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No quiero, no; renuncio a tragar ese polvo, esa tierra dolorosa, esa arena mordida, esa seguridad de vivir con que la carne comulga cuando comprende que el mundo y este cuerpo ruedan como ese signo que el celeste ojo no entiende.
No quiero no, clamar, alzar la lengua, proyectarla como esa piedra que se estrella en la frente, que quiebra los cristales de esos inmensos cielos tras los que nadie escucha el rumor de la vida.
Quiero vivir, vivir como la hierba dura, como el cierzo o la nieve, como el carbón vigilante, como el futuro de un niño que todavía no nace, como el contacto de los amantes cuando la luna los ignora.
Soy la música que bajo tantos cabellos hace el mundo en su vuelo misterioso, pájaro de inocencia que con sangre en las alas va a morir en un pecho oprimido.
Soy el destino que convoca a todos los que aman, mar único al que vendrán todos los radios amantes que buscan a su centro, rizados por el círculo que gira como la rosa rumorosa y total.
Soy el caballo que enciende su crin contra el pelado viento, soy el león torturado por su propia melena, la gacela que teme al río indiferente, el avasallador tigre que despuebla la selva, el diminuto escarabajo que también brilla en el día.
Nadie puede ignorar la presencia del que vive, del que en pie en medio de las flechas gritadas, muestra su pecho transparente que no impide mirar, que nunca será cristal a pesar de su claridad, porque si acercáis vuestras manos, podréis sentir la sangre.

VERBENA

Vasos o besos, luces o escaleras, todo sin música asciende cautamente a esa región serena donde aprisa se retiran los bordes de la carne.
Un carroussel de topes, un límite o verbena, una velocidad hecha de gritos, un color, un color hecho de estopa, por donde una voz bronca escupe esparto.
Espérame, muchacha conocida, fuerte raso crujiente con zapatos, con un tierno charol que casi gime, cuando roza mi rostro sin pesarme.
Un columpio de sangre emancipada, una felicidad que no es de cobre, una moneda lírica o la luna resbalando en los hombros como leche.
Un laberinto o mármol sin sonido, un hilo de saliva entre los árboles, un beso silencioso que se enreda olvidando sus alas como espejos.
Un alimento o roce en la garganta, blanco o maná de tímidos deseos que sobre lengua de calor callado se deshace por fin como la nieve.
Polvo o claror, la feria gira cauta bajo fiebre de lunas o pescados, sintiendo la humedad de la caricia cuando el alba desnuda avanza un muslo.
Los senos de cartón abren sus cajas, pececillos innúmeros palpitan, de los labios se escapan flores verdes que en los vientres arraigan como dichas.
Un clamor o sollozo de alegría, frenesí de las músicas y el cuerpo, un rumor de clamores asesinos mientras cuchillos aman corazones.
Flores-papel girantes como ojos sueñan párpados, sangres, albahacas; ese clamor caliente ciñe faldas del tamaño de labios apretados.
Agua o túnica, ritmo o crecimiento, algo baja del monte de la dicha, algo inunda las piernas sin metralla y asciende hasta el axila como aroma.
Cuerpos flotan, no presos, no arañados, no vestidos de espinas o caricias, no abandonados, no, sobre la luna, que -en tierra ya- se ha abierto como un cuerpo.

MAR EN LA TIERRA

No, no clames por esa dicha presurosa que está latente cuando la oscura música no modula, cuando el oscuro chorro pasa indescifrable como un río que desprecia el paisaje.
La felicidad no consiste en estrujar unas manos mientras el mundo sobre sus ejes vacila, mientras la luna convertida en papel siente que un viento la riza sonriendo.
Quizá el clamoroso mar que en un zapato intentara una noche acomodarse, el infinito mar que quiso ser rocío, que pretendió descansar sobre una flor durmiente, que quiso amanecer como la fresca lágrima.
El resonante mar convertido en una lanza yace en lo seco como un pez que se ahoga, clama por ese agua que puede ser el beso, que puede ser un pecho que se rasgue y anegue.
Pero la seca luna no responde al reflejo de las escamas pálidas. l.a muerte es una contracción de una pupila vidriada, es esa imposibilidad de agitar unos brazos, de alzar un grito hasta un cielo al que herir.
La muerte es el silencio entre el polvo, entre la memoria, es agitar torvamente una lengua no de hombre, es sentir que la sal se cuaja en las venas fríamente como un árbol blanquísimo en un pez.
Entonces la dicha, la oscura dicha de morir, de comprender que el mundo es un grano que se deshará, el que nació para un agua divina, para ese mar inmenso que yace sobre el polvo.
La dicha consistirá en deshacerse como lo minúsculo, en transformarse en la severa espina, resto de un océano que como la luz se marchó, gota de arena que fue un pecho gigante y que salida por la garganta como un sollozo aquí yace.

LA LUNA ES UNA AUSENCIA

A C. C.

La luna es ausencia. Se espera siempre. Las hojas son murmullos de la carne. Se espera todo menos caballos pálidos.
Y, sin embargo, esos cascos de acero (mientras la luna en las pestañas), esos cascos de acero sobre el pecho (mientras la luna o vaga geometría)…
Se espera siempre que al fin el pecho no sea cóncavo. Y la luna es ausencia, doloroso vacío de la noche redonda, que no llega a ser cera, pero que no es mejilla.