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Tristan permaneció quieto. En un instante cambió de un elegante caballero relajado en el sillón, a un depredador preparado para responder. Todo lo que realmente cambió era una inesperada tensión incendiaria, pero el efecto era profundo.

Los pulmones de ella parecían cerrados; apenas podía respirar.

No se atrevió a apartar los ojos de él.

– No. -Cuando habló su voz se había hecho mas profunda, oscura. La copa de coñac se veía frágil en sus manos; como si se hubiese dado cuenta, aflojó los dedos-. Eso no era así, no lo es.

Ella tragó. Y levantó la barbilla. Estaba complacida de que su voz permaneciera tranquila, todavía arrogante, incrédula. Desafiante.

– ¿Cómo es, entonces?

No levantó la mirada hacia ella. Después de un momento habló, y su voz dio la impresión de que no decía la verdad absoluta.

– Tengo que casarme, en eso tienes razón. No porque tenga ninguna necesidad personal de los fondos de mi tío abuelo, sino porque, sin ellos, mantener a mis catorce familiares de la manera a la que están acostumbradas sería imposible.

Hizo una pausa, para que pudiera asimilar las palabras y lo que éstas significaban.

– Así que, sí, tengo que estar frente al altar a finales de junio. Sin embargo, a pesar de todo, no tengo ninguna intención en absoluto de permitir que mi tío abuelo, o las matronas de la alta sociedad, se metan en mi vida, para imponerme a quién debo tomar por esposa. Es obvio que, si lo deseara, podría arreglar una boda con una señorita adecuada, firmada, sellada y consumada en menos de una semana.

Se detuvo, bebiendo a sorbos, con su mirada fija en la de ella. Habló despacio, claramente.

– Junio queda todavía lejos. No vi razón para precipitarme. Consecuentemente, no hice ningún esfuerzo en considerar ninguna señorita adecuada -su voz se hizo más profunda, más fuerte- y entonces te vi, y toda clase de consideraciones estuvieron de más.

Estaban sentados muy cerca, entonces lo que había crecido entre ellos, lo que ahora existía entre ellos cobró vida con sus palabras, una fuerza palpable, llenando el espacio, todo menos el brillo del aire.

Eso la tocó, la abrazó, una maraña de emociones tan inmensamente fuerte que sabía que nunca podría liberarse de ella. Y, muy probablemente, él tampoco.

La mirada de él permaneció dura, abiertamente posesiva, firme.

– Tengo que casarme y en algún momento me habría visto forzado a buscar una esposa. Pero entonces te encontré, y toda la búsqueda empezó a ser irrelevante. Tú eres la esposa que yo quiero. Eres la esposa que tendré.

Ella no podría dudar de lo que estaba diciéndole, la prueba estaba allí, entre ellos.

La tensión creció, llegando a ser insoportable. Ambos tuvieron que moverse; él lo hizo primero, levantándose de la silla en un movimiento fluido, lleno de gracia. Le ofreció la mano; después de un momento, ella la tomó. Él la levantó.

Bajó la mirada hacia ella, con expresión impasible, dura.

– ¿Has entendido ahora?

Levantando la cara, ella estudió sus ojos, los ásperos, austeros rasgos que decían tan poco. Suspiró, sintiéndose obligada a preguntar.

– ¿Por qué? Todavía no entiendo por qué quieres casarte conmigo. Por qué me quieres solo a mí.

Él le sostuvo la mirada por un largo momento, ella pensó que no iba a contestar, pero lo hizo.

– Adivina.

Era su turno de hablar largo y tendido, entonces ella se lamió los labios y murmuró.

– No puedo. -Después de un instante, añadió, con una honestidad brutal-. No me atrevo.

CAPÍTULO 14

Él había insistido en escoltarla a su casa. Sólo sus manos se tocaban; ella había estado intensamente agradecida. Él la miraba y ella sentía su necesidad, también su flagrante posesividad, había apreciado el hecho de que se había refrenado, que parecía entender que necesitaba tiempo para pensar, para absorber todo lo que él había dicho y ella había aprendido.

