Mountford se desplazaba, arrastrándola con él, así podía mantener su vista en Humphrey y Jeremy pero ya no estaban directamente delante la puerta.
– Perfecto -siseó-. Si los encierro a los dos, igual que a los otros, puedo tomar la fórmula y marcharme.
Jeremy fijó la mirada en ella.
– No sea estúpido -Jeremy quería decir cada palabra. Entonces echó una mirada a Mountford-. En cualquier caso, no hay ninguna parte donde pueda encerrarnos, ésta es la única habitación en este piso con pestillo.
– En efecto -dijo Humphrey sin aliento-. Una sugerencia sin sentido.
– ¡Oh, no! -Trinó ella, y rezó porque Mountford creyera su actuación-. Porque podría encerraros en el armario de las escobas que está al otro lado del pasillo. Ambos cabríais.
La mirada que Jeremy le envió era furiosa.
– ¡Eres tonta!
Su reacción le sirvió de ventaja a ella. Mountford, tan nervioso que no paraba de moverse, se abalanzó sobre la idea.
– ¡Ambos, ahora! -Hizo gestos con la mano del cuchillo-. Usted… -apuntando a Jeremy-, agarre al viejo y ayúdelo a ir a la puerta. No desea la bonita cara de su hermana llena de cicatrices, ¿no es cierto?
Con una última mirada furiosa hacia ella, Jeremy fue y tomó del brazo a Humphrey. Lo ayudó a llegar a la puerta.
– Alto. -Mountford tiró de ella, girándola así estaban directamente detrás de los otros dos, frente a la puerta-. Derecho, sin ruido, ninguna tontería. Abra la puertata, camine hasta el armario de limpieza, abrirá la puerta y la cerrará en silencio detrás de usted. Recuerde, estoy observando cada movimiento, y mi daga está en la garganta de su hermana.
Ella observó a Jeremy inhalar de un tirón, entonces él y Humphrey hicieron exactamente lo que Mountford le había ordenado. Mountford avanzó poco a poco, cuando entraron al armario de las escobas directamente a través del amplio corredor; miró por el pasillo hacia el vestíbulo de entrada, pero nadie vino en esa dirección.
En el instante en que la puerta del armario de limpieza fue cerrada, Mountford la empujó hacia delante. La llave estaba puesta en el cerrojo. Sin liberarla, giró la llave.
– ¡Excelente! -Se volvió hacia ella con sus ojos brillando febrilmente-. Ahora usted puede conseguir mi fórmula, y yo me iré por mi lado -la hizo volver a la biblioteca. Cerró la puerta y la apresuró al escritorio-. ¿Dónde está?
Leonora extendió sus manos, revolvió las cartas, confundiendo el poco orden que había tenido
– Dijo que estaba aquí…
– ¡Bien, encuéntrelo, maldita sea! -Mountford liberándola, se pasó los dedos por el cabello.
Frunciendo el ceño como concentrándose, disimulando su alivio por el repentino respiro, Leonora vagó alrededor del gran escritorio, diseminando y barajando los papeles.
– Si mi hermano dijo que estaba aquí, puedo asegurar que así es -continuó deambulando, al igual que cualquiera de las encantadoras viejecitas a las que ayudó a lo largo de los años. Y de manera constante, carta por carta, trabajó a su manera en el escritorio-. ¿Es esto? -finalmente frente a Mountford, recogió una hoja, echando un vistazo al documento, luego sacudió la cabeza.
– No. Pero debe estar aquí… ¿quizás es éste? -sintió a Mountford temblar, cometió el error de echarle un vistazo, hasta que sus ojos la atraparon. Comprendió…
Su cara palideció, entonces vertió su rabia en su expresión.
– ¡Usted…!
Se abalanzó sobre ella.
Ella zigzagueó hacia atrás.
– Esto era un truco, ¿no es cierto? Yo le enseñaré…
Tendría que alcanzarla primero. Leonora no perdió el tiempo en replicar; aplicó su mente en esquivarlo, yendo por aquí, luego por allá. El escritorio era lo suficiente grande de modo que no podía llegar a ella.
– ¡Ah! -se lanzó sobre el escritorio hacia ella.
Con un grito, Leonora se movió rápidamente fuera de su alcance. Echó una mirada a la puerta pero él ya estaba poniéndose en pie, su cara era una máscara de furia.
Corrió hacia ella. Ella aceleró.
Aproximándose.
La puerta se abrió.
Leonora rodeó el escritorio y huyó directamente hacia la alta figura que entró.
Arrojándose a él y agarrándolo firmemente.
Tristan la cogió, atrapó sus manos, la empujó detrás de él.
– Fuera.
Una palabra, pero el tono no era para desobedecer. Tristan no la miraba. Sin aliento, siguió la mirada de él hacia Mountford, agotado, jadeando, en el lado opuesto del escritorio. Todavía sostenía la daga en un puño.
– Ahora.
Una advertencia. Retrocedió unos pasos, luego dio la vuelta. No había necesidad de distraerlo.
Se apresuró al corredor, con la intención de convocar ayuda, sólo para darse cuenta de que Charles y Deverell estaban allí, de pie en las sombras.
Charles la alcanzó pasándola, agarró la puerta, y tiró de ella cerrándola. Después se inclinó despreocupadamente contra el marco y le sonrió abiertamente algo resignado.
Deverell, sus labios curvándose igual, con una sonrisa que recordaba a un lobo, inclinó la espalda contra la pared del corredor.
Los miró fijamente. Señaló a la biblioteca.
– Mountford tiene una daga.
Deverell alzó las cejas.
– ¿Sólo una?
– Bueno, sí… -un ruido sordo reverberó tras la puerta. Ella se sobresaltó,, se movió y clavó los ojos en ella, como si pudiera ver más allá de los hombros de Charles. Lo miró furiosamente-. ¿Por qué no lo ayudáis?
– ¿A quién? ¿A Mountford?
– ¡No! ¡A Tristan!
Charles arrugó la cara.
– Dudo que necesite ayuda -echó un vistazo a Deverell.
Quien hizo una mueca.
– Desafortunadamente. -La palabra, lastimosa, bailó en el aire.
Ruidos sordos y gruñidos surgían de la biblioteca, luego un cuerpo golpeó el suelo. Duramente.
Leonora se estremeció.
El silencio reinó por un momento, luego la expresión de Charles cambió, se enderezó y se dirigió a la puerta.
La abrió. Tristan estaba enmarcado en el umbral.
Su mirada se centró en Leonora, y luego chasqueó hacia Charles y Deverell.
– Es todo vuestro -alargando la mano, tomó el brazo de Leonora, empujándola hacia el corredor-. ¿Nos disculpáis un momento?
Una pregunta retórica; Charles y Deverell ya se deslizaban a la biblioteca.
Leonora sintió su corazón saltar; todavía no se había calmado.
Rápidamente escudriñó a Tristan, todo lo que podía ver de él era cómo tiraba de ella hacia el corredor. Su expresión era inflexible y definitivamente sombría.
– ¿Te lastimó?
Apenas podía mantener el pánico de su voz. Las dagas podían ser mortales.
Él la miró de reojo, estrechando los ojos; endureciendo la mandíbula.
– Claro que no.
Sonó insultado. Ella frunció el ceño.
– ¿Estás bien?
Sus ojos llamearon.
– ¡No!
Habían llegado al vestíbulo; Tristan abrió la puerta de la salita matinal y la impulsó dentro. Siguiendo sus talones, pero cerrando la puerta.
– ¡Ahora! Sólo refréscame la memoria, ¿qué te advertí ayer, me parece recordar, de nunca, jamás hacer?
Ella parpadeó, enfrentándose a su furia apenas contenida con su habitual seguridad en la mirada.
– Que no me pusiera en peligro.
– No. Te. Pongas. En. Peligro -se acercó, deliberadamente intimidatorio-. Exactamente. Eso… -Hinchando su pecho al respirar desesperadamente, sentía las riendas de su temperamento serpenteando para liberarse-. ¿Qué diablos pensabas al seguirnos a la puerta de al lado?
No levantó la voz, al contrario, redujo el tono. Infundiendo hasta la última onza de autoridad en su voz las palabras chasquearon como un látigo. Penetrantes como uno, también.