La erizada aspereza del vello de su piel le escocía, le raspaba, recordándole cuan suave era su propia piel, cuan sensible, cuan vulnerable e indefensa estaba contra su fuerza.
Él se movió hacia abajo, cogió una de sus rodillas y llevó la pierna hasta su cadera. Dejándola allí, la remontó con su palma, alrededor, hasta que encontró su superficie resbaladiza, hinchada, caliente y lista.
Luego presionó dentro, firme, caliente, y mucho más grande de lo que ella esperaba. Contuvo el aliento. Sintió el ensanchamiento de su cuerpo. Él presionó inexorablemente.
Jadeó, intentó abandonar el beso.
Él no la dejó.
En cambio, la dominó, la sostuvo atrapada, y despacio, lentamente, la llenó.
El cuerpo de Leonora se arqueó como el de él, se dobló, se apretó, se tensó contra su invasión. Él sintió la estrechez, la presión ejercida, pero no paró; presionó más y más profundo, hasta que la barrera, simplemente, cedió y se sumergió dentro. Y siguió.
Hasta que Leonora estuvo tan llena que apenas podía respirar, hasta que lo sintió palpitando fuerte y profundo dentro de ella. Sintió su cuerpo dar, rendirse y luego aceptar.
Sólo entonces Tristan se detuvo, manteniendo el control, su sólida realidad enterrada profundamente dentro de ella.
Dejó de besarla, abrió los ojos, miró los suyos a dos pulgadas de distancia. Sus alientos agitados y entrecortados, calientes y encendidos, se mezclaron.
– ¿Estás bien?
Las palabras la alcanzaron, profunda y gravemente; reflexionando en cómo se había sentido con el peso caliente de él dominándola, su dureza, su fuerza atrapándola en toda su extensión y tan vulnerable debajo. Con su erección enterrada íntimamente dentro de ella.
Asintió. Sus labios tenían hambre de los de él; los tocó, los probó, luego exploró con su lengua, probando su sabor único. Sintió más que oyó el gemido de él, entonces se movió dentro de ella.
Al principio solamente un poco, meciendo sus caderas contra ella.
Pero pronto no fue suficiente, para ninguno de los dos.
Lo que siguió fue un viaje de descubrimiento. Ella no había imaginado que la intimidad implicara esa necesidad, esa exigencia, esa satisfacción. Ese ardor, ese acaloramiento, esa complicidad. Él no volvió a hablar, no le preguntó lo que pensaba, ni le pidió permiso alguno cuando la tomó. Cuando la llenó, se hundió en su cuerpo, se envainó en su calor.
Sin embargo, desde el principio hasta el final, una y otra vez sus ojos tocaron los suyos, comprobando, tranquilizando, animando. Se comunicaron sin palabras, y ella lo siguió ansiosamente. Lascivamente.
A un paisaje de pasión.
Siguió ocurriendo, la revelación, escena tras escena, y comprendió hasta dónde podía llegar el simple acto de unirse.
Cuán cautivador era, cuán fascinante.
Cuán exigente, adictivo.
Y al final, cuando cayeron por el espacio y lo sintió con ella, cuán satisfactorio.
Considerando su experiencia, cabía esperar que se retirara antes de derramar su semilla. No quería eso; el instinto la llevó a hundir las uñas en sus nalgas y mantenerlo con ella.
La miró; casi a ciegas, sus ojos se encontraron. Entonces los cerró con un gemido, y dejó que sucediera, dejó que la última poderosa oleada lo arrastrara aún más profundo en ella, atándolos juntos cuando acabó en su interior.
Ella sintió su calor inundarla.
Sus labios se curvaron en una sonrisa satisfecha, y finalmente se dejó ir, sumergiéndose en el olvido.
Desplomado en la cama, Tristan trató de dar sentido a lo que había pasado.
Leonora estaba tendida sobre él, todavía íntimamente entrelazados. No sintió ningún impulso de retirarse. Ella estaba medio dormida; esperaba que permaneciera así hasta que encontrara la cordura.
