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Ya absorto en el volumen que tenía en las manos, Jeremy contestó con un murmullo.

Humphrey regresó a su silla, y retornó al volumen que había llevado desde el salón. Leonora consideró entonces ir a controlar a los sirvientes, y revisar todos los asuntos de la casa.

Una hora después, volvió a la biblioteca. Ambos Jeremy y Humphrey tenían las cabezas bajas; un ceño clavado en la cara de Jeremy. Alzó la mirada cuando ella levantó el tomo de arriba del montón de diarios.

– Oh. -Parpadeó algo miope.

Detectó su instintivo deseo de cogerle el libro.

– Creí que ayudaría.

Jeremy se sonrojó, mirando a Humphrey.

– De hecho, no va ser fácil hacerlo, no a menos que te quedes aquí la mayor parte del día.

Ella frunció el ceño.

– ¿Por qué?

– Es el cruce de referencias. Acabamos de empezar, pero puede llegar a ser una pesadilla hasta que descubramos la conexión entre los diarios, y también la correcta secuencia. Tenemos que hacerlo verbalmente, es, sencillamente, un trabajo demasiado arduo, y necesitamos las respuestas rápidamente, para intentar anotar las conexiones. -La miró-. Estamos acostumbrados a hacerlo. Mejor si te dedicas a ver si hay otras vías que necesitan ser investigadas, resolveríamos antes este misterio si les prestas a ellas tu atención.

Nadie quería excluirla; estaba en sus ojos, en sus serias expresiones. Pero Jeremy había dicho la verdad; ellos eran expertos en este campo, y ella en realidad no tenía ganas de pasarse el resto del día y de la noche también, bizqueando sobre los ondulantes escritos de Cedric.

Y había otros numerosos asuntos sobre la mesa.

Sonrió con benevolencia.

– Hay otras vías que valdrían la pena explorar, ¿si podéis arreglároslas sin mí?

– Oh, sí.

– Nos las arreglaremos.

Sonrió ampliamente.

– Bueno, entonces os dejo que continuéis.

Dando la vuelta, salió por la puerta. Echando un vistazo atrás mientras giraba el tirador, vio ambas cabezas bajas de nuevo. Se marchó sonriendo.

Y resuelta a concentrar la mente en su tarea más urgente: cuidar de su lobo herido.

CAPÍTULO 15

Lograr esa meta -hacer las paces con Tristan- arreglárselas para hacerlo, requirió un grado de ingenuidad y una temeridad que nunca antes había tenido que emplear. Pero no tenía elección. Convocó a Gasthorpe, y audazmente le dio órdenes, arreglando alquilar un carruaje y ser conducida a las callejuelas tras Green Street, con el cochero esperando su regreso.

Todo, naturalmente, con la firme insistencia de que bajo ninguna circunstancia su señoría el conde fuera informado. Había descubierto una aguda inteligencia en Gasthorpe; aunque no le había gustado alterar su lealtad hacia Tristan, cuando todo había sido dicho y hecho, fue por el propio bien del conde.

Cuando, en la oscuridad de la noche, estuvo en los arbustos al final del jardín de Tristan y vio la luz brillando en las ventanas de su estudio, se sintió reivindicada en todos los aspectos.

Él no había ido a ningún baile o cena. Dada su propia ausencia de la alta sociedad, el hecho de que él tampoco estuviera asistiendo a los eventos normales estaría generando intensas especulaciones. Siguiendo el camino a través de los arbustos y más allá hacia la casa, se preguntó cuán inmediata desearía él que fuera su boda. Por ella misma, habiendo tomado su decisión, realmente no le preocupaba… o, si lo hacía, no le importaría que fuera más pronto que tarde.

Menos tiempo para anticipar qué cosas se resolverían… mucho mejor dar el paso decisivo y ponerse directamente con ello.

Sus labios se elevaron. Sospechaba que él compartiría esa opinión, si bien no por las mismas razones.

