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– Dijiste que lo que pasara entre nosotros permanecería entre nosotros.

Había verdadero miedo en sus ojos.

Él recapituló.

Con verdadero disgusto se oyó asegurándole ásperamente que por supuesto no haría tal cosa.

Le había salido el tiro por la culata.

Peor, al demonio con su honor.

Tarde aquella noche, desplomado ante el fuego en su biblioteca, Tristan intentó encontrar un camino a través de la ciénaga que, sin advertencia, había aparecido alrededor de sus pies.

Despacio, bebiendo a sorbos el brandy francés, repasó de nuevo todos sus encuentros, trató de leer los pensamientos, las emociones, detrás de las palabras de ella. De algunos no podía estar seguro, otros no podía definirlos, pero de una cosa estaba razonablemente seguro. Ella francamente no había pensado que a los veintiséis años, según sus palabras textuales, sería capaz de ser objeto de atracción y de mantener las atenciones honestas y honorables de un hombre como él.

Levantando su copa, los ojos sobre las llamas, dejó al fino licor deslizarse por su garganta.

Admitió, silenciosamente, que realmente no le preocupaba lo que ella pensara.

Tenía que tenerla en su casa, entre sus paredes, en su cama. A salvo. Tenía que ser así; ya no tenía ninguna opción. La oscura y peligrosa emoción que ella había desatado y hecho surgir no permitiría ningún otro resultado.

No había sabido que tenía aquello dentro, aquel grado de sentimiento. Sin embargo esa tarde, cuando lo había forzado a permanecer de pie sobre el camino del jardín y mirarla, dejarla caminar alejándose de él, finalmente había comprendido qué era aquella enturbiada emoción.

Posesividad.

Había estado muy cerca de darle rienda suelta.

Siempre fue un hombre protector, lo testimoniaba su antigua ocupación, y ahora su grupo de queridas ancianas. Siempre había entendido aquella parte de sí mismo, pero con Leonora sus sentimientos iban mucho más allá de cualquier instinto protector.

Considerando aquello, no tenía mucho tiempo. Existía un límite muy definido para su paciencia; siempre fue así.

Rápidamente, exploró mentalmente todos los dispositivos que había preparado para perseguir a Mountford, incluyendo aquellos que había iniciado esa tarde después de volver de Montrose Place.

Por el momento, aquella línea bastaría. Podría centrar su atención en otro frente con el que estaba comprometido.

Tenía que convencer a Leonora para que se casara con él; tenía que hacerla cambiar de idea.

¿Cómo?

Diez minutos más tarde se levantó y fue a buscar a sus viejos conocidos. La información, había sostenido siempre, era la llave para cualquier campaña exitosa.

La cena con sus tías, un para nada infrecuente evento en las semanas precedentes a la temporada cuando su tía Mildred, Lady Warsingham, venía para intentar convencer a Leonora de que participara en el mercado matrimonial, estuvo cerca del desastre.

Un hecho directamente atribuible a Trentham, aún en su ausencia.

A la mañana siguiente, Leonora todavía tenía problemas para ocultar sus rubores, todavía luchaba por impedir a su mente detenerse en aquellos momentos cuando, jadeando y ardiente, había estado bajo él y lo había visto sobre ella, moviéndose con aquel ritmo profundo, obsesivo, su cuerpo aceptando sus embates, el balanceo, la fusión física implacable.

Le había mirado la cara, visto la pasión desnuda llevarse todo su encanto y dejar los ángulos ásperos y planos grabados con algo mucho más primitivo.

Fascinante. Cautivador.

Y completamente aturdidor.

Se lanzó a la clasificación y la reorganización de cada trozo de papel en su escritorio.

Las doce, el timbre de la puerta sonó. Oyó a Castor cruzar el pasillo y abrir la puerta. Seguidamente se oyó la voz de Mildred.

– ¿Está en la sala, verdad? No se preocupe, iré yo sola.

