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Con cada toque de sus labios, cada remolino de su lengua, cada vibrante succión dolorosamente lenta, él implacablemente, sin descanso, atizaba el fuego en ella.

Hasta que ardió. Hasta que, incandescente y vacía, se sintió como un brillante vacío, uno que anhelaba, que le dolía, que desesperadamente necesitaba que él lo llenara. Que lo completara.

Leonora levantó las manos, con un movimiento deslizó los brazos fuera de las mangas, entonces las extendió hacia él, trazando su mandíbula con las palmas, sintiendo el movimiento mientras él succionaba. Volvió a pasar los dedos por el cabello de Tristan; de mala gana, él se echó hacia atrás, liberando la suave carne.

Mirándola a la cara, encontró sus ojos, entonces la puso de pie. Las largas palmas subieron acariciantes, encontrando las acaloradas e hinchadas curvas, luego acarició hacia abajo, por la cintura, siguiendo posesivamente los contornos, empujando hacia abajo el vestido y la camisola, por la turgencia de sus caderas, hasta que con un suave sonido cayeron, formando un charco a sus pies.

La mirada de Tristan había seguido la tela hasta sus rodillas. Las estudió, luego lentamente, deliberadamente, levantó la vista, pasando por sus muslos, deteniéndose en los oscuros rizos de su vértice antes de continuar moviéndose lentamente, hacia arriba, sobre la suave curva de su estómago, sobre su ombligo, la cintura, hasta los pechos, finalmente hasta su cara, sus labios, sus ojos. Un largo y exhaustivo estudio, uno que la dejó sin dudar que él consideraba todo lo que veía, todo lo que era ella, suyo.

Se estremeció, no de frío sino con creciente necesidad. Estiró la mano hacia su corbata.

Tristan le cogió las manos.

– No. Esta noche no.

A pesar del agarre del deseo, Leonora logró un ligero ceño.

– Quiero verte, también.

– Verás bastante de mí durante años. -Se levantó; todavía sosteniéndole las manos, dio un paso a un lado-. Esta noche… te deseo. Desnuda. Mía. -Atrapó su mirada-. En este escritorio.

¿El escritorio? Lo miró.

Tristan le soltó las manos, las cerró alrededor de su cintura y la levantó, colocándola sentada en la parte delantera del escritorio donde había estado apoyado.

La sensación de la caoba pulida bajo su trasero desnudo la distrajo temporalmente.

Tristan le agarró las rodillas, las abrió ampliamente y se puso entre ellas. Le cogió la cara en las manos mientras ella levantaba la mirada, sorprendida, y la besó.

Él dejó que sus riendas se deslizaran, simplemente se dejó ir, dejó que el deseo se propagara y se vertiera a través de él, de ella. Sus bocas se fundieron, sus lenguas se enredaron. Las manos de ella enmarcaron su mandíbula mientras él vagaba más abajo, necesitando encontrar de nuevo la suave carne, necesitando sentir la urgencia de ella, la destellante respuesta a su toque… todas las evidencias de que era realmente suya.

El cuerpo de Leonora era seda líquida bajo sus manos, pasión caliente y urgente. Le agarró las caderas y se inclinó hacia ella, gradualmente moviéndola hacia atrás, finalmente empujándola hacia abajo para yacer sobre el gran escritorio de su tío.

Se retiró del beso, medio enderezándose, aprovechando el momento para bajar la mirada hacia ella, yaciendo desnuda, caliente, y jadeando, sobre la brillante caoba. La madera no era más rica que su cabello, aún sujeto en un nudo en lo alto de su cabeza.

Pensó en eso mientras ponía una mano sobre una rodilla desnuda y lentamente la deslizaba hacia arriba, encontrando el firme músculo de su muslo mientras se inclinaba hacia ella y tomaba su boca de nuevo.

La llenó, reclamándola como un conquistador, luego estableció un ritmo de avance y retirada que ella y su cuerpo conocían bien. Estaba con él en pensamiento y acción, en deseo y urgencia. Leonora se movió bajo sus manos; cerrando una alrededor de su cadera, sujetándola, deslizó los dedos de la otra desde el lugar entre sus pechos hacia su cintura, sobre su estómago para acariciar tentadoramente los húmedos rizos cubriendo su monte de Venus.

