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Fecha de estreno de la película de Claude Lelouch
Un hombre que me gusta,
con Jean-Paul Belmondo y Annie Girardot
3 de diciembre de 1969
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Después de que Nathalie se marchara, Charles permaneció largo rato inmóvil. Era del todo consciente de que no había sabido llevar esa conversación. Se había mostrado torpe. Sobre todo había sido incapaz de decirle lo que sentía de verdad: «Sí que es asunto mío. No quisiste salir conmigo porque no querías volver a estar con un hombre. De modo que sí, claro que tengo derecho a saber lo que sientes. Tengo derecho a saber lo que te gusta de él, lo que no te gusta de mí. Sabes muy bien cuánto te he querido, y lo duro que ha sido para mí. Así que me debes una explicación, no te pido más.» Esto era más o menos lo que le hubiera gustado decir. Pero así son las cosas: siempre vamos con cinco minutos de retraso con respecto a nuestras conversaciones sentimentales.
No podía trabajar. Después de aclarar las cosas con Nathalie, aquella noche en que había habido tantos empates en la liga de fútbol, se había resignado. Ello había originado incluso en su vida, por lo absurdo del mecanismo sensual, un renacer con su mujer. Durante semanas, no habían dejado de hacer el amor, de reencontrarse a través del cuerpo. Se podía hablar incluso de una época magnífica. A veces es mucho más emocionante recuperar un viejo amor que descubrir uno nuevo. Y luego la agonía se había reanudado despacio, como una risa malévola: ¿cómo habían podido creer que volvían a quererse? Aquello había sido una transición, un paréntesis en forma de desesperación disfrazada, una ligera llanura entre dos montañas patéticas.
Charles se sentía desgastado y cansado. Estaba hasta el gorro de Suecia y de los suecos. De su estresante costumbre de intentar siempre mantener la calma, de no gritar nunca al teléfono. Esa manera que tenían de ser tan «zen», y de ofrecer masajes a los empleados. Todo ese buen rollo empezaba a ponerlo nervioso. Echaba de menos la histeria mediterránea, y a veces soñaba con hacer negocios con vendedores de alfombras. En ese contexto había encajado la información sobre la vida privada de Nathalie. Desde entonces, no dejaba de pensar en ese hombre, ese tal Markus. ¿Cómo había conseguido, con un nombre tan estúpido, seducir a Nathalie? No se lo había querido creer. Tenía motivos para saber que el corazón de Nathalie era como un espejismo de oasis; en cuanto te acercabas, se desdibujaba. Pero eso era distinto. Su reacción exagerada parecía confirmar el rumor. Oh, no, no podía ser. Nunca podría soportarlo. «¿Cómo lo ha conseguido?», no dejaba de repetirse Charles. El sueco debía de haberla embrujado, o algo así. Debía de haberla dormido, hipnotizado, debía de haberle dado un bebedizo. Sólo podía ser eso. La había encontrado tan distinta. Sí, quizá fuera eso lo que más le había dolido: ya no era su Nathalie. Algo había cambiado. Una verdadera modificación. Así que no veía más que una solución: llamar a su despacho a ese tal Markus para ver de qué pie cojeaba. Para descubrir su secreto.
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Número de lenguas, entre ellas el sueco,
en las que se puede leer
La modificación de Michel Butor,
premio Renaudot 1957:
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Markus había sido educado según el principio de que no hay que llamar la atención. Que por dondequiera que uno vaya, tiene que mostrarse discreto. La vida debía ser como un pasillo. Por eso, claro, cuando el director lo llamó a su despacho, le entró el pánico. Podía ser un hombre, podía tener sentido del humor y de la responsabilidad, se podía contar con él, pero en cuanto se trataba de la relación con la autoridad, volvía a ser un niño. En ebullición, lo asaltaban numerosas preguntas: ¿Por qué quiere verme? ¿Qué he hecho? ¿Será que he gestionado mal la parte de seguros del expediente 114? ¿Habré ido demasiado al dentista últimamente? El sentimiento de culpa lo invadía por todas partes. Y quizá fuera ésa la verdadera naturaleza de su personalidad: la absurda sensación, planeando siempre por encima de él, de que estaba a punto de caerle un castigo.
Llamó a su manera, siempre con dos dedos. Charles le dijo que pasara.
– Hola, vengo a verle… como me ha…
– Ahora mismo no tengo tiempo… tengo una cita.
– Ah, muy bien.
– …
– Bueno, pues entonces me voy. Ya volveré más tarde.
Charles echó a ese empleado porque no tenía tiempo de verlo. Esperaba al famoso Markus, sin imaginarse ni por un segundo que acababa de verlo. Además de haber conquistado el corazón de Nathalie, el muy gilipollas tenía la osadía de no presentarse cuando lo llamaba a su despacho. ¿Qué clase de rebelde podía ser? Eso no iba a quedar así. ¿Quién se creía que era? Charles llamó por teléfono a su secretaria:
– He pedido a un tal Markus Lundell que viniera a verme a mi despacho, y todavía no ha aparecido. ¿Puede averiguar qué pasa?
– Pero si le ha pedido que se marche.
– No, no ha venido.
– Sí que ha venido. Acabo de verlo salir de su despacho.
Charles se quedó entonces un momento ausente, como si una ráfaga de viento hubiera atravesado su cuerpo. El viento del norte, claro. Estuvo a punto de darle un vahído. Le pidió a su secretaria que volviera a llamarlo. Markus, que acababa de sentarse en su silla, tuvo que levantarse otra vez. Se preguntó si su jefe no querría burlarse de él. Pensó que tal vez estuviera cabreado con los accionistas suecos y que se vengaba sobre uno de los empleados oriundos de ese país. Markus no quería ser un yoyó. Si eso seguía así, al final tendría que ceder a las presiones de Jean-Pierre, el sindicalista de la segunda planta.
Volvió a entrar en el despacho de Charles. Éste tenía la boca llena. Intentaba calmarse comiendo un Krisproll. Uno suele tratar de relajarse con cosas que lo ponen nervioso. Temblaba, se movía intranquilo y dejaba caer migas de la boca. Markus se quedó estupefacto. ¿Cómo un hombre así podía dirigir la empresa? Pero el más estupefacto de los dos era por supuesto Charles. ¿Cómo un hombre así podía dirigir el corazón de Nathalie? De ambas estupefacciones nació un momento suspendido en el tiempo, en el que nadie hubiera podido imaginar lo que iba a ocurrir a continuación. Markus no sabía qué esperar. Y Charles no sabía lo que iba a decir. Estaba sobre todo muy asombrado: Pero ¿cómo es posible? Pero si es repulsivo… No tiene forma… es blandengue, se ve que es blandengue… Oh, no, no es posible… Y esa manera que tiene de mirar a la gente, como de lado… Oh, no, qué horror… No le pega nada a Nathalie este hombre… Nada de nada, no, no… Ah, pero qué asco… Vamos, ni hablar de que este tipo siga pululando alrededor de Nathalie… Ni hablar… Lo voy a mandar de vuelta a Suecia… Sí, eso es… un trasladito, mira tú qué bien… ¡Mañana mismo te traslado, chaval!