Deteniéndose fuera del estudio, se puso de puntillas y echó un vistazo dentro; el piso estaba considerablemente más alto que la tierra. Tristan estaba sentado en su escritorio, de espaldas a ella, con la cabeza inclinada mientras trabajaba. Una pila de papeles colocados a su derecha; a la izquierda, un libro de contabilidad yacía abierto.

Podía ver lo bastante para asegurarse de que estaba solo.

De hecho, cuando se giró para comprobar una entrada en el libro de contabilidad y vislumbró su cara, parecía muy solo. Un lobo solitario que había tenido que cambiar sus hábitos ermitaños y vivir entre la alta sociedad, con el título, las casas, y personas dependientes, y todas las exigencias asociadas.

Había renunciado a su libertad, su excitante, peligrosa y solitaria vida, y había recogido las riendas que habían sido dejadas a su cuidado sin queja.

A cambio, había pedido poco, como excusa, o como recompensa.

La única cosa que había pedido en su nueva vida era tenerla como esposa. Él le había ofrecido todo lo que podía esperar, dándole todo lo que podría aceptar y aceptaría.

A cambio, ella le había dado su cuerpo, pero no lo que él más quería. No le había dado su confianza. O su corazón.

O más bien, lo había hecho, pero nunca lo había admitido. Nunca se lo había dicho.

Estaba allí para rectificar esa omisión.

Girándose, con cuidado de pisar silenciosamente, continuó hacia la sala de mañana. Había supuesto que se quedaría en casa trabajando en los asuntos de la hacienda, todos los asuntos que sin duda había descuidado mientras se concentraba en coger a Mountford. El estudio era donde había esperado que estuviera; Leonora había estado en la biblioteca y en el estudio, y era el estudio el que mostraba una impresión más definida de él, de ser la habitación a la cual se retiraría. Su guarida.

Estaba contenta de haber demostrado que estaba en lo cierto, la biblioteca estaba en la otra ala, cruzando el vestíbulo delantero.

Llegando a las puertas francesas a través de las cuales habían entrado en su visita previa, se colocó directamente frente a ellas, agarró el marco con las manos como él había hecho -usando ambas manos en vez de una sola- y empujó con fuerza.

Las puertas traquetearon, pero permanecieron cerradas.

– ¡Maldición! -Frunció el ceño, se acercó más y puso el hombro contra el sitio. Contó hasta tres, luego arrojó su peso contra las puertas.

Se abrieron de repente; sólo pudo evitar espatarrarse en el suelo.

Recuperando el equilibrio, se giró y cerró las puertas, entonces, agarrando la capa a su alrededor, se escabulló silenciosamente dentro de la habitación. Esperó, sin respirar, para ver si alguien había sido alertado; no creía que hubiera hecho mucho ruido.

No sonaron pasos; nadie vino. Su corazón se fue calmando lentamente.

Cautelosamente, avanzó hacia delante. La última cosa que deseaba era ser descubierta allanando esta casa para verse ilícitamente con su señor; si era pillada, una vez que se casaran, habría tenido que despedir, o sobornar, al servicio entero. No quería tener que enfrentarse a esa elección.

Comprobó el vestíbulo delantero. Como anteriormente, a esta hora de la noche no había lacayos rondando; Havers, el mayordomo, estaría escaleras arriba. El camino estaba libre, se introdujo en las sombras del corredor dirigiéndose hacia el estudio con una oración en los labios.

En agradecimiento por lo que había recibido hasta ahora, y con la esperanza de que su suerte se mantuviera.

Parándose fuera de la puerta del estudio, se puso de cara a los paneles, e intentó imaginar, en un ensayo de última hora, cómo iría su conversación… pero su mente se quedó obstinadamente en blanco.

Tenía que seguir con ello, con sus disculpas y su declaración. Inspirando profundamente, agarró el pomo de la puerta.

Éste se sacudió fuera de su agarre; la puerta se abrió de par en par.

Se tambaleó, y encontró a Tristan junto a ella. Elevándose sobre ella.

Éste miró mas allá, por el pasillo, entonces le agarró la mano y la metió en la habitación de un tirón. Bajando la pistola que sostenía en la otra mano, la soltó y cerró la puerta.