Ahí era donde la señorita Timmins estaba tendida, arrugada como una muñeca de trapo. Tal y como Daisy había dicho, había pocas dudas de que la vida la hubiera abandonado, pero Leonora se acercó. Tristan se había detenido delante de ella, bloqueando el vestíbulo; puso las manos en su espalda y lo empujó suavemente; después de un instante de vacilación, él se hizo a un lado y la dejó pasar.
Leonora se agachó al lado de la señorita Timmins. Tenía puesto un camisón de grueso algodón y un chal de encaje envuelto alrededor de los hombros. Sus miembros estaban torpemente torcidos, pero decentemente cubiertos; un par de zapatillas estaban en sus pequeños pies.
Sus párpados estaban cerrados, los pálidos ojos azules ocultos. Leonora le retiró los finos rizos blancos, notó la fragilidad extrema de la piel acartonada. Tomando una pequeña mano con aspecto de garra en la suya, alzó la mirada hacia Tristan mientras éste se paraba a su lado.
– ¿Podemos moverla? No parece haber ninguna razón para dejarla así.
Él estudió el cuerpo por un momento; ella se quedó con la impresión que estaba fijando la posición en su memoria. Echó un vistazo a la escalera, hasta la cima. Entonces asintió.
– La levantaré. ¿El salón principal?
Leonora asintió, liberó la mano huesuda, se levantó y fue a abrir la puerta del salón.
– ¡Oh!
Jeremy, quien había avanzado pasando el cuerpo, por delante de la mesa del vestíbulo con la bandeja del desayuno y hacia la escalera de la cocina, volvió por la puerta oscilatoria.
– ¿Qué es esto?
Sin habla, Leonora simplemente se quedó mirando.
Con la señorita Timmins en sus brazos, Tristan surgió detrás de ella, miró por encima de su cabeza, luego le dio un codazo hacia delante.
Ella volvió en sí con un sobresalto, luego se apresuró a enderezar las almohadas del diván.
– Ponla aquí. -Echó un vistazo alrededor a los destrozos de la sala antes meticulosa.
Los cajones estaban retirados, vaciados en las alfombras. Las propias alfombras habían sido retiradas, apartadas a un lado. Algunos de los adornos habían sido aplastados en el hogar. Los cuadros en las paredes, los que todavía estaban en sus ganchos, colgaban de cualquier modo.
– Debieron ser ladrones. Debe de haberlos oído.
Tristan se enderezó después de acostar suavemente a la señorita Timmins. Con los miembros extendidos y la cabeza en una almohada, simplemente parecía estar profundamente dormida. Se giró hacia Jeremy, parado en la puerta abierta, mirando alrededor con asombro.
– Ve al Número 12 y dile a Gasthorpe que necesitamos a Pringle de nuevo. Inmediatamente.
Jeremy levantó la mirada hacia su cara, luego asintió y se fue.
Leonora, ocupada con el camisón de la señorita Timmins, le colocó el chal como sabía que le habría gustado, y levantó la mirada hacia él.
– ¿Por qué Pringle?
Tristan encontró su mirada, vaciló, entonces dijo:
– Porque quiero saber si se cayó o fue empujada.
– Se cayó. -Pringle cuidadosamente volvió a empaquetar su bolsa negra-. No hay una marca en ella que no pueda ser explicada por la caída, y ninguna que se parezca a un cardenal por el agarre de un hombre. A su edad, habría cardenales.
Echó un vistazo por encima de su hombro hacia el pequeño cuerpo echado en el diván.
– Era frágil y vieja, en todo caso no hubiera permanecido en este mundo mucho más tiempo, pero aún así… Aunque un hombre podría fácilmente haberla agarrado y arrojado por la escalera, no podría haberlo hecho sin dejar algún rastro.
Con la mirada puesta en Leonora, arreglando un vaso en la mesa junto al diván, Tristan asintió.
– Eso es un pequeño alivio.
Pringle cerró la bolsa de golpe, lo miró mientras se enderezaba.
– Posiblemente. Pero aún queda la pregunta de porqué estaba fuera de la cama a esa hora -en algún momento a altas horas, digamos entre la una y las tres-, y lo que la asustó tanto; fue casi seguramente miedo, suficiente para hacerla desmayarse.
