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El invento de la moqueta
Parece difícil llegar a saber quién inventó la moqueta. Según el diccionario Larousse, la moqueta no es más que «una alfombra que se vende por metros».
Esta definición plasma la naturaleza patética de su existencia.
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Markus era un hombre puntual y le gustaba volver a su casa a las siete y cuarto en punto. Se sabía los horarios del tren de cercanías como otros se saben los perfumes preferidos de su mujer. No le disgustaba esa vida cotidiana idéntica a sí misma. A veces tenía la impresión de ser amigo de esos desconocidos con los que se cruzaba cada día. Aquella tarde tenía ganas de gritar, de contarle su vida a todo el mundo. Su vida con los labios de Nathalie sobre los suyos. Quería levantarse y apearse en una estación cualquiera, así porque sí, sólo para tener la impresión de salirse de la costumbre. Quería estar loco, lo cual era la prueba de que no lo estaba.
Mientras caminaba hacia su casa, volvieron a su mente imágenes de su infancia sueca. Fue bastante rápido. La infancia en Suecia se parece a la vejez en Suiza. Pero, pese a todo, volvió a pensar en aquellos momentos en que se sentaba al fondo de la clase para contemplar la espalda de las chicas. Durante años, había admirado las nucas de Kristina, Pernilla, Joanna y otras muchas chicas cuyos nombres terminaban por A, sin poder nunca rozar siquiera otra letra. No recordaba sus caras. Soñaba con volverlas a ver, sólo para decirles que Nathalie lo había besado; para decirles que no habían sabido ver su atractivo. Ah, qué bonita era la vida.
Una vez delante de su edificio, vaciló. Estamos asediados por un sinfín de cifras que memorizar. Los números de teléfono, las contraseñas de acceso a Internet, las tarjetas de crédito… De modo que, sin remedio, llega un momento en que todo se confunde. Intentas entrar en tu casa utilizando tu número de móvil. Markus, cuyo cerebro estaba perfectamente organizado, se sentía al amparo de esa clase de problema; sin embargo, eso fue exactamente lo que le ocurrió aquella tarde. No había manera de que recordara el código del portero automático. Probó varias combinaciones, en vano. ¿Cómo podía uno olvidar por la tarde aquello que por la mañana recordaba perfectamente? ¿El exceso de información nos empujará ineluctablemente hacia la amnesia? Por fin, llegó un vecino y se colocó delante de la puerta. Podría haber abierto enseguida, pero prefirió saborear ese momento de evidente superioridad. A juzgar por su mirada, uno casi hubiera dicho que recordar el código era señal de virilidad. El vecino se decidió por fin a abrir, y dijo pomposamente: «No, por favor, pase usted primero.» Markus pensó: Gilipollas, si supieras lo que tengo en la cabeza, tengo algo tan bonito que borra todos los datos inútiles… Subió la escalera, y enseguida olvidó el desagradable contratiempo. Seguía sintiéndose ligero y repasaba en su cabeza una y otra vez la escena del beso. Era ya una película de culto en su memoria. Abrió por fin la puerta de su apartamento, y su salón se le antojó muy pequeño comparado con sus ganas de vivir.
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Código de acceso al edificio de Markus:
A9624
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A la mañana siguiente, se despertó muy temprano. Tanto, que ni siquiera estaba seguro de haber dormido. Esperaba el sol con impaciencia, como una cita importante. ¿Qué pasaría hoy? ¿Cuál sería la actitud de Nathalie? ¿Y él, qué debía hacer él? ¿Quién sabe cómo actuar cuando una mujer hermosa te besa sin darte la más mínima explicación? Se sentía asaltado por un sinfín de preguntas, lo cual nunca era buena señal. Tenía que respirar despacio (…) y (…), sí, así, eso es (…), muy bien (…). Y decirse que era simplemente un día como otro cualquiera.
A Markus le gustaba leer. Era un bonito punto en común con Nathalie. Aprovechaba sus trayectos cotidianos en tren para entregarse a esa pasión. Hacía poco había comprado muchos libros, y ahora debía elegir cuál de ellos acompañaría ese gran día. Estaba ese autor ruso que le gustaba mucho, un autor bastante menos leído que Tolstoi o Dostoievski, vaya usted a saber por qué, pero el libro era demasiado gordo. Quería un texto que pudiera leer a salto de mata según le apeteciera, pues sabía que no conseguiría concentrarse. Por ese motivo se decidió por Silogismos de la amargura, de Cioran.
Una vez en la oficina, trató de pasar el mayor tiempo posible junto a la máquina de café. Para que pareciera natural, se tomó varios. Al cabo de una hora, empezó a sentirse un pelín nervioso. Varios cafés cargados y una noche sin dormir nunca son buena combinación. Fue al baño, y se encontró gris. Volvió a su despacho. Hoy no había prevista ninguna reunión con Nathalie. ¿Quizá simplemente debía ir a verla? Utilizar el pretexto del expediente 114. Pero no había nada que decir sobre el expediente 114. Sería una tontería. Ya no aguantaba más estar así, dejándose carcomer por la indecisión. ¡Después de todo, la que tenía que ir a verlo era ella! Ella lo había besado a él, y no al revés. Nadie tiene derecho a actuar así sin dar explicaciones. Era como robar algo y salir corriendo. Era exactamente eso: había salido corriendo de sus labios. Sin embargo, Markus sabía que Nathalie no iría a verlo. Puede que incluso hubiera olvidado ese momento, ¿quizá él no había sido para ella más que un acto gratuito? Su intuición era acertada. Percibía una injusticia terrible en esa posibilidad: ¿cómo podía el acto del beso ser gratuito para ella cuando para él tenía un valor incalculable? Sí, un valor exorbitante. Ese beso estaba ahí, por todas partes dentro de él, moviéndose en el interior de su cuerpo.
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Fragmento de un análisis del cuadro El beso de Gustav Klimt:
La mayoría de las obras de Klimt pueden dar pie a numerosas interpretaciones, pero su utilización anterior del tema de la pareja en el friso Beethoven y el friso Stoclet permite ver en El beso la realización postrera de la búsqueda humana de la felicidad.
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Markus no lograba concentrarse. Quería su explicación. Sólo había una manera de obtenerla: hacerse el encontradizo. Ir y venir delante del despacho de Nathalie, todo el día si era necesario. En algún momento tendría que salir, y entonces… ahí estaría él, de pura casualidad, yendo y viniendo delante de su despacho. Al final de la mañana, estaba empapado en sudor. Pensó de pronto: «¡Así no le voy a causar buena impresión!» Si saliera ahora, se cruzaría con un hombre sudado que perdía el tiempo yendo y viniendo por el pasillo sin hacer nada. Iba a parecer un tipo raro que camina sin motivo.
Después de comer, volvieron a asaltarle atropelladamente los pensamientos de la mañana. Su estrategia era acertada, debía seguir yendo y viniendo por el pasillo. Era la única solución. Es tan difícil caminar fingiendo que se va a alguna parte… Tenía que adoptar un aire preciso y concentrado; lo peor era desplazarse haciendo como si caminara deprisa. Al final de la tarde, agotado ya, se cruzó con Chloé. La joven le preguntó: