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– ¿Saben ya lo que van a tomar? -preguntó éste.

– Sí. Dos risottos con espárragos. Y de postre… tomaremos Pez -dijo Markus.

– ¿Tomarán qué?

– Pez.

– No tenemos… pez de postre, señor.

– Pues es una pena -concluyó Markus.

El camarero se alejó, algo molesto. En su interior, el sentido profesional y el sentido del humor eran como dos rectas paralelas. No entendía qué hacía una mujer así con un hombre como ése. Seguro que era productor de cine, y ella, actriz. Tenía que haber una razón profesional para cenar con un fenómeno masculino tan extraño como aquél. ¿Y qué era eso de tomar pez de postre? No le había gustado nada esa broma. Conocía bien a esa clase de clientes que se divierten rebajando a los camareros. Se iba a enterar el tipejo ese, las cosas no iban a quedar así.

A Nathalie le parecía que la velada se estaba tornando encantadora. Markus le parecía muy divertido.

– ¿Sabe?, es sólo la segunda vez que salgo en tres años.

– ¿Quiere añadirme más tensión todavía?

– No, hombre, si va todo muy bien.

– Mejor que mejor. Me las voy a apañar para conseguir que se lo pase bien esta noche, porque si no volverá usted a hibernar otros tres años más.

Entre ellos era todo muy natural. Nathalie se sentía bien. Markus no era ni un amigo ni alguien por quien se planteara dejarse seducir. Era un mundo cómodo, un mundo sin ningún vínculo con su pasado. Se daban por fin todas las condiciones para una velada indolora.

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Ingredientes del risotto de espárragos:

200g de arroz arborio (o arroz redondo)

500g de espárragos

100g de piñones

1 cebolla

20cl de vino blanco seco

10cl de nata líquida

80g de parmesano rayado

aceite de avellanas

sal

Pimienta

*

Ingredientes de las tejas de parmesano:

80g de parmesano rayado

50g de piñones

2 cucharadas soperas de harina

Unas gotas de agua

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Markus había observado a Nathalie a menudo. Le gustaba verla andar por los pasillos con sus trajes sastre, tremendamente sexy. La imagen de Nathalie que poblaba sus fantasías chocaba frontalmente con su imagen real. Como todo el mundo, sabía por lo que había pasado. Sin embargo, él siempre había visto en ella tan sólo lo que Nathalie mostraba: a una mujer muy segura de sí misma que comunicaba seguridad a los demás. Al descubrirla de pronto en otro entorno en el que no tenía que aparentar tanto, sintió que podía acceder a su fragilidad. De manera ínfima, es cierto, pero en momentos muy fugaces, Nathalie bajaba la guardia. Cuanto más se relajaba, más afloraba su verdadera naturaleza. Sus debilidades, las de su dolor, aparecían paradójicamente junto con sus sonrisas. En un efecto de péndulo, Markus empezó a adoptar un papel más fuerte, casi protector. Frente a ella, se sentía divertido y vivo, viril incluso. Le hubiera gustado vivir toda su vida con la energía de esos minutos.

En su papel de hombre-que-toma-las-riendas- de-la-situación, algún error tenía que cometer. Al pedir una segunda botella, se hizo un lío con los nombres de los vinos. Había fingido ser un conocedor, y el camarero no había dudado en lanzarle una pulla que ponía de manifiesto su ignorancia. Fue su pequeña venganza personal. Ello irritó profundamente a Markus, tanto es así que, cuando el camarero trajo la botella, se aventuró a decir:

– Ah, gracias. Teníamos sed. Y vamos a beber a su salud.

– Gracias, es muy amable por su parte.

– No, no es muy amable por mi parte. Hay una tradición en Suecia según la cual todo el mundo puede cambiar de lugar en cualquier momento. Nada es definitivo nunca. Y usted que está de pie, algún día podría estar sentado. De hecho, si quiere, me levanto ahora mismo y le dejo mi sitio.

Markus se levantó de pronto, y el camarero no supo cómo reaccionar. Esbozó una sonrisa incómoda y dejó la botella en la mesa. Nathalie se echó a reír, sin comprender del todo la actitud de Markus. Le había gustado esa irrupción de lo grotesco. Cederle su asiento al camarero era tal vez la mejor forma de ponerlo en su sitio. Le gustó ese momento, que consideraba poético. Le parecía que Markus tenía un aire y una actitud un poco «país del Este», absolutamente encantadores. En su Suecia había como un toque de Rumania o de Polonia.

– ¿Está seguro de que es sueco? -le preguntó.

– Cómo me alegra que me haga esta pregunta. No imagina cuánto. Es la primera persona que pone en duda mis orígenes… Es usted de verdad fantástica.

– ¿Tan duro es ser sueco?

– No se puede hacer una idea. Cuando vuelvo a mi país, todo el mundo me dice que soy la alegría de la huerta. ¿Se da cuenta? ¿Yo, la alegría de la huerta?

– Ya veo.

– Allí, ser siniestro es una vocación.

La velada prosiguió así, alternando los momentos de descubrimiento del otro y aquellos en que uno está tan a gusto que parece que ya lo conoce. Aunque Nathalie había pensado regresar temprano, ya era más de medianoche. A su alrededor, los demás clientes se iban marchando. El camarero trató de darles a entender sin ninguna educación que tenían que ir pensando en irse ellos también. Markusse levantó para ir al baño, y pagó la cuenta. Lo hizo con mucha elegancia. Una vez en la calle, se ofreció a acompañarla hasta su casa en un taxi. Era tan atento. Delante de su portal, le puso una mano en el hombro y la besó en la mejilla. En ese instante comprendió lo que ya sabía: estaba locamente enamorado de ella. A Nathalie le pareció que cada una de las atenciones de ese hombre había sido delicada. De verdad se había sentido feliz pasando esa velada con él. No alcanzaba a pensar nada más. Tendida en su cama, le mandó un sms para darle las gracias. Y apagó la luz.

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Sms enviado por Nathalie a Markus después de su primera cena:

Gracias por esta velada tan bonita.

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Él respondió simplemente: «Gracias por haberla hecho bonita.» Le habría gustado responder algo más original, algo más divertido, algo más conmovedor, algo más romántico, algo más literario, algo más ruso, algo más malva. Pero bueno, lo que escribió iba muy bien con el tono del momento. Tendido en su cama, Markus supo que no sería capaz de dormirse: ¿cómo ir hacia el sueño cuando acababa de separarse de él?

Logró dormir un poco, pero lo despertó una angustia. Cuando una cita sale bien, estás loco de contento. Y luego, progresivamente, la lucidez te lleva a anticipar la continuación de los acontecimientos. Si la cosa sale mal, al menos está muy claro: ya no vuelves a quedar. Pero, cuando sale bien, ¿cómo actuar? Toda la seguridad y las certezas adquiridas a lo largo de la cena se dispersaron durante la noche: no habría que cerrar nunca los ojos. Ese sentimiento se materializó en una acción sencilla. A primera hora del día siguiente, Nathalie y Markus se cruzaron en el pasillo. Uno iba hacia la máquina de café, y el otro volvía. Tras intercambiar unas sonrisas incómodas, pronunciaron un buenos días ligeramente exagerado. Ninguno de los dos fue capaz de decir una sola palabra más, de encontrar una anécdota que pudiera desembocar en un tema de conversación. Nada, o menos que nada. Ni siquiera una alusioncita mínima al tiempo, una palabrita sobre las nubes o el soclass="underline" no, nada, no había esperanza de mejora alguna. Se separaron con ese malestar, ese apuro. No habían tenido nada que decirse. Algunos lo llaman el vacío sideral del después.