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Un aspecto que las palabras de Diablo Cynster y su discusión habían resaltado.

Se contuvo de decir nada hasta que el baile terminara, pero entonces se unieron a otras dos parejas, y la conversación se generalizó. Cuando los músicos empezaron a tocar los acordes de apertura a un cotillion, encontró la fugaz mirada de advertencia de Trentham, luego aceptó la mano de Lord Hardcastle.

Trentham – Tristan- la dejó ir sin reaccionar más allá de un endurecimiento en su mirada. Animada, retornó a su lado una vez que el baile hubo terminado, pero cuando la siguiente pieza resultó ser una danza típica, otra vez aceptó la oferta de otro joven, Lord Belvoir, un caballero que un día podría ser de la talla de Tristan y St Ives, pero que por ahora simplemente era un divertido compañero de su misma edad.

Por otra parte, Tristan -había comenzado a pensar en él llamándolo por su nombre- se lo había hecho repetir bastante a menudo en circunstancias suficientemente únicas y memorables que hacían improbable que ella lo olvidara, aguantó su deserción con apariencia estoica y tranquila. Sólo ella estaba lo bastante cerca como para ver la dureza, la posesividad, y, más que nada, la vigilancia en sus ojos.

Fue esto último lo que intensificó su idea de cómo la veía él, y finalmente le hizo lanzar su precaución al viento en un intento de razonar con su lobo. Su lobo salvaje; no lo olvidaba, pero a veces era necesario correr riesgos.

Esperó un tiempo hasta que el pequeño grupo del que ellos eran parte se dispersó. Antes de que otros pudieran unírseles, posó su mano en el brazo de Tristan y se abrió camino hacia la puerta a la que él antes se había dirigido.

Él le echó un vistazo, levantó sus cejas.

– ¿Lo has pensado mejor?

– No. He tenido otros pensamientos. -Encontró sus ojos fugazmente, y siguió hacia la puerta-. Quiero hablar, sólo hablar, contigo, y supongo que será mejor en privado.

Alcanzando la puerta, ella hizo una pausa y encontró su mirada desafiante.

– Supongo que realmente sabes de algún sitio en esta mansión en el cual podamos asegurarnos de estar solos.

Sus labios se curvaron en una sonrisa totalmente masculina; abriendo la puerta, le cedió el paso.

– No quisiera decepcionarte.

Y no lo hizo; el cuarto al que la condujo era pequeño, amueblado como una sala de estar, en el cual la señora de la casa podía sentarse en confortable privacidad y admirar los cuidados jardines. Se llegaba a él mediante un laberinto de pasillos entrecruzados y estaba a considerable distancia del salón de recepciones, un lugar perfecto para una conversación privada, verbal o de otra manera.

En su fuero interno sacudió la cabeza -¿cómo lo hacía?-, fue directamente a la ventana, se detuvo y miró hacia el jardín cubierto de niebla. Fuera no había luna, ni distracción alguna. Oyó el chasquido de la puerta al cerrarse, luego sintió a Tristan acercándose. Tomando aire, se giró para enfrentarlo, puso la palma en su pecho para contenerlo.

– Yo quiero hablar de cómo me ves.

Él en apariencia no parpadeó, pero ella obviamente había tocado un tema que no esperaba.

– ¿Qué?

Ella lo frenó con una mano levantada.

– Se me hace cada vez más claro que me ves como algún tipo de desafío. Y los hombres como tú son estructuralmente incapaces de dejar pasar un desafío. -Lo miró con severidad-. ¿Tengo razón al pensar que ves el conseguir que acepte a casarnos bajo esa luz?

Tristan le devolvió la mirada. Cada vez más cauteloso. Era difícil pensar en qué otra forma podía verlo.

– Sí.

– ¡Ajá! Mira, ese es nuestro problema.

– ¿Cuál es el problema?

– El problema es que eres incapaz de aceptar mi “no” como respuesta.

Apoyando su hombro contra el marco de la ventana, él bajó la mirada hacia su cara, hacia los encendidos ojos de ella con entusiasmo ante su supuesto descubrimiento.

– No te sigo.

Ella hizo un sonido despectivo.

– Por supuesto que sí, sólo que no quieres pensar en ello porque esto no encaja con tus antes señaladas intenciones.

– Se paciente con mi confundida mente masculina y explícate.

Ella le lanzó una sufrida mirada.

– No puedes negar que un buen número de damas han, y lo harán una vez empiece propiamente la temporada, intentando atraer tu atención.

– No. -Esa era una de las razones de que él estuviera a su lado, uno de los motivos por el cual quería lograr un acuerdo para casarse cuanto antes-. ¿Qué tienen que ver ellas con nosotros?

– No con nosotros tanto como contigo. Tú, como la mayor parte de los hombres, aprecias poco lo que se puede obtener sin luchar. Comparas la lucha por algo con su valor, cuanto más dura y más difícil es la lucha, más valioso es el objeto obtenido. Tanto en la guerra, como con las mujeres. Cuanto más se resiste una mujer, más deseable se hace.

Fijó en él su clara mirada azul del color de las vincas.

– ¿Tengo razón?

Él pensó antes de asentir.

– Es una hipótesis razonable.

– Efectivamente, pero ¿ves dónde nos deja eso?

– No.

Ella resopló exasperada.

– Quieres casarte conmigo porque yo no quiero casarme contigo, no por cualquier otra razón. Este -agitó ambas manos- primitivo instinto tuyo te está impulsando y lo que obstaculiza el desvanecimiento de nuestra atracción. Se marchitaría pero…

Él alargó la mano, cogió una de las manos que ella blandía, y le dio un tirón. Leonora aterrizó contra su pecho, jadeó cuando sus brazos se cerraron a su alrededor. Él sintió su cuerpo reaccionar como siempre le ocurría, como siempre hacía.

– Nuestra mutua atracción no se ha desvanecido.

Ella contuvo el aliento.

– Eso es porque estás confundiendo esto… -Sus palabras se esfumaron cuando él bajó la cabeza. -¡He dicho que sólo hablaríamos!

– Eso es ilógico.

Le rozó los labios con los suyos, satisfecho cuando ella se aferró. Él cambió, colocándola más cómodamente en sus brazos. Acomodó sus caderas, la suave curva de su estómago acunando su erección. La miró a los ojos, amplios, oscurecidos. Sus labios se curvaron, pero no en una sonrisa.

– Estás en lo correcto, es un instinto primitivo el que me conduce. Pero escogiste el incorrecto.

– ¿Qué?

Su boca estaba abierta, él la llenó. Tomó posesión con un largo, lento y cuidadoso beso. Ella trató de resistirse, contenerse, pero luego se rindió.

Cuándo, finalmente, él levantó la cabeza, ella suspiró y murmuró.

– ¿Qué hay de ilógico en hablar?

– No es consistente con tu conclusión.

– ¿Mi conclusión? -Ella parpadeó-. Aún no llegué a una conclusión.

Él rozó sus labios otra vez así que ella no vio su sonrisa lobuna.

– Déjame exponértelo. Si, como supones, la única razón por la que quiero casarme contigo, la única razón verdadera que guía nuestra mutua atracción, es que te resistes, ¿por qué no dejas de resistirte y vemos qué pasa?

Ella le miró aturdida.

– ¿No resistirme?

Él se encogió de hombros ligeramente, su mirada cayó sobre sus labios.

– Si estás en lo cierto, demostrarás que tienes razón.

Tomó sus labios y su boca otra vez, antes de que ella pudiera considerar qué pasaría si estuviera equivocada.

Su lengua acarició la suya; ella tembló con delicadeza, luego le devolvió el beso. Dejó de resistirse, lo que generalmente le ocurría cuando habían alcanzado este punto; él no era lo bastante tonto como para creer que significaba algo más y que ella interiormente se había retractado y decidido tomar lo que le ofrecía, todavía firmemente convencida de que el deseo entre ellos disminuiría.

Él sabía que no era así, al menos de su parte. Lo que sentía por ella era completamente diferente a cualquier otra cosa que hubiera sentido antes, por cualquier otra mujer, o por alguien en absoluto. Se sentía protector, profundamente posesivo hasta los huesos, e incuestionablemente acertado. Era la claridad de aquella convicción lo que lo llevaba a tenerla una y otra vez, aún en el filo de las decididas negativas de ella, demostrándole la inmensidad y la profundidad, el creciente poder de todo lo que crecía entre ellos.