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Relájate, había dicho él.

Estaban desnudos, sus miembros enredados, y él aún dentro de ella. Ya no llenándola como había hecho, pero todavía definitivamente allí…

Sabía que a los hombres generalmente no les afectaba su propia desnudez, por lo menos era lo que aparentaban.

Exhalando el aliento, dejó de pensar en ello. Si se permitiera comenzar a ponderar todo lo que había aprendido, todo lo que había experimentado, quedaría pasmada, sorprendida y la maravilla la mantendría aquí durante horas.

Y sus tías venían a cenar.

Meditaría sobre la magia más tarde.

Levantando la cabeza, miró a Trentham. Todavía fruncía el ceño vagamente.

– ¿Qué piensas?

Él le echó un vistazo.

– ¿Conoces a algún obispo?

– ¿Obispo?

– Hmm, necesitamos una licencia especial. Podría conseguirla.

Ella le colocó las manos sobre el pecho, subiéndolas, y consiguió su atención inmediata. Los ojos abiertos, lo miró.

– ¿Por qué necesitamos una licencia especial?

– ¿Por qué?… -Le devolvió la mirada, confuso. Por fin dijo-, es la última cosa que esperaba que dijeras.

Ella le miró con el ceño fruncido. Gateó y se alejó de él, se revolvió para sentarse en el cobertor.

– ¡Deja de bromear!

Miró alrededor.

– ¿Dónde está mi ropa?

El silencio reinó durante un latido, entonces él dijo:

– No bromeo.

Su tono hizo que ella volviese a mirarlo rápidamente.

Se miraron a los ojos, lo que ella vio en los suyos hizo que el corazón latiese con fuerza.

– No es… gracioso.

– No creo que nada de esto sea gracioso.

Se sentó y lo miró; el brote de pánico retrocedió. Su cerebro comenzó a funcionar otra vez.

– No espero que te cases conmigo.

Él alzó las cejas.

Ella exhaló el aliento.

– Tengo veintiséis años. Pasé la edad casadera. No tienes que sentir que por esto – señaló en derredor, lo que encerraba el cobertor y todo lo que implicaba- tienes que hacer algún sacrificio honorable. No hay necesidad de sentir que me has seducido, y compensarme por ello.

– Según recuerdo, me sedujiste tú.

Ella se ruborizó.

– Efectivamente. Así que no hay razón para que necesites encontrar a un obispo.

Definitivamente era el momento de vestirse. Divisó su camisa en el suelo y dio vuelta para gatear fuera del cobertor.

Dedos de acero se cerraron como esposas sobre su muñeca. No la arrastró ni refrenó; no tuvo que hacerlo.

Sabía que no podría liberarse hasta que él consintiera en dejarla ir.

Leonora se volvió a hundir en el cobertor. Él estaba mirando fijamente hacia el techo. No podía ver sus ojos.

– Solamente déjame ver si entiendo esto.

Su voz estaba serena, pero había un filo en ella que le hizo desconfiar.

– Eres una virgen de veintiséis años, te pido perdón, ex-virgen. No tienes ninguno otro enredo romántico o de cualquier otro tipo. ¿Correcto?

Le habría gustado decirle que eso era irrelevante, pero por experiencia sabía que con los hombres difíciles, complacerlos era el modo más rápido de tratar con sus caprichos.

– Sí.

– ¿También acierto al decir que intentaste deliberadamente seducirme?

Ella presionó los labios juntándolos, luego concedió:

– No del todo.

– Pero hoy. Esto -el pulgar había comenzado a dibujar pequeños círculos sobre el interior de su muñeca, distrayéndola-, fue intencionado. Deliberado. Te empeñaste en… ¿qué? ¿En que te iniciara?

Giró su cabeza y la miró. Ella se ruborizó, pero se forzó a asentir.

– Sí. Así es.

– Hmm.

Él volvió a mirar fijamente el techo.

– Y ahora, habiendo logrado tu objetivo, esperas decir: gracias Tristan, fue muy agradable, y continuar como si nunca hubiera pasado.

Ella no había llevado su pensamiento tan lejos. Frunció el ceño. Había asumido, que tarde o temprano, seguirían caminos separados. Estudió su perfil.

