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Su aliento lentamente se ahogó.

– ¿Qué otras tendencias? -Dijo las palabras antes de que su voz se volviera demasiado débil, cualquier cosa para ganar unos pocos segundos más…

Su mirada vagó más abajo; los pechos se hincharon, dolieron. Entonces él elevó los párpados, mirándola a la cara.

– Esas tendencias de las que has estado huyendo, intentando evitar, pero no obstante disfrutando durante las últimas semanas.

Se acercó más; la chaqueta rozó su canesú, su muslo tocó los de ella.

El corazón de Leonora hizo un ruido sordo en su garganta; el deseo se extendió como fuego salvaje bajo la piel. Le miró el rostro, los finos y móviles labios, sintiendo los suyos propios latir. Entonces levantó la mirada hasta los hipnóticos ojos avellana… y la verdad se desató sobre ella. En todo lo que había pasado entre ellos, todo lo que había compartido hasta la fecha, Tristan aún no le había mostrado, revelado todo.

Revelado, dejado que viera la profundidad, la verdadera extensión de su posesividad. De su pasión, su deseo de tenerla.

Extendió la mano hacia los lazos de su capa, con un tirón los soltó; la prenda se deslizó hasta el suelo, formando un charco tras ella. Llevaba un simple vestido de tarde azul profundo; Leonora vio su mirada vagar por los hombros, francamente posesiva, francamente hambrienta, entonces una vez más encontró su mirada. Elevó una ceja.

– Entonces… ¿qué me darás? ¿Cuánto cederás?

Sus ojos estaban fijos en los de ella; sabía lo que él quería.

Todo.

Sin reservas, sin restricciones.

Sabía en su corazón, sabía por el brinco de sus sentidos que en eso estaban igualados, que sin tener en cuenta cualquier idea en sentido contrario, era y siempre sería incapaz de negarle lo que quería exactamente.

Porque ella también lo quería.

A pesar de su agresividad, a pesar del oscuro deseo que ardía en sus ojos, allí no había nada que temer.

Sólo disfrutar.

Mientras terminaba de pagar su precio.

Se humedeció los labios, observó los suyos.

– ¿Qué quieres que diga? -Su voz fue baja, su tono desvergonzadamente sensual. Encontrando sus ojos, Leonora arqueó una altiva ceja-. ¿Tómame, soy tuya?

Una chispa a la yesca; las llamas flamearon en sus ojos. Chisporrotearon entre ellos.

– Eso -se estiró hacia ella; las manos abarcaron su cintura, la atrajo inflexiblemente contra él-, servirá muy bien.

Inclinando la cabeza, colocó los labios en los de ella, y los llevó directamente dentro del fuego.

Leonora abrió los labios para él, dándole la bienvenida en su interior, disfrutando del calor que le enviaba a borbotones a través de las venas.

Disfrutando de la posesión de su boca, lenta, meticulosa, poderosa, un aviso de todo lo que estaba por venir.

Levantando los brazos, los enroscó alrededor de su cuello, y se abandonó a su destino.

Él pareció saber, sentir su total y completa rendición, a él, a esto, al acalorado momento.

A la pasión y el deseo que se derramaba a través de ellos.

Levantó las manos y enmarcó su cara, sujetándola mientras profundizaba el beso. Uniendo las bocas hasta que respiraron como uno solo, hasta que el mismo ritmo latiente se hubo asentado en sus venas.

Con un bajo murmullo, ella se presionó contra él, incitando lascivamente. Las manos de Tristan dejaron su cara, vagando hacia abajo, curvándose sobre sus hombros, luego trazando sus pechos descaradamente. Cerró los dedos, y las llamas saltaron. Ella tembló, y lo exhortó. Besándole hambrienta, tan exigente como él. Tristan la complació, sus dedos encontraron los tensos picos de los pezones y los estrujaron lentamente, terriblemente, con fuerza.

Leonora rompió el beso con un jadeo. Las manos de él no se detuvieron; estaban en todas partes, masajeando, rozando, acariciando. Poseyendo.

Calentándola. Enviando fuego bajo su piel, haciendo que su pulso ardiera.

– Esta vez te quiero desnuda.

Ella apenas pudo entender las palabras.

