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– ¿Estás bien? No sé, te encuentro como… raro.

– Sí, sí, estoy bien. Estoy estirando las piernas un poco. Me ayuda a pensar.

– ¿Sigues con el expediente 114?

– Sí.

– ¿Y qué tal lo llevas?

– Bien. Bueno, más o menos.

– Pues chico, a mí el 108 me está dando un montón de quebraderos de cabeza. Quería hablarlo con Nathalie, pero no ha venido hoy.

– ¿Ah, no? ¿No… ha venido hoy? -preguntó Markus.

– No… Tenía una reunión fuera de París, creo. Bueno, te dejo, voy a ver si soluciono esto.

Markus no reaccionó.

Había caminado tanto que a estas alturas él también habría podido estar fuera de París.

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Tres aforismos de Cioran leídos

por Markus en el tren de cercanías:

El arte de amar

consiste en saber unir a un temperamento

de vampiro

la discreción de una anémona.

*

En el corazón de cada deseo se enfrentan

un monje y un carnicero.

*

El espermatozoide es un bandido en estado puro.

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Al día siguiente, Markus llegó al trabajo con un estado de ánimo muy diferente. No comprendía por qué se había comportado de tan extraña manera. A quién se le ocurría ir y venir sin tregua por un pasillo. El beso lo había alterado mucho, y hay que decir también que últimamente su vida afectiva había sido especialmente tranquila, pero no era razón para mostrarse tan pueril. Debería haber conservado la calma. Seguía queriendo que Nathalie le diera una explicación, pero ya no trataría de cruzarse con ella haciéndose el encontradizo. Sencillamente iría a verla a su despacho.

Llamó con decisión a la puerta. Ella dijo «adelante», y él obedeció sin vacilar. Entonces se encontró cara a cara con un gran problema: Nathalie había ido a la peluquería. Markus siempre había sido muy sensible al cabello. Y tenía ante sí un espectáculo desconcertante: ahora el de Nathalie era completamente liso. De una belleza que quitaba el hipo. Si se lo hubiera recogido, como lo hacía a veces, todo habría sido más sencillo. Pero ante tamaña manifestación capilar, Markus sintió que le faltaba el habla.

– Sí, Markus, ¿qué quería?

Interrumpió sus divagaciones, y al fin pronunció la primera frase que se le ocurrió:

– Me gusta mucho su pelo.

– Gracias, es muy amable.

– No, de verdad: me maravilla.

A Nathalie le sorprendió esa declaración matinal. No sabía si debía sonreír o sentirse incómoda.

– Sí, bueno, ¿y aparte?

– ¿No habrá venido a verme sólo para hablarme de mi pelo?

– No… No…

– ¿Para qué entonces? Le escucho.

– Markus, ¿está usted aquí?

– Sí…

– ¿Y bien?

– Quería saber por qué me besó.

El recuerdo del beso volvió a su memoria, en primer plano. ¿Cómo había podido olvidarlo? Cada instante se recomponía, y Nathalie no pudo contener una mueca de asco. ¿Estaba loca? En los últimos tres años no se había acercado a ningún hombre, ni siquiera había pensado interesarse por nadie, y ahora, de buenas a primeras, había besado a ese colega insignificante. Dicho colega esperaba una respuesta, lo cual era perfectamente comprensible. El tiempo pasaba. Tenía que decir algo.

– No lo sé -confesó en voz baja Nathalie.

Markus había querido una respuesta, un rechazo incluso, pero desde luego no es nada.

– ¿No lo sabe?

– No, no lo sé.

– No puede dejarme así. Tiene que darme una explicación.

No había nada que decir.

Ese beso era como el arte moderno.