Se había derrumbado sobre ella, saciado literalmente fuera de sí. Un nuevo acontecimiento. Más tarde, había despertado para rodar a un lado, llevándola con él. Había echado el cobertor sobre ellos para proteger sus miembros del enfriamiento que invadía la habitación.
Estaba oscuro, pero no era tarde. Nadie estaría excesivamente preocupado por su ausencia, todavía no. La experiencia le sugería que a pesar de que hubiera parecido un viaje a las estrellas, aún no serían las seis; tenía tiempo para considerar cómo estaban ahora, y la mejor manera de seguir adelante.
Tenía demasiada experiencia para no entender que generalmente seguir adelante solía significar entender en qué punto estaba uno.
Ése era su problema. No estaba del todo seguro de entender todo lo que acababa de ocurrir.
Ella había sido atacada; había llegado a tiempo para rescatarla, y habían entrado aquí. Hasta allí, todo parecía claro.
Entonces ella había querido darle las gracias y no había visto ninguna razón para no permitírselo.
Después de eso fue cuando las cosas se complicaron.
Vagamente recordó haber pensado que satisfacerla era un modo absolutamente sensato de apartar su mente del ataque. Cierto, pero las gracias, dadas de la manera que ella había escogido, los había calmado y había invocado una oscura necesidad por parte de él, una reacción al incidente, una obligación de poner su marca sobre ella, hacerla suya irrevocablemente.
Puesto así, parecía una respuesta primitiva, algo incivilizada, aunque no podía negar que lo había llevado a desnudarla, tocarla, conocerla íntimamente. No lo había entendido lo bastante como para contrarrestarlo, no había visto el peligro.
Miró hacia abajo, a la cabeza oscura de Leonora, a su cabello, desordenado y revuelto, caliente contra su hombro.
Aquella no había sido su intención.
Ahora comprendía, cada vez más a medida que su cerebro captaba las ramificaciones, la plena extensión de todo lo que esto significaba para él, era una complicación importante en un plan que no había funcionado muy bien, para empezar.
Sintió su cara endurecerse. Sus labios se afinaron. Habría jurado, pero no quería despertarla.
No le costó mucho comprender que ahora había sólo un camino por delante. No importaban las opciones que inventara su estratégica mente, su reacción instintiva, profunda y firmemente enraizada nunca dudó.
Ella era suya. Absolutamente. Un hecho indiscutible.
Estaba en peligro, amenazada.
Sólo quedaba una opción.
Por favor… no me abandones.
No había sido capaz de resistirse a aquella súplica, sabía que no lo haría, incluso ahora, si ella volvía a pedírselo. Había habido una necesidad tan profunda, tan vulnerable en sus ojos, que había sido imposible para él negarse. A pesar del trastorno que esto iba a causar, no podía lamentarlo.
En realidad, nada había cambiado, sólo lo relativo al tiempo.
Lo que se requería era una reestructuración de su plan. De escala significativa reconoció, pero era demasiado táctico para perder el tiempo quejándose.
La realidad se filtró despacio en la mente de Leonora. Se despertó, suspiró, disfrutando del calor que la rodeaba, envolviéndola, sumergiéndola. Llenándola.
Batiendo las pestañas, abrió los ojos, parpadeó. Comprendió cuál era la fuente de todo el calor que la confortaba.
Sonrojada, rezó para que se fuera el rubor. Se movió lo suficiente para alzar la vista.
Trentham la miró. Un ceño, algo vago, llenó sus ojos.
– Simplemente quédate quieta.
Bajo el cobertor, una palma grande se cerró sobre su trasero, desplazándolo y colocándolo más cómodamente sobre él.
– Debes estar dolorida. Sólo relájate y déjame pensar.
Ella lo miró fijamente, luego miró hacia abajo, a su propia mano extendida sobre el pecho desnudo de él.