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– ¿Cuál sería el tema, monseigneur? -había diseñado ya un tapiz para Jean le Viste: un escudo de armas, claro está. Un encargo bastante sencillo: ampliar el escudo a tamaño de tapiz y dibujar alrededor un poco de fondo vegetal.

Jean le Viste se cruzó de brazos.

– El año pasado me hicieron presidente de la Corte de Ayudas.

Aquel cargo no significaba nada para mí, pero sabía lo que tenía que decir.

– Sí, monseigneur. Un gran honor para vos y vuestra familia.

Léon alzó los ojos al artesonado del techo, mientras Jean le Viste movía la mano como para apartar un humo imaginario. Todas mis palabras parecían molestarlo.

– Deseo celebrar ese éxito con una colección de tapices. He reservado esta sala para una ocasión especial.

Me limité a guardar silencio.

– Por supuesto es necesario que el escudo de armas esté presente.

– Por supuesto, monseigneur.

A continuación, Jean le Viste me sorprendió.

– Pero no él solo. Ya hay demasiados ejemplos del escudo de armas sin nada más, tanto aquí como en el resto de la casa -señaló con un gesto los escudos sobre la puerta y la chimenea y algunos tallados en las vigas del techo en los que no había reparado-. No; quiero que sea parte de una escena más amplia, que refleje mi lugar en el corazón de la Corte.

– ¿Una procesión, quizá?

– Una batalla.

– ¿Una batalla?

– Sí. La batalla de Nancy.

Mantuve una expresión pensativa. Incluso sonreí un poco. La verdad es que sabía bien poco de batallas, y nada sobre la de Nancy, ni sobre quiénes habían tomado parte, quién había muerto y quién había resultado vencedor. Había visto cuadros de batallas, pero nunca había pintado ninguno. Caballos, pensé. Tendré que pintar al menos veinte caballos para cubrir las paredes, mezclados con brazos, piernas y armaduras. Me pregunté entonces qué había llevado a Jean le Viste -o a Léon, más probablemente- a elegirme para aquel trabajo. Mi reputación en la Corte es de miniaturista, pintor de retratos diminutos que las damas regalan a los caballeros para que los lleven consigo. Esas miniaturas, alabadas por su delicadeza, están muy solicitadas. Pinto escudos y portezuelas de coches de damas para ganarme unas monedas, pero mi verdadera especialidad es pintar rostros del tamaño de un dedo gordo, utilizando unas pocas cerdas de jabalí y colores mezclados con clara de huevo. Se necesita tener buen pulso, y eso no me falta, incluso después de haberme pasado la noche bebiendo en Le Coq d’Or. Pero la idea de pintar veinte caballos enormes… Empecé a sudar, aunque la habitación estaba fría.

– Estáis seguro de que queréis la batalla de Nancy, monseigneur -dije. No llegaba a ser una pregunta.

Jean le Viste frunció el ceño.

– ¿Por qué no iba a estar seguro?

– Por ningún motivo, monseigneur -respondí muy deprisa-. Pero serán obras importantes y tenéis que estar seguro de que habéis elegido lo que queréis -me maldije por la torpeza de mis palabras.

Jean le Viste resopló.

– Siempre sé lo que quiero. En cuanto a ti, sin embargo…, no parece interesarte mucho este trabajo. Quizá sea mejor buscar otro artista que esté mejor dispuesto.

Volví a hacer una profunda reverencia.

– No, no, monseigneur, me llena de gratitud, por supuesto, que se me proponga para una obra tan espléndida. Estoy seguro de que no soy digno de vuestra amabilidad al pensar en mí. No debéis temer que no ponga todo mi corazón y toda mi cabeza en esos tapices.

Jean le Viste asintió, como si arrastrarse a sus pies fuese la cosa más natural del mundo.

– Te dejo aquí con Léon para arreglar los detalles y medir las paredes – dijo mientras se daba la vuelta para marcharse- espero ver los dibujos preliminares antes de Pascua, el Jueves Santo, y los lienzos para la Ascensión.