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Título de un cuadro de Kasimir Malevich:

Cuadrado blanco sobre fondo blanco (1918)

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Más tarde, Nathalie estuvo reflexionando: ¿por qué ese beso? Porque sí, y nada más. No somos dueños de nuestro reloj biológico interno. En este caso, el del duelo. Nathalie había querido morirse, había intentado respirar, había conseguido respirar, y comer, hasta había sido capaz de reincorporarse al trabajo, de sonreír, de ser fuerte, de ser sociable y femenina, y el tiempo había pasado con esa energía tambaleante de la reconstrucción, hasta el día en que había ido a ese bar; pero había salido huyendo, pues no soportaba el circo de la seducción, convencida como estaba de que nunca más podría interesarle ningún hombre, y, sin embargo, al día siguiente se había puesto a andar sobre la moqueta, así de pronto, un impulso robado a la incertidumbre, había sentido su cuerpo como un objeto de deseo, sus curvas y sus caderas, y hasta había lamentado no poder oír el sonido de sus tacones de aguja. Todo ello había sido repentino, el nacimiento, sin anuncio previo, de una sensación, de una fuerza luminosa.

Y entonces, en ese momento, Markus había entrado en su despacho.

No había nada más que decir. Nuestro reloj biológico no es racional. Es exactamente como la pena de amores: no sabes cuándo se te pasará. En el momento más crudo del dolor, piensas que la herida siempre estará abierta. Y, de pronto, una mañana te extrañas de no sentir ya ese peso terrible. Qué sorpresa darse cuenta de que el dolor ya no está. ¿Por qué ese día? ¿Por qué no más tarde, o antes? Es la decisión totalitaria de nuestro cuerpo. Para ese impulso del beso, Markus no debía buscar una explicación concreta. Había aparecido en el momento adecuado. La mayoría de las relaciones se resumen de hecho a esa simple cuestión del momento adecuado. Markus, que se había perdido tantas cosas en la vida, acababa de descubrir su capacidad de aparecer en el momento ideal en el campo visual de una mujer.

Nathalie había visto el desamparo reflejado en la mirada de Markus. La última vez, se había marchado despacio. Sin hacer ruido. Tan discreto como un punto y coma en una novela de ochocientas páginas. No podía dejarlo así. Se sentía muy incómoda por haber hecho lo que había hecho. Pensó, por otra parte, que era un colega adorable, que respetaba a todo el mundo, y ello hacía que se sintiera aún más culpable por haberle hecho daño. Nathalie lo volvió a llamar a su despacho. Markus se llevó el expediente 114, por si acaso quería verlo por un motivo profesional. Pero el expediente 114 le traía al pairo por completo. De camino al despacho de Nathalie, dio un rodeo por el cuarto de baño para mojarse un poco la cara. Abrió la puerta, curioso por oír lo que tenía que decirle.

– Gracias por venir.

– No hay de qué.

– Quería disculparme. No sabía qué contestarle. Y, para serle sincera, tampoco lo sé ahora…

– …

– No sé por qué actué así. Seguramente fue un impulso físico… pero trabajamos juntos, y debo decir que fue un gesto del todo inapropiado por mi parte.

– Habla como una americana. Eso nunca es buena señal.

Nathalie se echó a reír. Qué réplica más extraña. Era la primera vez que hablaban de otra cosa que no fuera un expediente. Nathalie estaba descubriendo un indicio de la verdadera personalidad de Markus. Tenía que recuperar la seriedad:

– Hablo como la responsable de un equipo de seis personas, del que usted forma parte. Llegó en un momento en que estaba enfrascada en mis pensamientos, y no fui consciente de la realidad del instante.

– Pero si ese instante fue el más real de mi vida -protestó Markus sin pensar. Le salió directo del corazón.

No iba a ser fácil, pensó Nathalie. Era mejor poner punto final a esa conversación. Lo cual hizo rápidamente. Y de manera algo seca. Markus no parecía comprender. Seguía como petrificado en su despacho, buscando en vano las fuerzas para marcharse. A decir verdad, cuando lo había llamado diez minutos antes, se había imaginado que quizá quisiera volver a besarlo. Había viajado en ese sueño, y acababa de comprender ahora, de manera definitiva, que entre ellos ya no habría nada. Había sido una locura pensar lo contrario. Nathalie lo había besado sin motivo. Era difícil de aceptar. Como si te ofrecen la felicidad, para arrebatártela un segundo después. Le habría encantado no conocer jamás el sabor de los labios de Nathalie. Le habría encantado no haber conocido jamás ese instante, pues se daba perfecta cuenta de que iba a necesitar meses para recuperarse de esos pocos segundos.