– Si una fórmula valiosa está escondida en esta casa, está en la biblioteca. En los diarios de Cedric, las cartas de Carruthers y las notas.
– Al menos ahora estamos más seguros de ello. -Volviéndose, ella los precedió de regreso a la escalera principal y bajaron al comedor.
Jeremy y Humphrey se unieron a ellos allí.
Jeremy negó con la cabeza mientras se sentaba.
– Nada más, me temo.
– Excepto -Humphrey frunció el ceño mientras sacudía su servilleta- que estoy cada vez más seguro de que Cedric no conservó ningún registro propio referente a los razonamientos y conclusiones que sacó de sus experimentos. -Hizo una mueca-. Algunos científicos son así, lo guardan todo en su cabeza.
– ¿Desconfiado? -preguntó Deverell, comenzando su sopa.
Humphrey negó con la cabeza.
– Normalmente no. Pero puede ser que no quisiera malgastar tiempo poniendo por escrito lo que ya sabía.
Todos comenzaron a comer, entonces Humphrey, todavía frunciendo el ceño, continuó:
– Si Cedric no dejó ningún registro, y la mayor parte de los libros de la biblioteca son nuestros, allí había sólo un manojo de textos antiguos cuando nos mudamos.
Jeremy asintió.
– Y los he revisado todos. No había registros ocultos en ellos, o escritos en ellos.
Humphrey continuó:
– Si eso es así, entonces vamos a tener que rezar por que Carruthers dejase alguna relación más detallada. Las cartas y las notas dan una esperanza, y yo no estoy diciendo que nunca obtendremos la respuesta si eso es todo lo que tenemos para trabajar, sino que un diario adecuado junto con un listado consecutivo de experimentos… si tuviéramos eso, podríamos clasificar qué fórmulas para este brebaje fueron las últimas. Especialmente cuál fue la versión final.
– Hay un buen número de variantes, como verán. -Jeremy retomó la explicación-. Pero con el diario de Cedric no hay forma de decir detrás de qué iba, y mucho menos por qué. Cedric debió haberlo sabido, y por comentarios en las cartas, Carruthers lo sabía también, pero… hasta ahora, sólo hemos podido asignar unas pocas de las notas de los experimentos de Carruthers con sus cartas, que son las únicas que están fechadas.
Humphrey masticó, asintiendo bruscamente.
– Es suficiente como para hacer que te tires del pelo.
A lo lejos, sonó el timbre de la puerta delantera. Castor salió, reapareciendo un minuto más tarde con una nota doblada en una bandeja.
Caminó hacia el lado de Deverell.
– Un lacayo de la puerta de al lado ha traído esto para usted, milord.
Deverell miró a Tristan y Charles mientras bajaba su tenedor y alcanzaba la nota. Era una pequeña hoja de papel, la escritura era unos garabatos retorcidos a lápiz. Deverell lo examinó, luego miró a Tristan y Charles por encima de la mesa.
Ambos se enderezaron.
– ¿Qué?
Todo el mundo miró a Deverell. Una sonrisa lenta curvó sus labios.
– Las buenas monjas de las Hermanitas de la Misericordia de Whitechapel Road han estado cuidando de un joven que responde al nombre de Jonathon Martinbury. -Deverell recorrió con la mirada la nota; su cara se endureció-. Se lo llevaron hace dos semanas, fue víctima de una cruel paliza después de la cual lo abandonaron para que muriera en una cuneta.
Los preparativos para recoger a Martinbury, todos convinieron en que tenían que traerlo, fueron un ejercicio de logística. Por fin, se acordó que fueran Leonora y Tristan; ni St. Austell ni Deverell quisieron arriesgarse a ser vistos saliendo o regresando al Número 14. Incluso Leonora y Tristan tuvieron que ser cautelosos. Salieron de la casa por la puerta principal, con Henrietta tras ellos.
Una vez en la calle, la línea de árboles a lo largo del límite del Número 12 los ocultó de cualquiera que estuviera observando desde el Número 16. Se dieron la vuelta en el portón del club y, para gran decepción de Henrietta, la dejaron allí en las cocinas.
Tristan apresuró a Leonora por el camino trasero del club, luego salieron al callejón de atrás. Desde allí fue fácil alcanzar la siguiente calle, donde contrataron un coche de alquiler y se encaminaron a toda prisa a Whitechapel Road.
