Cuando volvió en sí, vio a sus padres. Y a los de François. Un momento antes, estaba leyendo, y ahora de pronto ya no estaba en su casa. La realidad se recompuso. Quiso dar marcha atrás en el sueño, marcha atrás en el domingo. No era posible. No era posible, eso es lo que no dejaba de repetirse en una letanía alucinatoria. Le explicaron que François estaba en coma. Que nada estaba perdido, pero ella se daba perfecta cuenta de que todo había acabado. Lo sabía. No tenía el valor de luchar. ¿Para qué? Mantenerlo con vida una semana. ¿Y luego qué? Lo había visto. Había visto su inmovilidad. No se vuelve de una inmovilidad como ésa. Se queda uno así para siempre.
Le dieron calmantes. Todo y todos a su alrededor estaban deshechos. Y había que hablar. Consolarse. Nathalie no tenía fuerzas para ello.
– Voy a quedarme a su lado. Para velarlo.
– No, no sirve de nada. Es mejor que vayas a casa a descansar un poco -le dijo su madre.
– No quiero descansar. Tengo que quedarme aquí, tengo que quedarme aquí.
Al decir eso, estuvo a punto de desmayarse. El médico trató de convencerla de que se marchara con sus padres. Ella preguntó: «Pero ¿y si se despierta, y no estoy aquí?» Hubo entonces un silencio incómodo. Nadie creía que pudiera despertar. Trataron, en vano, de tranquilizarla: «La avisaremos enseguida, pero ahora de verdad lo mejor es que descanse un poco.» Nathalie no contestó. Todos la animaban a tumbarse, a abandonarse al movimiento horizontal. Se marchó, pues, con sus padres. Su madre le hizo un caldo que no pudo ni probar. Se tomó otros dos calmantes, y se desplomó sobre su cama. En su habitación, la de su infancia. Por la mañana todavía era una mujer. Y ahora se dormía como una niña.
15
Frases que pudo haber dicho François antes de irse a correr:
Te quiero.
*Te adoro.
*El esfuerzo tiene su recompensa.
*¿Qué hay de cena esta noche?
*Disfruta de tu libro, amor mío.
*Todavía no me he ido y ya te echo de menos.
*No pienso dejar que me atropellen.
*Urge ir a cenar con Bernard y Nicole.
*A ver si leo yo también un poco de vez en cuando.
*Hoy sobre todo voy a trabajar bien los gemelos.
*Esta noche vamos a por el niño.
16
Unos días después, murió. Nathalie estaba ida, atontada por los calmantes. No dejaba de pensar en el último instante que habían pasado juntos. Era demasiado absurdo. ¿Cómo podía tanta felicidad hacerse pedazos de esa manera? Terminarse con el espectáculo ridículo de un hombre dando saltitos en un salón. Y esas últimas palabras susurradas al oído. Nathalie no las recordaría nunca. Quizá simplemente François le soplara en la nuca. En el momento de marcharse sin duda era ya sólo un fantasma. Una forma humana, desde luego, pero que no produce más que silencio porque la muerte ya está ahí.
El día del entierro no faltaba nadie. Se congregaron todos en la región donde François había pasado su infancia. Le habría alegrado ver a tanta gente, se dijo Nathalie. Pero no, era absurdo pensar esas cosas. ¿Cómo puede un muerto alegrarse de nada? Se está descomponiendo entre cuatro tablas de madera: ¿cómo podría estar contento? Mientras seguía al féretro, rodeada por los suyos, a Nathalie se le pasó por la cabeza otra idea: son los mismos invitados que en nuestra boda. Sí, están todos aquí. Exactamente igual. Unos años después, volvemos a reunimos, y algunos seguramente van igual vestidos que entonces. Habrán sacado del armario su único traje oscuro, que lo mismo vale para la felicidad que para la desgracia. Única diferencia: el tiempo. Hoy el sol era radiante, hacía casi calor. Demasiado para el mes de febrero. Sí, el sol brillaba sin descanso. Y Nathalie, que lo miraba de frente, hasta casi quemarse los ojos, dejaba que un halo de luz fría le nublara la vista.
