Habló de todo eso con mucha sinceridad. Markus comprendió que había que hablar de Nathalie. Un nombre femenino, y la noche parece infinita. Pero ¿qué podía decir de ella? Apenas la conocía. Habría podido confesar simplemente: «Se equivoca… no se puede decir de verdad que estemos juntos… Por ahora no ha habido más que tres o cuatro besos… y si supiera lo raro que ha sido todo…», pero de su boca no salía sonido alguno. Le costaba hablar de ella, se daba cuenta de repente. Su jefe había apoyado la cabeza en su hombro, incitándolo a sincerarse. Markus se esforzó entonces por contarle, a su vez, su versión de su vida con Nathalie. Su análisis de todos los momentos nathalianos. Inesperadamente, lo asaltó de pronto una multitud de recuerdos. Instantes fugaces de hacía ya mucho tiempo, mucho antes del impulso del beso.
La primera vez. Su entrevista de selección la hizo con ella. Markus se dijo enseguida: «Nunca podría trabajar con una mujer así.» No le salió bien, pero Nathalie tenía la consigna de contratar a un sueco. De modo que Markus estaba en la empresa por una cuestión de cupos. Pero él no lo sabía. Su primera impresión lo persiguió durante meses. Pensaba ahora en su manera de recogerse los mechones de pelo detrás de la oreja. Ese gesto lo había fascinado. En las reuniones de grupo, esperaba que lo volviera a hacer, pero no, había sido una gracia única. Se acordaba también de otros gestos, como el de colocar el montón de expedientes en un rincón de la mesa, o el de humedecerse los labios rápidamente antes de beber, o el tiempo que se tomaba para respirar entre dos frases, y la manera que tenía a veces de pronunciar las eses, sobre todo al final del día, y su sonrisa de cortesía, la de dar las gracias, y sus tacones de aguja, oh, sí, sus tacones de aguja que glorificaban sus pantorrillas. Odiaba la moqueta de la empresa, y hasta se había preguntado un día: «Pero ¿quién narices habrá inventado la moqueta?» Y tantas cosas, tantas y tantas cosas. Sí, ahora se acordaba de todas ellas, y se daba cuenta de que había acumulado mucha fascinación por Nathalie. Cada día junto a ella había sido la conquista inmensa aunque disimulada de un verdadero imperio sentimental.
¿Cuánto tiempo había hablado de ella? Markus no lo sabía. Al volver la cabeza, se dio cuenta de que Charles se había quedado dormido. Como un niño que se duerme escuchando un cuento. Para que no cogiera frío, siempre tan atento, Markus lo cubrió con su chaqueta. En el silencio tan ansiado, observó a ese hombre sobre cuyo poder había fantaseado. Él que tan a menudo había sentido los pulmones como en un embudo, que había pensado tantas veces en la vida de los demás con envidia, se daba cuenta ahora de que no era el más desgraciado. Que hasta le gustaba la rutina. Esperaba estar con Nathalie pero, de no ser así, no se derrumbaría. Febril y frágil por momentos, Markus tenía pese a todo cierta fuerza. Algo así como una estabilidad, una calma. Algo que permite no poner en peligro los días. ¿Para qué agobiarse cuando todo es absurdo?, se decía a veces, sin duda por haber leído demasiado a Cioran. La vida puede ser hermosa cuando se conoce el inconveniente de haber nacido. La visión de Charles dormido reafirmaba ese sentimiento de seguridad en sí mismo, que iba a crecer en él con más fuerza todavía.
Dos mujeres de unos cincuenta años se acercaron a ellos para tratar de entablar conversación, pero Markus les indicó con un gesto que no hicieran ruido. Era sin embargo un local con música. Charles se incorporó por fin, sorprendido de abrir los ojos en ese lugar tan extraño y cálido a la vez. Vio a Markus, que había velado su sueño, y constató la presencia de la chaqueta del sueco sobre sus hombros. Sonrió, y ese simple esbozo en las facciones le recordó que le dolía la cabeza. Ya iba siendo hora de marcharse. Había amanecido. Llegaron juntos a la oficina. Al salir del ascensor, se despidieron estrechándose la mano.
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Un poco más tarde aquella misma mañana, Markus se dirigió a la máquina de café. Reparó enseguida en que los empleados se apartaban a su paso. Era Moisés ante el mar Rojo. La metáfora puede parecer exagerada, pero hay que entender lo que ocurría. Hete aquí que Markus, un empleado tan discreto como soso, del que a menudo se había podido decir que era de lo más corriente, en menos de un día había quedado para salir con una de las mujeres más guapas de la empresa, si no la más guapa (y, para más inri, se consideraba que esa mujer estaba como muerta para el juego de la seducción) y para cenar con el director general. Hasta se los había visto llegar juntos por la mañana, y ello bastaba para aportar connotaciones tendenciosas al cotilleo. Era mucho para un solo hombre. Todo el mundo lo saludaba, todo el mundo le hablaba, que si buenos días qué tal estás, que si qué tal vas con el expediente 114. De repente, la gente se interesaba por ese dichoso expediente, y hasta por el más mínimo gesto de Markus. Tanto es así que éste, en mitad de la mañana, estuvo a punto de desmayarse. Añadida a una noche en vela, la transformación había sido demasiado radical y repentina. Era como si recuperara de pronto, condensados en unos pocos minutos, años y años de impopularidad. Por supuesto, nada de eso podía ser natural. Tenía que haber una razón, algún motivo turbio. Se rumoreaba que era un topo al servicio de los suecos, que era el hijo del accionista más importante, que estaba gravemente enfermo, que era muy conocido en su país como actor de cine porno, que había sido elegido para representar a la humanidad en Marte y también que era íntimo de Natalie Portman.
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Declaración de la actriz Isabelle Adjani, en un programa televisivo, el 18 de junio de 1987:
«Lo terrible para mí hoy es tener que venir a este plato para decir "no estoy enferma", como si dijera "no soy culpable de ningún crimen".»
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Nathalie y Markus se vieron para almorzar. Markus estaba cansado, pero no se le cerraban los ojos. Nathalie no podía creer que la cena hubiera durado toda la noche. ¿Quizá con él las cosas siempre fueran así? Quizá con él nada fuera previsible. Hubiera querido reírse de ello, pero no le gustaba demasiado lo que veía. Se sentía tensa, incómoda por la agitación que los rodeaba. Le recordaba la mezquindad de la gente después del entierro de François. Las manifestaciones de compasión, algo excesivas. Quizá fuera una locura, pero veía en ello como un vestigio del tiempo en que los franceses habían colaborado con los alemanes durante la ocupación. Al observar ciertas reacciones, Nathalie se decía: «Si hubiera de nuevo una guerra, todo sería exactamente igual.» Su sentimiento quizá fuera exagerado, pero la velocidad del rumor, aunada a una buena dosis de maldad, le inspiraba un asco en consonancia con ese periodo tan turbio de la historia de Francia.