– No habrá consecuencias de esto, no hay razón para que tengamos que hacer algo al respecto.

Las comisuras de los labios de él se alzaron; ella no podía decir cuál de los posibles humores reflejaba el gesto.

– Excepto, -declaró, su voz serena, pero con los acentos cada vez más acentuados-, que hayas calculado mal.

Leonora realmente no quería preguntar, especialmente considerando su tono, pero él simplemente esperó, así que tuvo que hacerlo.

– ¿Cómo?

–  no esperabas que yo me casara contigo. Sin embargo, como persona que fue seducida, yo espero que te cases conmigo.

Él giró la cabeza encontrando su mirada, permitió que ella leyera en sus ardientes ojos que hablaba absolutamente en serio.

Lo miró fijamente para leer el mensaje dos veces. Su mandíbula en realidad se aflojó, entonces abrió los labios cerrados.

– ¡Esto es absurdo! No quieres casarte conmigo, sabes que no. Simplemente estás poniéndote difícil.

Con un giro y un tirón, liberó la muñeca, consciente de que sólo lo consiguió porque él se lo permitió. Salió de la cama. La cólera, el miedo, la irritación, y la agitación eran una mezcla embriagadora. Tomó su camisola.

Tristan se sentó cuando ella abandonó la cama, mirando fijamente los círculos morados en la parte superior de sus brazos. Entonces recordó el ataque, y respiró otra vez. Era Mountford quien la había marcado, no él.

Luego ella se inclinó y levantó de un golpe la camisola, y él vio las manchas sobre sus caderas, las pálidas huellas azuladas que los dedos habían dejado sobre la parte inferior de su piel de alabastro. Ella se dio la vuelta, luchando con la camisola, y vio señales similares sobre sus pechos.

Quedamente juró.

– ¿Qué? -dio un tirón a su camisola hacia abajo y lo miró airadamente.

Con los labios comprimidos, sacudió su cabeza.

– Nada. -Levantándose, alcanzó su pantalón.

Algo oscuro, poderoso y peligroso se revolvía dentro de él. Floreciendo, luchando para liberarse.

No podía pensar.

Cogió el vestido de la cama y lo sacudió; sólo había una ligera mancha, y un pequeño punto rojo, el verlo agitó su control. Lo bloqueó dejándolo fuera, y le llevó el vestido.

Ella lo tomó, dándole las gracias con una inclinación arrogante de cabeza. Casi se rió. Pensaba que él la iba a dejar irse sin más.

Él recogió su camisa, rápidamente la abotonó, metiéndola en el pantalón, entonces rápida y expertamente anudó su corbata. Todo el tiempo la observaba. Ella estaba acostumbrada a tener una doncella; no podía arreglárselas sola con su vestido.

Cuando él estuvo totalmente vestido, recogió su capa.

– Aquí. Déjame.

Le dio la capa; ella le echó un vistazo, luego la tomó. Y se volvió, dándole la espalda.

Él rápidamente le abrochó el vestido. Cuando ató los lazos, sus dedos redujeron la marcha. Enganchó un dedo bajo las cintas, anclándola contra él. Inclinándose, habló suavemente en su oído.

– No he cambiado de opinión. Tengo la intención de casarme contigo.

Ella lo soportó impasible, mirando al frente, después giró la cabeza y encontró sus ojos.

– Yo tampoco he cambiado de opinión. No quiero casarme. -Sostuvo su mirada, luego añadió-. En realidad nunca he querido.

Él no había sido capaz de hacerla cambiar de opinión.

La discusión había continuado embravecida todo el camino de bajada de la escalera, la habían reducido a susurros cuando cruzaron la planta baja debido a Biggs, sólo la intensificaron otra vez cuando alcanzaron la relativa seguridad del jardín.

Nada de lo que él había dicho había influido en ella.

Cuando; llevado a la completa y total exasperación ante la idea de que una dama de veintiséis años a quien él de modo realmente agradable había iniciado en los placeres de la intimidad le había rechazado a él, al título, la riqueza, las casas, y todo; la había amenazado con marchar directamente por el camino del jardín y pedirle su mano a su tío y al hermano, revelando todo si ella lo hacía necesario, ella había jadeado, se había detenido, se había vuelto y casi lo mata con una mirada de horrorizada vulnerabilidad.