Lo enterraron, y ya está, eso fue todo.
Después del entierro Nathalie sólo tenía ganas de estar sola. No quería volver a casa de sus padres. Ya no quería sentir más su mirada compasiva. Quería esconderse, encerrarse, vivir en una tumba. Unos amigos la llevaron a su casa. Durante todo el trayecto en coche, nadie supo qué decir. El conductor propuso poner un poco de música. Pero, enseguida, Nathalie le pidió que la quitara. Era insoportable. Cada canción le recordaba a François. Cada nota era el eco de un recuerdo, de una anécdota, de una risa. Se dio cuenta entonces de que sería horrible. En siete años de vida en común, François había tenido tiempo de desperdigarse por todas partes, de dejar huella en cada bocanada de aire. Nathalie comprendió que no podría vivir nada que le hiciera olvidar su muerte.
Sus amigos la ayudaron a subir sus cosas, pero no quiso que entraran.
– No os invito a quedaros. Estoy cansada.
– ¿Nos llamarás si necesitas algo, lo que sea?
– Sí.
– ¿Prometido?
– Sí, prometido.
Les dio las gracias y se despidió con un beso. Cuando por fin se quedó sola, se sintió aliviada. Otros no habrían soportado la soledad en ese momento. Nathalie soñaba con estar sola. Y, sin embargo, la situación lo hacía todo más insostenible. Recorría el salón, y todo estaba ahí. Exactamente igual que antes. No se había movido nada. La manta seguía sobre el sofá. También la tetera, sobre la mesa baja, con el libro que estaba leyendo. Le impresionó especialmente ver el señalador. El libro quedaba así dividido en dos; la primera parte la había leído mientras aún vivía François. Y, en la página 321, François había muerto. ¿Qué hay que hacer en esos casos? ¿Puede alguien proseguir la lectura de un libro interrumpido por la muerte de su marido?
17
Nadie escucha a los que dicen querer estar solos. La voluntad de soledad sólo puede ser una pulsión patológica. Por mucho que Nathalie se esforzara por tranquilizar a todo el mundo, la gente se empeñaba en ir a visitarla. Y, por consiguiente, la obligaba a hablar. Pero ella no sabía qué decir. Le daba la impresión de que iba a tener que volver a empezar todo desde cero, incluido el aprendizaje del habla. Quizá tuvieran todos razón, en el fondo, al obligarla a ser un poco sociable, a lavarse, a vestirse, a recibir visitas. Sus amigos y conocidos se iban turnando, era tan obvio que daba hasta miedo. Nathalie se imaginaba una especie de comité de crisis que gestionaba el drama con ayuda de una secretaria, seguramente su madre, que lo anotaba todo en una agenda gigante, con el fin de alternar hábilmente las visitas familiares con las de amigos. Oía a los miembros de esta secta de apoyo hablar entre sí, comentar sus más mínimos gestos: «¿Qué tal está?»; «¿Qué hace?»; «¿Qué come?» Le daba la impresión de haberse convertido de pronto en el ombligo del mundo, cuando su propio mundo había dejado de existir.
De entre sus visitantes, Charles fue de los más asiduos. Pasaba a verla cada dos o tres días. Era también una manera, según él, de mantenerla en contacto con el entorno profesional. Le hablaba de la evolución de los asuntos que estaban tratando entonces, y ella lo miraba como si estuviera loco. ¿Qué narices le importaba a ella que el comercio exterior chino estuviera atravesando una crisis? ¿Acaso le iban a devolver los chinos a su marido? No. Bueno, pues entonces, de nada servía. Charles se daba perfecta cuenta de que Nathalie no lo escuchaba, pero sabía que, poquito a poco, su estrategia daría sus frutos. Sabía que le destilaba, como en una transfusión gota a gota, elementos de realidad. Que China, e incluso Suecia, volverían a formar parte del horizonte de Nathalie. Charles se sentaba muy cerca de ella: