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Él no había escapado de ella, precisamente no se había retraído, pero ella había sentido un retroceso auto protector de su parte, como si hubiera ido demasiado lejos, hubiera dicho más de lo que era… seguro o, quizás, verdadero.

La posibilidad la fastidiaba; ya tenía bastantes problemas intentando comprender sus motivos y enfrentándose con el hecho de que sus motivos se habían, completamente más allá de sus deseos o de su voluntad, vuelto importantes para ella. La idea de que él no pudiera abrirse con ella, ser honesto con ella… podía sumergirla en una incertidumbre en la que no tenía ninguna intención de volver a enredarse.

Esa era precisamente el tipo de situación que más fuertemente apoyaba su inflexible postura contra el matrimonio.

Siguió vagando sin rumbo fijo, parando aquí y allí, intercambiando saludos, entonces, completamente de improviso, directamente delante de ella entre la muchedumbre, vio un par de hombros que reconoció al instante.

Estaban envueltos de color escarlata, como años atrás. Como sintiendo su presencia, el caballero echó un vistazo alrededor y la vio. Y sonrió.

Encantado, se dio la vuelta y le extendió las manos.

– ¡Leonora! Estoy encantado de verte.

Ella le devolvió la sonrisa y le dio la mano.

– ¡Mark! Veo que no nos has traicionado.

– No, no. Soy un soldado profesional. -Cabello castaño, de piel clara, se giró para incluir a la dama que estaba de pie a su lado-. Permíteme presentarte a mi esposa, Heather.

La sonrisa de Leonora decayó una fracción, pero Heather Whorton sonrió dulcemente y le estrechó la mano. No dio ningún signo de recordar que Leonora era la mujer con quien su marido había estado comprometido antes para casarse. Relajándose, para su sorpresa Leonora se encontró entreteniéndose con el relato de la vida de los Whortons durante los siete años y medio pasados, el nacimiento de su primer niño y el arribo del cuarto, los rigores del ejército o bien las largas separaciones impuestas a las familias de los militares.

Tanto Mark como Heather contribuyeron; era imposible no ver cómo dependía la esposa de Mark. Colgaba de su brazo, pero aún más, parecía totalmente inmersa en él y en sus valiosos niños, parecía no tener ninguna identidad más allá de esto.

No era la pauta en el círculo de Leonora.

Aunque escuchó y sonrió correctamente, haciendo comentarios apropiados, asimiló la verdad de que ella y Mark habrían sido incompatibles. Por las respuestas de Heather, era evidentemente claro que él se alegraba de que ella lo necesitara, una necesidad que Leonora nunca hubiera tenido, que nunca se habría permitido desarrollar.

Hacía mucho que había comprendido que no le habría gustado Mark; en el tiempo de su compromiso ella tenía diecisiete años, era joven y claramente ingenua, había pensado que quería lo que todas las otras chicas querían y codiciaban, un guapo marido. Escuchándolo ahora, y al recordar, podía admitir que no había estado enamorada de él, sino de la idea de enamorarse, de casarse y de tener su propia casa. De ganar lo que para las muchachas de aquella edad habría sido el Santo Grial.

Escuchó, observó, y elevó un sentido rezo; realmente había escapado victoriosa.

Tristan bajó despreocupadamente las escaleras del salón de baile de Lady Catterthwaite. Había llegado más tarde que de costumbre; un mensaje recibido más temprano, de uno de sus contactos había hecho necesaria otra visita al puerto y la noche había caído antes que hubiera vuelto a la Casa Trentham.

Haciendo una pausa a dos pasos de bajar, escrutó el salón, pero no encontró a Leonora. Sin embargo, localizó a sus tías. Con un deje de preocupación agujereándole la nuca, terminó de bajar y se dirigió hacia ellas.

Impelido por la necesidad de encontrar a Leonora, un impulso cuya fuerza lo acobardaba.

El interludio de la tarde anterior, la explicación que le había dado respecto de que ella y sólo ella podría satisfacer su necesidad, sólo había servido para subrayar y exacerbar el crecimiento de su sentido de vulnerabilidad. Sintió como si entrara en batalla sin su armadura, que se exponía a él mismo y a sus emociones, de una manera imprudente, tonta y gratuitamente idiota.

Debía inmediata y comprensivamente proteger sus instintos contra tal debilidad, cubriéndola, apuntalándola a toda velocidad.

Él no podía ser otro tipo de hombre, hacía mucho que había aceptado su naturaleza. Sabía que no tenía ningún sentido en luchar contra la intensa necesidad de proteger a Leonora, sin lugar a dudas.

Tenerla comprometida para casarse con él a toda velocidad.

Alcanzando el grupo de las damas más ancianas, hizo una reverencia ante Mildred y le dio la mano a Gertie. Entonces tuvo que aguantar una ronda de presentaciones en el círculo de caras impacientes e interesadas de las matronas.

Mildred lo salvó arrastrándolo hacia la muchedumbre.

– Leonora está aquí, en algún sitio en el tumulto.

– ¡Ya era hora que llegara! -Gruñendo voz baja, Gertie, sentada a un lado del grupo, llamó su atención. -Ella está ahí. -Señaló con su bastón.

Tristan se volvió, miró, y vio a Leonora charlando con un oficial de algún regimiento de infantería.

Gertie resopló.

– El sinvergüenza de Whorton está adulándola, no puedo imaginarme que ella lo disfrute. Mejor vaya a rescatarla.

Él nunca de los que actuaban precipitadamente sin entender el juego. Aunque el trío del cual Leonora era parte estuviera a cierta distancia, era, desde este ángulo, claramente visibles. Aunque él sólo podía ver el perfil de Leonora, su postura y su gesto ocasional le aseguraban que no estaba ni alterada, ni preocupada. Igualmente no mostraba ningún signo de querer escabullirse.

Volvió a mirar a Gertie.

– ¿Asumo que Whorton es el capitán con el que está hablando?

Gertie asintió.

– ¿Por qué le llama sinvergüenza?

Gertie entrecerró sus viejos ojos. Sus labios se comprimieron en una línea apretada. Ella lo consideró detenidamente; desde el principio, había sido la menos alentadora de las tías, aún así no había intentando ponerle trabas. Efectivamente, con el paso de los días, pensó que ella le consideraba más favorablemente.

Aparentemente había sido aceptado, pues ella de pronto asintió y miró otra vez a Whorton. El disgusto en su cara era evidente.

– Él la dejó plantada, es por eso. Se comprometieron cuando ella tenía diecisiete años, antes de que él se marchara a España. Volvió un año después, y vino inmediatamente a verla, nosotros esperábamos enterarnos de cuándo sonarían las campanas de boda. Pero entonces Leonora le acompañó hasta fuera, y volvió para decirnos que él le había pedido que lo liberara. Aparentemente había encontrado a la hija de su coronel más de su gusto.

El resoplido de Gertie fue elocuente.

– Lo llamo sinvergüenza porque le rompió el corazón.

Un complejo remolino de emociones pasaron por Tristan. Se oyó preguntar.

– ¿Ella lo liberó?

– ¡Por supuesto que lo hizo! ¿Qué mujer no lo haría en tales circunstancias? El mal educado no quiso casarse con ella, había encontrado un premio mejor.

El cariño de Gertie por Leonora vibraba en su voz coloreada de angustia. Impulsivamente, él le acarició el hombro.

– No se preocupe, iré y la rescataré.

Pero no iba a hacer de Whorton un mártir en el proceso. Aparte de todo lo demás, estaba condenadamente satisfecho de que el mal educado no se hubiese casado con Leonora.

Observando al trío, se dirigió a través de la muchedumbre. Le acaba de ser proporcionada una pieza vital del rompecabezas que era Leonora y su actitud frente al matrimonio, pero a él no le sobraba el tiempo para considerar los vaivenes, y ver exactamente como esto encajaría, ni lo que eso le afectaría.