No sólo sobre él, sino sobre ella.

Amor. Si eso era lo que él quería decir, lo cambiaba todo. Él no había dicho la palabra, sin embargo ella podía sentirlo tan sólo estando a su lado, fuese lo que fuese -no deseo, no lujuria, sino algo más fuerte-. Algo más sutil.

Si era amor lo que había crecido entre ellos, entonces alejarse de él, de su proposición, quizás, ya no era una opción. Darse la vuelta y marcharse sería la salida de los cobardes.

La decisión era de ella. No solo su felicidad sino también la de él, dependían de ello.

Con la casa silenciosa e inmóvil envolviéndola, el reloj en el descansillo marcando a través de la madrugada, se tendió en la cama y se obligó a enfrentar la razón que la había alejado del matrimonio.

No era aversión, nada tan definitivo y absoluto. Podía haber identificado y valorado una aversión, convenciéndose a si misma para rechazarla, o superarla.

Su problema se situaba más profundo, era mucho más intangible, incluso a través del transcurso de los años y una y otra vez la había hecho rehuir el matrimonio

Y no sólo del matrimonio.

Yaciendo en su cama, mirando el techo bañado por la luna, escuchó el delator chasquido en los pulidos tablones más allá de la puerta de su habitación, mientras Henrietta llegaba y después bajaba las escaleras para deambular. El sonido se apagó. No quedaron más distracciones

Tomó aliento, y se obligó a hacer lo que tenía que hacer. Echar una larga mirada a su vida, examinar todas las amistades y relaciones que no se había permitido desarrollar.

La única razón por la que siempre había considerado casarse con Mark Whorton era porque había reconocido desde el principio que nunca estaría cerca, emocionalmente próxima, a él. Ella nunca habría llegado a ser lo que Heather, su esposa, era, una mujer dependiente y feliz por ello. Él había necesitado aquello, una esposa dependiente. Leonora nunca había sido una candidata para satisfacer aquella necesidad; simplemente no era capaz de eso.

Gracias a los dioses él había tenido el sentido común, si no de ver la verdad, entonces al menos de haber percibido la disonancia entre ellos.

Aquella misma disonancia no existía entre ella y Tristan. Existía algo más. Posiblemente amor

Tenía que encararlo, afrontar que esta vez, con Tristan, cumplía los requisitos para ser su esposa. Precisamente, exactamente, en todos los sentidos. Él lo había reconocido instintivamente, era el tipo de hombre acostumbrado a actuar según sus instintos, y lo había reconocido.

No esperaría que ella fuera dependiente, que cambiara de alguna forma. La quería por lo que ella era, la mujer que era y podría ser -no para satisfacer un ideal, alguna visión equivocada, sino porque él sabía que ella era adecuada para él. Él no estaba en absoluto en peligro de ponerla en un pedestal; al revés, a través de todas sus interacciones, se había dado cuenta de que él no era sólo capaz sino que estaba dispuesto a adorarla completamente.

A ella, la real, no a algún producto de su imaginación.

El pensamiento -la realidad-, era tan atractivo que tiraba profundamente de sus entrañas… ella lo quería, no podía dejarlo ir. Pero para apresarlo tendría que aceptar la proximidad emocional que, con Tristan, sería, ya era, un resultado inevitable, una parte vital de lo que los ataba.

Tenía que enfrentar lo que la había mantenido alejada de permitir alguna proximidad con nadie más.

No era fácil volver atrás a través de los años, obligándose a retirar todos los velos, todas las fachadas que había erigido para esconderse y justificar las heridas. No siempre había sido como era ahora, fuerte, capaz, no necesitando a los demás. En aquel entonces no había sido autosuficiente, auto dependiente, no se las había apañado emocionalmente, no completamente, no por sí misma. Había sido como cualquier otra jovencita, necesitando un hombro para llorar, necesitando cálidos brazos para sostenerla, para tranquilizarla.