Lo que Leonora vio en su cara hizo que sus pulmones se detuvieran, su corazón titubeara, luego latiera con más fuerza.
El deseo desnudo estaba grabado en sus facciones, ásperamente marcado en cada línea de su cara.
Aún así, también había soledad allí, una vulnerabilidad, una esperanza.
Ella lo vio, lo entendió.
Entonces los ojos de Tristan se encontraron con los suyos. Por un instante, el tiempo se detuvo, entonces ella levantó los brazos, débiles como estaban, y lo atrajo hacia ella.
Él se removió. Los ojos fijos en los de ella, se quitó la chaqueta con un encogimiento de hombros, se desprendió de la corbata, se abrió la camisa, desnudando los musculosos contornos de su pecho, ligeramente espolvoreado con vello negro. Al recordar la sensación de sentir ese vello raspando contra su sensibilizada piel mientras él se movía dentro de ella, hizo que sus pechos se hincharan hasta una dolorosa plenitud, los pezones arrugándose tensos. Él lo vio. Alargó la mano hacia su cinturilla. Desabrochó los botones, liberó su erección.
Echó una mirada hacia abajo solo brevemente, encajándose en ella, entonces se introdujo, sólo un poquito.
Y levantó la vista. Capturó su mirada de nuevo, luego se inclinó, apoyando las manos en la mesa a cada lado de su cabeza, moviendo los dedos por su cabello. Se inclinó más cerca, acariciando sus labios.
Los ojos fijos en los suyos una vez más, empujó dentro de ella.
Leonora se elevó bajo él. Sus alientos se mezclaron mientras ella se arqueaba, se ajustaba, tomándolo en su interior. Al final, se introdujo profundamente y la llenó. El aliento cayó de sus labios; cerró los ojos, deleitándose en la sensación de tenerlo enterrado en su interior. Entonces levantó una mano, metiéndole los dedos en el cabello, atrayéndole la cabeza a la suya, y colocó los labios en los de él. Abrió la boca, invitándolo a entrar.
Invitándolo flagrantemente a saquear.
Y Tristan lo hizo.
Cada poderoso empuje la elevaba, la desplazaba.
Interrumpieron el beso. Sin esperar instrucciones, ella levantó las piernas y le rodeó con ellas las caderas. Oyó su gemido, vio el vacío barrer su cara mientras aprovechaba para hundirse más profundo, empujando más duro, más lejos. Enfundándose en ella.
Tristan cerró una mano alrededor de su cadera, anclándola contra las repetitivas invasiones. Cuando el ritmo aumentó, se inclinó hacia ella de nuevo, dejó que sus labios acariciaran los suyos, entonces se sumergió en su boca mientras su cuerpo se sumergía salvajemente en el de ella.
Mientras perdía todo el control y se daba a ella.
Como ella ya se había dado, en cuerpo y alma, mente y corazón, a él.
Leonora se dejó ir, realmente se liberó, permitiéndole tomarla como él deseaba.
Incluso atrapado en mitad de una increíblemente poderosa pasión, Tristan sintió su decisión, su total rendición al momento… su rendición a él. Estaba con él, no sólo unidos físicamente sino en otro lugar, de otro modo, a otro nivel.
Nunca había alcanzado ese místico lugar con ninguna otra mujer; nunca había soñado que semejante experiencia abrasadora para el alma sería suya. Pero ella le tomó en su interior, cabalgando cada estocada, envolviéndole en el calor de su cuerpo… y alegremente, con verdadero abandono, le dio todo lo que pudo desear, todo lo que había anhelado.
Rendición incondicional.
Leonora había dicho que sería suya. Ahora lo era. Para siempre.
No necesitaba más seguridad, ni evidencias más allá del fuerte agarre de su cuerpo, la suave contorsión de sus desnudas curvas bajo él.
Pero siempre había querido más, y ella se lo había dado sin preguntar.
No sólo su cuerpo, sino esto… una entrega sin trabas a él, a ella, a lo que se extendía entre ellos.
Eso se elevaba en una marea, imposible de controlar. Los derribó, estrellándose, arremolinándose, haciéndolos jadear, aferrarse. Luchar por respirar. Luchar por el agarre a la vida; después se perdió mientras el resplandor los inundaba, mientras sus cuerpos se pegaban, sin separarse, estremeciéndose.
Tristan derramó su semilla profundo en el interior de ella, manteniéndose tenso, inmóvil, mientras el éxtasis los empapaba.
Los llenaba, hundiéndose profundo, luego lentamente menguó y se debilitó.
Él se dejó ir, sintió los músculos relajarse, permitió que Leonora lo sostuviera, lo acunara, con la frente inclinada hacia la de ella.
Abrazados, los labios acariciándose, juntos se rindieron a su destino.
Ella se quedó durante horas. Se dijeron pocas palabras. No había necesidad de explicar nada entre ellos; ninguno necesitaba ni quería que palabras inadecuadas se inmiscuyeran.
Tristan volvió a atizar el fuego. Se desplomó en un sillón frente a él con ella acurrucada en su regazo, aún desnuda, con la chaqueta echada sobre ella para mantenerla caliente, los brazos bajo ella, las manos en su piel desnuda, su cabello como seda salvaje aferrada a ambos… habría permanecido así felizmente para siempre.
Bajó la mirada hacia Leonora. La luz del fuego doraba su cara. Más temprano había coloreado de oro su cuerpo cuando había estado de pie desvergonzada ante las llamas y le había permitido examinar cada curva, cada línea. Esta vez, la había dejado en gran medida sin marcas; sólo eran visibles las huellas de las yemas de sus dedos en la cadera, donde la había sujetado.
Leonora levantó la vista, captó su mirada, sonrió, luego apoyó la cabeza en su hombro. Bajo su palma, extendida sobre el desnudo pecho, el corazón le latía firmemente. El latido hizo eco en su sangre. Por todo su cuerpo.
La proximidad los abrigó, los unió de un modo que no podía definir, que ciertamente no había esperado.
Él tampoco lo había esperado, aunque ambos lo habían aceptado.
Una vez aceptado, no podía ser negado.
Tenía que ser amor, pero ¿quién era ella para decirlo? Todo lo que sabía era que para ella era inmutable. Inalterable, fijo, y para siempre.
Lo que fuera que deparara el futuro -matrimonio, hijos, cargas familiares, todo lo demás- tendría eso, esa fuerza, a la que apelar.
Se sentía bien. Mejor de lo que hubiera imaginado que nada se podía sentir.
Estaba donde pertenecía. En sus brazos. Con amor entre ellos.
CAPÍTULO 16
A la mañana siguiente, Leonora bajó al salón del desayuno algo más tarde de lo habitual; normalmente era la primera de la familia en levantarse, pero esta mañana había dormido hasta tarde. Con un brío evidente en su andar y una sonrisa en los labios, se deslizó por el umbral… y se detuvo abruptamente.
Tristan estaba sentado al lado de Humphrey, escuchando atentamente mientras devoraba tranquilamente un plato de jamón con salchichas.
Jeremy estaba sentado enfrente de él; los tres hombres levantaron la vista, luego Tristan y Jeremy se pusieron de pie.
Humphrey le sonrió.
– ¡Bien, mi querida! ¡Enhorabuena! Tristan nos ha comunicado las novedades. ¡Tengo que confesar que estoy completamente encantado!
– En efecto, hermanita. Enhorabuena. -Inclinándose sobre la mesa, Jeremy le tomó la mano y la atrajo hacia sí para plantarle un beso en la mejilla-. Excelente elección -murmuró.
La sonrisa de ella se tornó un poco más fija.
– Gracias.
Miró a Tristan, esperando ver algún grado de disculpa. En vez de ello, él encontró su mirada con una expresión calmada, confiada, segura. Tomando buena nota de esto último, Leonora inclinó la cabeza.
– Buenos días.
El “milord” se atascó en su garganta. No olvidaría tan pronto su noción de un final adecuado a su reconciliación la noche anterior. Más tarde, él la había vestido, y luego transportado al carruaje, haciendo caso omiso de sus hasta entonces completamente débiles protestas, y la acompañó a Montrose Place, dejándola en el pequeño salón del Número 12 mientras recogía a Henrietta, luego escoltándolas a ambas hasta la puerta principal.