Ella jadeó en sus besos. Él se apartó, se echó hacia atrás lo suficiente como para capturar sus ojos, de un brillante e intenso azul violáceo bajo las pestañas.

– Suéltate el cabello.

Leonora parpadeó, agudamente consciente de las yemas de sus dedos acariciándole ociosamente los rizos. Sin tocar exactamente la carne dolorida. Latía; todo en ella pulsaba con anhelo. Con una necesidad imposible de negar.

Levantó los brazos, los ojos fijos en los de él, y lentamente alcanzó las horquillas que sostenían sus largos mechones. Cuando agarró la primera, él la tocó, poniendo la suave punta de un dedo en ella.

Su cuerpo se tensó, se arqueó ligeramente; Leonora cerró los ojos, agarrando la horquilla, y la sacó. Sintiendo la satisfacción de él en su toque, en sus lentas, tentadoras caricias. Levantó los párpados, le vio mirándola; con los dedos buscando, encontró otra horquilla.

Tuvo que cerrar los ojos de nuevo mientras la quitaba… y él se tomaba confianzas con su cuerpo. Tocando, acariciando.

Luego delicadamente tanteó.

Sólo una suave presión a la entrada de su cuerpo.

Suficiente para incitarla, pero no para aplacarla.

Con los ojos cerrados, sacó otra horquilla; un largo dedo se deslizó una fracción más.

Estaba hinchada, palpitante, húmeda. Aspirando un entrecortado aliento, buscó con ambas manos, tiró, y dejó que las horquillas cayeran en una lluvia sobre el escritorio.

Al tiempo que su pelo cayó suelto, él enterró los dedos en su vaina, penetrando, acariciando, avivando. A ella le costaba respirar, sus nervios despiertos, su cuerpo retorciéndose contra su agarre. El largo cabello se esparció por sus hombros, a través del escritorio. Levantó la vista hacia él, y vio su mirada vagando sobre ella, captando su abandono; una absoluta posesión grabada en sus facciones.

Tristan captó su mirada, la estudió, entonces se inclinó hacia abajo, y la besó. Tomó su boca, capturó sus sentidos en un beso narcotizante. Luego sus labios abandonaron los de ella; le levantó más la mandíbula, hundiendo la cabeza para dejar una estela de besos calientes por la firme línea de la garganta, bajando hacia la hinchazón de los pechos. Se entretuvo allí, lamiendo, aliviando, chupando, pero ligeramente, luego su cabello acarició las suaves partes bajas mientras él seguía la línea de su cuerpo, más abajo. Ella estaba luchando por respirar, más allá del lascivo abandono; sentimientos, sensaciones, vertiéndose a través de ella, llenándola, barriéndola.

Sus manos habían ido a descansar sobre los hombros de él; todavía estaba vestido con la chaqueta. El tacto le recordó insistente su vulnerabilidad; Tristan la tenía completamente desnuda, retorciéndose ante él, expuesta en su escritorio como una hurí… jadeó cuando sus labios viajaron por el estómago.

No paró.

– Tristan… ¡Tristan!

Él no hizo caso; Leonora tuvo que tragarse los gritos mientras él le abría más los muslos y se hundía entre ellos. Colocado para darse un banquete como había hecho una vez antes, pero en esa ocasión ella no había estado desnuda, expuesta. Tan vulnerable.

Cerró los ojos. Con fuerza. Intentó reprimir la marea emergente…

Crecía inexorablemente, lametón a lametón, suave latigazo a latigazo, hasta que la capturó. La aferró.

Ella se rompió.

Su cuerpo se arqueó.

Sus sentidos se hicieron pedazos. El mundo desapareció en fragmentos de brillante luz, en una palpitante radiación que la rodeaba, se hundía en ella, a través de ella. Le dejó los huesos fundidos, los músculos flojos, dejó un profundo pozo de calor en su interior, aún vacío.

Incompleta.

Estaba mareada, casi incapacitada, pero se obligó a levantar los párpados. Le echó una mirada mientras él se enderezaba.

Su cuerpo fornido latía con reprimida agresividad, con una poderosa tensión, afinada con precisión. Sus manos le aferraban los muslos desnudos, permanecía mirándola, ojos color avellana ardiendo mientras vagaban por el cuerpo de ella.