Cuando nos quedamos solos, Léon le Vieux rió entre dientes.

– Qué idiota eres.

Con Léon lo mejor es ir directamente al grano y no hacer caso de sus pullas.

– Mis honorarios son diez livres tournois; cuatro ahora, tres cuando termine los dibujos y tres al acabar la obra.

– Cinco livres parisis -respondió Léon muy deprisa-. La mitad cuando termines los dibujos, el resto cuando entregues los lienzos y monseigneur los encuentre satisfactorios.

– De ninguna manera. No puedo trabajar si no se me da un anticipo. Y cobro en livres tournois -era muy de Léon intentar una cosa así-. Las livres de París valen menos.

Léon se encogió de hombros, los ojos alegres.

– Estamos en París, n'est-ce pas? ¿No es lógico usar livres parisis? Al menos yo lo prefiero así.

– Ocho livres tournois, tres ahora, tres con los diseños y dos al final.

– Siete. Te daré dos mañana, luego otras dos y tres al final.

Cambié de tema: siempre es mejor dejar que los mercaderes esperen un poco.

– ¿Dónde se harán los tapices?

– En el norte. Probablemente en Bruselas. Allí están los mejores artesanos.

¿Norte? Me estremecí. Tuve que ir una vez a Tournai por razones de trabajo y me gustó tan poco la luz sin matices y lo desconfiada que era la gente que juré no volver nunca a ningún sitio que quedara al norte de París. Me consoló saber que sólo me correspondía preparar los dibujos y que eso podía hacerse en París. Una vez terminados, no tendría nada más que ver con la fabricación de los tapices.

– Alors, ¿qué sabes de la batalla de Nancy? -preguntó Léon.

Me encogí de hombros.

– ¿Qué más da? Todas las batallas son iguales, n’est-ce pas?

– Eso es como decir que todas las mujeres son iguales.

Sonreí.

– Lo repito: todas las batallas son iguales.

Léon movió la cabeza.

– Me compadezco de tu mujer, el día que la tengas. Ahora dime, ¿qué vas a poner en los tapices?

– Caballos, soldados con armadura, estandartes, picas, espadas, escudos, sangre.

– ¿Qué llevará Luis XI?

– Armadura, por supuesto. Quizá un penacho especial en el casco. No lo sé, a decir verdad, pero conozco a gente que me puede asesorar sobre ese tipo de cosas. Alguien llevará el estandarte real, supongo.

– Espero que tus amigos sean más listos que tú y te cuenten que Luis XI no estuvo en la batalla de Nancy.

– Ah -era el estilo de Léon le Vieux: dejar por idiotas a todas las personas que tenía a su alrededor, excepto a su señor. A Jean le Viste no se le ponía en ridículo.

– Bon -Léon se sacó unos papeles del bolsillo y los dejó sobre la mesa-. Ya he hablado del contenido de los tapices con monseigneur y he realizado algunas mediciones. Tú tendrás que hacerlas con mayor exactitud, como es lógico. Veamos -señaló seis rectángulos que había esbozado muy someramente-. Hay sitio para dos largos aquí y aquí, y cuatro más pequeños. Éste es el orden de la batalla -procedió a explicármela cuidadosamente, sugiriendo escenas para cada uno de los tapices: la distribución de los dos bandos, el ataque inicial, dos escenas del caos de la contienda, la muerte de Carlos el Temerario y el desfile triunfal de los vencedores. Aunque escuché e hice esbozos en el papel por mi cuenta, una parte de mí permaneció al margen, preguntándose qué era lo que me estaba comprometiendo a hacer. No habría mujeres en aquellos tapices, nada en miniatura ni delicado, nada que me resultara fácil pintar. Ganaría mis honorarios con mucho sudor y largas horas.

– Una vez que hayas hecho las imágenes definitivas -me recordó Léon-, tu trabajo habrá terminado. Me encargaré de llevarlas al norte, al tejedor, y su cartonista las ampliará para utilizarlas en el telar.