Tristan se centró en Pringle.
– ¿Cree que se desmayó?
– No lo puedo probar, pero si tuviera que adivinar lo que pasó… -Pringle señaló con la mano el caos de la habitación-. Escuchó los sonidos de esto, y vino a ver. Se paró en la cima de la escalera y trató de ver lo que sucedía abajo. Vio un hombre. De repente. Susto, desmayo, caída. Y aquí estamos.
Tristan, mirando al diván y a Leonora detrás de él, no dijo nada por un instante, después asintió, miró a Pringle, y le ofreció la mano.
– Tal y como dice, aquí estamos. Gracias por venir.
Pringle le estrechó la mano, una sombría sonrisa coqueteando en sus labios.
– Pensé que dejar el ejército significaría una práctica rutinaria aburrida… contigo y con tus amigos cerca, por lo menos no estaré aburrido.
Con un intercambio de sonrisas, se separaron. Pringle se marchó, cerrando la puerta principal detrás de él.
Tristan caminó alrededor del respaldo del diván hacia donde estaba Leonora, bajando la mirada hacia la señorita Timmins. Puso un brazo alrededor de Leonora, abrazándola suavemente.
Ella se lo permitió. Se apoyó en él por un instante. Sus manos estaban fuertemente apretadas.
– Parece tan tranquila.
Un momento pasó, luego se enderezó y lanzó un gran suspiro. Se alisó las faldas y miró alrededor.
– Entonces… un ladrón entró a la fuerza y registró esta habitación. La señorita Timmins lo oyó y salió de la cama para investigar. Cuando el ladrón volvió al vestíbulo, ella lo vio, se desmayó, cayó… y murió.
Cuando Tristan no dijo nada, se giró hacia él. Buscó sus ojos. Frunció el ceño.
– ¿Qué tiene de malo eso como deducción? Es perfectamente lógico.
– Sí. -Le cogió la mano, se volvió hacia la puerta-. Sospecho que eso es precisamente lo que se supone que debemos pensar.
– ¿Se supone?
– Te olvidaste de algunos hechos pertinentes. Uno, no hay ni una sola cerradura en las ventanas o en las puertas forzada o inexplicablemente dejada abierta. Tanto Jeremy como yo lo verificamos. Dos -entrando en el vestíbulo, haciendo que pasara por delante de él, volvió a mirar hacia el salón-, ningún ladrón que se respete dejaría una habitación así. No tiene sentido, y especialmente durante la noche, ¿por qué arriesgarse a hacer ruido?
Leonora frunció el ceño.
– ¿Hay una tercera?
– Ninguna otra habitación ha sido registrada, nada más en la casa parece perturbado. Salvo… -Sujetando la puerta principal, le hizo señas con la mano hacia delante; ella salió al porche, esperó impacientemente a que Tristan cerrara la puerta y guardara la llave en el bolsillo.
– ¿Y bien? -exigió, enlazando su brazo con el de él-. ¿Salvo qué?
Empezaron a bajar los escalones. El tono de él se había vuelto mucho más duro, mucho más frío, mucho más distante cuando respondió:
– Salvo por unos pequeños, muy nuevos, arañazos y grietas en la pared del sótano.
Los ojos de ella se agrandaron.
– ¿La pared compartida con el Número 14?
Él asintió.
Leonora miró atrás hacia las ventanas del salón.
– ¿Entonces esto es obra de Mountford?
– Eso creo. Y no quiere que nosotros lo sepamos.
– ¿Qué estamos buscando?
Leonora siguió a Tristan hacia el dormitorio que la señorita Timmins había usado. Habían vuelto al Número 14 y dado la noticia a Humphrey, luego fueron a la cocina a confirmar a Daisy que su patrona estaba efectivamente muerta. Tristan había preguntado por familiares; Daisy no sabía de ninguno. Ninguno la había visitado en los seis años que había trabajado en Montrose Place.
Jeremy se había encargado de hacer los arreglos necesarios; junto con Tristan, Leonora había regresado al Número 16 para intentar identificar algún familiar.