Leonora empujó los montones de papeles dentro del escritorio, lo cerró, y se levantó. Preguntándose qué había hecho volver a su tía a Montrose Place tan pronto, enfrentó la puerta y pacientemente esperó para averiguarlo.

Mildred entró majestuosa, ataviada elegantemente de blanco y negro.

– ¡Bien, querida! -Avanzó hacia Leonora-. Aquí sentada, totalmente sola. Desearía que aceptaras acompañarme a mis visitas, pero sé que no lo harás. Así que no me molestaré en lamentarme.

Leonora diligentemente besó la mejilla perfumada de Mildred, y murmuró su gratitud.

– Diablilla. -Mildred se hundió en el sillón y acomodó sus faldas-. ¡Bien, tenía que venir, porque simplemente tengo maravillosas noticias! Tengo entradas para la nueva obra de Kean para esta misma noche. Las entradas están agotadas desde hace semanas, ésta va a ser la obra de la temporada. Pero por un golpe fabuloso del magnánimo destino, un querido amigo me dio algunas, y tengo una de sobra. Gertie vendrá, desde luego. ¿Y tú vendrás también, verdad?

Mildred la miró suplicante.

– Sabes que de otro modo Gertie refunfuñará hasta el final de la función, ella siempre se comporta cuando estás tú.

Gertie era su otra tía, la soltera hermana mayor de Mildred. Gertie tenía duras opiniones sobre los caballeros, y aunque se abstenía de expresarlas en presencia de Leonora, considerando a su sobrina todavía demasiado joven e impresionable para oír tales cáusticas verdades, nunca le había ahorrado a su hermana sus abrasadoras observaciones, afortunadamente dichas sotto voce.

Hundiéndose en la butaca frente a Mildred, Leonora vaciló. Acudir al teatro con su tía, generalmente significaba reunirse, al menos, con dos caballeros que Mildred hubiera decidido que eran candidatos aptos para su mano. Pero tal asistencia también implicaba ver una obra, durante la cual nadie osaría hablar. Sería libre de perderse en la función. Con suerte, podría lograr distraerse de Trentham y su actuación.

Y la posibilidad de ver al inimitable Edmund Kean no debía ser rechazada a la ligera.

– Muy bien -se volvió a concentrar en Mildred a tiempo para ver el triunfo fugazmente encender los ojos de su tía. Entrecerró los suyos-. Pero me niego a ser paseada como una yegua de pura sangre durante el intervalo.

Mildred descartó la objeción con un movimiento de su mano.

– Si lo deseas, puedes permanecer en tu asiento durante todo el entreacto. Cambiando de tema, ¿te pondrás tu vestido de seda azul medianoche, verdad? Sé que no te preocupa para nada tu aspecto, así que ¿me harías ese favor?

Ante la mirada esperanzada en los ojos de Mildred le fue imposible negarse; Leonora sintió sus labios curvarse.

– Cuando una oportunidad tan solicitada como esta lo merece, me cuesta rechazarla. -El vestido azul medianoche era uno de sus favoritos, así que apaciguar a su tía no le costaba nada-. Pero te advierto que no voy a soportar a ningún galán de Bond Street susurrándome cosas bonitas en el oído durante la función.

Mildred suspiró. Sacudió la cabeza cuando se levantó.

– Cuando nosotras éramos muchachas, tener el susurro de caballeros elegibles en nuestros oídos era lo mejor de la noche. -Echó un vistazo a Leonora- He quedado con Lady Henry, y luego con la Sra. Arbuthnot, así que debo irme. Te recogeré en el carruaje alrededor de las ocho.

Leonora asintió de acuerdo, luego acompañó a su tía a la puerta.

Volvió a la sala más pensativa. Quizás salir y unirse a la alta sociedad, al menos durante las pocas semanas anteriores a que comenzara la temporada misma podría ser una buena idea.