En la enfermería del convento, encontraron a Jonathon Martinbury. Parecía ser un joven robusto, casi cuadrado en constitución y semblante, con pelo castaño visible a través de las aberturas de los vendajes que envolvían su cabeza. Gran parte de él aparecía vendado; un brazo descansaba en un cabestrillo. Su cara estaba amoratada y cortada, con una fuerte contusión encima de un ojo.
Estaba lúcido, aunque débil. Cuando Leonora explicó su presencia diciendo que habían estado buscándolo en relación al trabajo de Cedric Carling con A. J. Carruthers, sus ojos se iluminaron.
– ¡Gracias a Dios! -Brevemente, cerró los ojos, luego los abrió. Su voz era áspera, todavía ronca-. Recibí su carta. Vine a la ciudad enseguida, con la intención de hacerle una visita -se interrumpió y su cara se ensombreció-. Desde entonces todo ha sido una pesadilla.
Tristan habló con las monjas. Aunque preocupadas, estuvieron de acuerdo en que Martinbury estaba lo suficientemente bien como para ser trasladado, dado que estaba ahora con amigos. Entre Tristan y el jardinero del convento condujeron a Jonathon fuera hasta el coche de alquiler que les esperaba. Leonora y las hermanas protestaron. Trepar al carruaje comprometió gravemente la compostura del joven; estaba callado y pálido cuando le tuvieron finalmente colocado en el asiento, envuelto en una manta y rodeado de viejos almohadones. Tristan le había dado a Jonathon su abrigo; el abrigo de Jonathon había sido rasgado más allá de cualquier arreglo.
Junto con Leonora, Tristan repitió el agradecimiento de Jonathon a las hermanas y prometió una muy necesaria donación tan pronto como pudiera arreglarse. Leonora le dirigió una mirada aprobadora. La subió al carruaje, y estaba a punto de seguirla cuando una maternal monja vino corriendo.
– ¡Esperen! ¡Espere! -Llevando una bolsa de cuero grande, resoplaba al salir por la portilla del convento.
Tristan dio un paso adelante y tomó la bolsa. Sonrió hacia Jonathon.
– ¡Sería una pena que después de todo fuera a perder esta única muestra de buena suerte!
Mientras Tristan colocaba la bolsa sobre el suelo del carruaje, Jonathon se inclinó para tocarla como para reconfortarse a sí mismo.
– Desde luego -se quedó sin aliento, asintiendo todo lo que pudo-. Muchas gracias, Hermana.
Las hermanas saludaron con la mano y los bendijeron; Leonora respondió al saludo. Tristan subió y cerró la puerta, colocándose junto a Leonora mientras el carruaje arrancaba.
Miró la gran bolsa de viaje de cuero situada sobre el suelo, entre los asientos. Miró a Jonathon.
– ¿Qué contiene?
Jonathon reclinó su cabeza contra el respaldo.
– Creo que es lo que las personas que me hicieron esto estaban buscando.
Leonora y Tristan miraron el bolso.
Jonathon tomó un doloroso aliento.
– Pueden mirar.
– No. -Tristan alzó una mano-. Espere. Este viaje va a ser lo suficientemente malo. Simplemente descanse. Una vez que le hayamos puesto cómodo y tranquilo de nuevo, entonces nos podrá contar a todos su historia.
– ¿A todos? -Jonathon lo miró entre los párpados entreabiertos-. ¿Cuántos son?
– Bastantes. Será mejor si tiene que contar su historia sólo una vez.
Una fiebre de impaciencia aferró a Leonora, centrada en la bolsa de cuero negra de Jonathon. Una maleta de viaje perfectamente común, pero podía imaginar lo que podía contener; estaba casi fuera de sí a causa de la curiosidad frustrada cuando el carruaje finalmente paró en el callejón del portón de atrás del Número 14 de Montrose Place.
Tristan había detenido primero el carruaje en una calle cerca del parque; los había dejado allí, diciendo que necesitaba coger algunas cosas en el lugar.
Había vuelto más de media hora más tarde. Jonathon había estado durmiendo; todavía estaba atontado cuando se detuvieron por última vez, y Deverell abrió la puerta del carruaje.