– Sin una sola puntada tras la que esconderse.

Ella no podía imaginar lo que él creía que podía esconder. No le preocupaba. Cuando la giró y puso los dedos en sus lazos, ella esperó sólo hasta que sintió que el corsé se aflojaba para deslizar el vestido de los hombros. Fue a deslizar sus brazos fuera de las diminutas mangas…

– No. Espera.

Una orden que no estaba en posición de desobedecer; su juicio estaba nublado, sus sentidos en un ardiente tumulto, la anticipación creciendo con cada aliento, con cada toque posesivo. Pero ahora no la estaba tocando. Levantando la cabeza, inspiró inestable y entrecortadamente.

– Gírate.

Lo hizo, justo cuando el nivel de luz en la pequeña habitación aumentó. Dos pesadas lámparas descansaban a cada lado del enorme escritorio. Tristan puso las mechas más altas; cuando ella le afrontó, se colocó, sentándose apoyado contra el borde delantero del escritorio a mitad de camino entre las lámparas.

Encontró su mirada, luego descendió. Hasta sus pechos, todavía ocultos tras el vaporoso brillo de su camisola de seda.

Levantó una mano, llamándola.

– Ven aquí.

Ella así lo hizo, y a través de la violenta cascada de sus pensamientos recordó que a pesar del hecho de que habían intimado en numerosas ocasiones, él nunca la había visto desnuda en ningún grado de luz.

Una mirada a su cara le confirmó que tenía intención de verlo todo esta noche.

La mano de él se deslizó por su cadera; la atrajo para ponerla frente a él, entre las piernas. Le tomó las manos, una en cada una de las suyas, y se las colocó, con las palmas extendidas, en los muslos.

– No las muevas hasta que te lo diga.

Su boca se quedó seca; no respondió. Sólo observó su cara mientras él deslizaba las mangas del canesú más abajo por sus brazos, luego extendió la mano, no hacia los lazos de su camisola como ella había esperado, sino hacia los montes cubiertos de seda de sus pechos.

Lo que siguió fue un delicioso tormento. Él trazó, acarició, sopesó, masajeó… todo el tiempo mirándola, midiendo sus reacciones. Bajo sus expertos servicios, los pechos se hincharon, crecieron pesados y tensos. Hasta que dolieron. La fina película de seda era lo suficiente para tentar, para provocar, para tenerla jadeando con necesidad… la necesidad de tener sus manos sobre ella.

Piel contra ardiente piel.

– Por favor… -El ruego cayó de sus labios mientras miraba al techo, intentando aferrarse a la cordura.

Sus manos la abandonaron; Leonora esperó, luego sintió sus dedos cerrarse alrededor de las muñecas. Tristan le levantó las manos mientras ella bajaba la cabeza y le miraba.

Sus ojos eran oscuras piscinas encendidas por llamas doradas.

– Muéstrame.

Guió las manos de ella hacia las cintas atadas.

Su mirada se fusionó con la de él, agarró los extremos de los lazos, y tiró, entonces, totalmente cautivada por lo que podía ver en su cara, la desnuda pasión, la necesidad torrencial, desprendió lentamente la fina tela, exponiendo sus pechos a la luz.

Y a él. Su mirada se sentía como llamas, lamiendo, calentando. Sin levantar la mirada, él le cogió las manos y las colocó de nuevo en sus muslos.

– Déjalas ahí.

Liberándole las manos, Tristan levantó las suyas hasta los pechos.

La tortura real comenzó. Él parecía saber justo lo que ella podía aguantar, luego inclinó su cabeza, aliviando un doliente pezón con la lengua, luego lo tomó en la boca.

Dándose un banquete.

Hasta que ella gritó. Hasta que las yemas de sus dedos se aferraron a los músculos de acero de sus muslos. Él chupó y sus rodillas temblaron. Puso un brazo bajo sus caderas y la sostuvo, manteniéndola estable mientras hacía lo que deseaba, grabándose en su piel, en sus nervios, en sus sentidos.

Ella levantó los parpados ligeramente; jadeando, miró hacia abajo. Observó y sintió la oscura cabeza moverse contra ella mientras complacía sus deseos… y los de ella.