavidad a la línea rígida de su erección.
Ella gimió, caliente, hambrienta y deseosa.
Disoluta. Impaciente. Decidida.
Él la levantó más alto; por instinto le enlazó los brazos sobre los hombros y las largas piernas alrededor de sus caderas.
Su beso se volvió incendiario.
Él lo interrumpió sólo para exigir:
– Ven. Acuéstate conmigo.
Ella le contestó con un beso abrasador.
Tristan la llevó hasta la cama, y ambos cayeron en ella. Rebotaron, y él se ladeó sobre ella, oprimiéndola debajo, acuñando una pierna entre las suyas.
Sus labios se unieron, mezclándose. Él se fundió en el beso, permitiendo a sus sentidos errantes disfrutar del placer divino de tenerla debajo, desnuda y deseosa. Una parte primitiva, totalmente masculina de su alma se alegró.
Quería más.
Dejó que sus manos vagaran, modelando los pechos, deslizándose después más abajo, acariciando las caderas, entonces siguió avanzando para ahuecar su trasero y apretar. Le separó con un golpecito los muslos, liberó una mano, y la colocó en su estómago.