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– ¿En el reino de los corazones secos?… Nunca le había oído hablar así, Markus.

– No esperará usted que me ponga poético con el expediente 114.

*

El frío modificaba el rostro de ambos. Y agravaba cierta injusticia. Markus se tornaba ligeramente azul, por no decir lívido, mientras que Nathalie palidecía como una princesa neurasténica.

*

– Tal vez sea mejor que volvamos dentro -dijo ella.

– Sí… ¿qué hacemos entonces?

– Pero… pero bueno, ya está bien. No hay nada que hacer. Ya me he disculpado. No hay que hacer tanta historia de un simple incidente.

– ¿Y por qué no? A mí no me importaría leer una historia así.

– Bueno, ya basta, esto acaba aquí. Ni siquiera sé lo que estoy haciendo hablando en esta azotea con usted.

– De acuerdo, esto acaba aquí. Pero después de una cena.

– ¿Qué?

– Cenemos juntos. Y después le prometo que no hablaré más del asunto.

– No puedo.

– Me lo debe… Sólo una cena.

Algunas personas tienen la capacidad extraordinaria de pronunciar una frase como ésa. Una capacidad que impide al otro responder con una negativa. Nathalie sentía en la voz de Markus toda su capacidad de persuasión. Sabía que sería un error aceptar. Sabía que tenía que dar marcha atrás en ese momento, antes de que fuera demasiado tarde. Pero, delante de él, resultaba imposible decirle que no. Además, tenía tanto frío…

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Información concreta acerca del expediente 114:

Se trata de un análisis comparado entre Francia y Suecia de la regulación en entorno rural de las balanzas del comercio exterior en un periodo que abarca desde noviembre de 1967 hasta octubre de 1974.

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Markus pasó por su casa para cambiarse, y ahora estaba parado delante de su armario sin decidirse. ¿Cómo debía vestirse para ir a cenar con Nathalie? Quería ir hecho un pincel. Pero un pincel nada más era poco para ella. Le habría gustado ir hecho diez pinceles al menos, o cuarenta, o incluso mil. Se aturdía a números para olvidar las cuestiones importantes. ¿Debía llevar corbata? No tenía a nadie que le pudiera ayudar. Estaba solo en el mundo, y el mundo era Nathalie. Aunque habitualmente se sentía bastante seguro sobre sus preferencias en lo que a vestimenta se refiere, ahora perdía pie en todo, y tampoco sabía elegir los zapatos. Había perdido la costumbre de vestirse para salir por la noche. Además, la situación no dejaba de ser delicada: Nathalie era también su jefa, lo cual añadía presión al asunto. Por fin logró relajarse diciéndose que la apariencia no tenía por qué ser lo más importante. Que ante todo debía mostrarse relajado y tener conversación sobre temas variados. Sobre todo no había que hablar de trabajo. Quedaba terminantemente prohibido mencionar el expediente 114. No debía dejar que ese tema se impusiera sobre su velada. Pero ¿de qué iban a hablar entonces? No se cambia así como así de entorno. Se iban a sentir como dos carniceros en un congreso de vegetarianos. No, era absurdo. Quizá lo mejor fuera anular la cita. Todavía estaba a tiempo. Podía decir que le había surgido un problema de fuerza mayor. Sí, lo siento, Nathalie. Me habría gustado tanto, bien lo sabe usted, pero bueno, es que hoy mamá ha muerto. No, no, eso no, demasiado violento. Y demasiado Camus, y Camus, para anular una cena, como que no. Mucho mejor Sartre. Esta noche no puedo, tiene que entenderlo, el infierno son los demás. Un tonito existencialista en la voz y colaría. Mientras divagaba de esa manera, se dijo que seguramente ella también debía de haber buscado excusas para anular la cena en el último momento. Pero, por ahora, todavía nada. Habían quedado una hora después, y no había llegado ningún mensaje de Nathalie. Seguramente estaría pensando a ver qué excusa ponerle. O si no, quizá tuviera un problema de batería en su teléfono y por eso no podía avisarle de que le había surgido un imprevisto. Markus siguió dando vueltas nervioso por su habitación un rato más y, al no tener noticias de Nathalie, salió de casa con la sensación de que debía llevar a cabo una misión espacial.

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Markus había elegido un restaurante italiano, no muy lejos de casa de Nathalie. Bastante amable era ya accediendo a cenar con él, no quería que encima tuviera que cruzar la ciudad de punta a punta. Como llegó con tiempo, se pidió dos vodkas en el bar de enfrente. Esperaba que eso le diera fuerzas y, de paso, un poco de ebriedad. El alcohol no le hizo ningún efecto, y fue al restaurante a sentarse a la mesa que había reservado. Y allí, perfectamente lúcido, descubrió a Nathalie, que llegaba puntual a la cita. Enseguida pensó que se alegraba de no estar borracho. No habría querido que la ebriedad socavara el placer de verla aparecer. Avanzaba hacia él… Era tan guapa…

La suya era una belleza como para poner puntos suspensivos por todas partes… Además, Markus pensó que nunca la había visto por la noche. Casi le asombraba que pudiera existir a esas horas. Seguramente era de esa clase de personas que piensan que lo bello se guarda en una caja durante la noche. Pero resultaba obvio que no era así, puesto que Nathalie estaba allí, en ese momento. Delante de él.

Se levantó para saludarla. Nathalie nunca se había fijado en lo alto que era Markus. Hay que decir que la moqueta de la empresa encoge a los empleados. Fuera, todo el mundo parece más alto. Nathalie recordaría durante mucho tiempo esa primera impresión de altura.

– Gracias por venir -no pudo evitar decir él.

– No hay de qué…

– No… lo digo de verdad, sé que trabaja mucho… sobre todo ahora… con el expediente 114…

Ella le lanzó una mirada.

Markus se echó a reír, algo incómodo. Y eso que me había jurado no hablar del expediente… Dios mío, soy ridículo…, pensó.

Nathalie sonrió también. Era la primera vez, desde la muerte de François, que se encontraba en la posición de tener que tranquilizar a alguien. Seguro que le sentaba bien hacerlo. Su apuro le resultaba conmovedor. Se acordó de la cena con Charles, de lo seguro que aparentaba estar, y se sintió mejor. Mejor por estar cenando con un hombre que la miraba de la misma manera que lo haría un político que hubiera constatado su victoria en unas elecciones a las que no se había presentado.

– Es mejor no hablar del trabajo -dijo ella.

– Entonces ¿de qué hablamos? ¿De nuestros gustos? Lo de los gustos está muy bien para empezar una conversación.

– Sí… bueno, se me hace un poco raro pensar así en temas de los que podemos hablar.

– La búsqueda de un tema de conversación me parece un buen tema de conversación.

A Nathalie le gustaba esa frase y la forma en que la había pronunciado. Dijo:

– Pues el caso es que es usted gracioso.

– Gracias. ¿Tan siniestro parezco?

– Un poco… sí -dijo ella, sonriendo.

– Volvamos a los gustos. Más vale.

– Voy a decirle algo. Ya no pienso mucho en lo que me gusta y lo que no me gusta.

– ¿Puedo hacerle una pregunta?

– Sí.

– ¿Es usted nostálgica?

– No, creo que no.

– Pues llamándose Nathalie, es más bien raro.

– ¿Ah, sí?

– Sí, las Nathalies tienen una clara tendencia a la nostalgia.

De nuevo, Nathalie sonrió. Ya no tenía costumbre de sonreír. Pero las cosas que decía ese hombre eran a menudo desconcertantes. Nunca se podía saber con lo que iba a salir. Pensó que, en su cerebro, sus palabras eran como bolas de la lotería antes de caer del bombo. ¿Tendría más teorías sobre ella? La nostalgia. Reflexionó sinceramente sobre su relación con la nostalgia. Markus la había proyectado de repente a imágenes del pasado. Instintivamente, pensó en el verano de sus ocho años, cuando se había marchado con sus padres a América, dos meses fabulosos que habían pasado recorriendo los grandes espacios del Oeste. Esas vacaciones habían estado marcadas por una pasión: la de los Pez. Esos caramelitos metidos en un dispensador en forma de figurita. Basta apretar sobre la cabeza para que el juguete suelte un caramelo. Ese objeto marcaba la identidad del verano. Nunca más había encontrado esos caramelos. Nathalie evocó ese recuerdo justo cuando apareció el camarero.