Выбрать главу

Enseguida empezaron a resonar los gritos de doña Ana.

– María, María… ¿dónde te escondes? ¿Quieres responderme? ¡Hace una hora que te estoy buscando!

Un ruido de pasos subió la escalera, la puerta se abrió y desde el umbral se alzó un grito que pronto quedó estrangulado por el estupor.

– Desgraciada, ¿quieres probar el jarabe de palo? Tú… -La mujer la contempló horripilada-. Jesús, María y José, ¿has perdido la cabeza? -Y lanzando una mirada al tragaluz completamente abierto, añadió-: ¿Quieres morir?

Incómoda ante el mutismo de la muchacha, no sabía cómo actuar, mientras mascullaba entre dientes: «Esta es una casa de locos».

Tomó un vestido y se lo lanzó a la esclava.

– No olvides en qué habitación duermes, María. Estando así desnuda, ultrajas el pudor de las ausentes. Vamos, vístete y no tardes. Te necesito. No me hagas enfadar, si no…

A pesar de la amenaza, en el fondo el tono era muy suave. Avanzó hacia la puerta, pero antes de salir se volvió. Su rostro terriblemente feo mostraba una compasión inesperada.

– Es por culpa de Lorenzo, ¿verdad? Estás enamorada y acabas de descubrir lo que va a suceder, ¿es eso?

Los ojos de la muchacha, que abrazaba el vestido contra el pecho, se animaron, pero de su boca no salió sonido alguno.

– Idiota -suspiró el ama de llaves-. Es lo peor que podría haberte pasado: ¡enamorarte de un futuro eunuco! ¿Y crees que congelarte de frío es una solución? ¡Menuda mujer!

María limpió el salón y después la cocina. Los invitados se habían ido tras dar cuenta de todo el vino. Don Miguel se había reunido con doña Ana en su habitación, porque quizá también él estaba borracho. Lorenzo se encontraba en el antiguo establo transformado en habitación.

María subió a la habitación de las gemelas, se metió en la cama y cerró los ojos; pronto la envolvió la misma terrible tristeza.

«Mañana. Se va mañana. Y allí, será… Le van a…»

– No, ¡Lorenzo, no puedes hacer eso! -María divagaba en voz alta-. Un hombre no puede aceptar eso, ¡ni siquiera para cantar ante Dios! -Y repitió una vez más-: Ni siquiera para encantar el oído de Dios… ¡Cualquiera te dirá lo mismo!

La invadió una esperanza sin razón que escocía como una herida. Una sonrisa se abrió paso entre espasmos y llantos.

– Tú no eres un simple buey listo para capar, Lorenzo…

Se levantó, casi jovial, y se abrigó con su vieja capa.

– Ahora vas a escucharme, desustanciado. Te lo voy a explicar todo. Recuerda cómo se te… -No pudo evitar estremecerse de alegría al recordar la verga del muchacho empinada en su honor-. ¿Lo ves? Yo te…

Suspiró. Iba a ponerse a llorar si continuaba divagando. Salió descalza de la habitación. Y espió un instante los ruidos de la noche antes de dirigirse a oscuras hacia la escalera.

Tuvo que voltear varias veces la gran llave de la cerradura, que no cesaba de crujir, y cruzar el patio corriendo. El antiguo establo se hallaba a mano derecha. Empujó la puerta maciza y sintió una nueva bocanada de enternecimiento hacia el aprendiz que estaba alojado en condiciones tan precarias.

Lorenzo dormía con los puños cerrados. Sobre su rostro se depositaba la escasa luz que se colaba por las rendijas. El aire olía a paja húmeda. Se acercó al camastro, tendió la mano hacia el durmiente y permaneció con el brazo suspendido, repentinamente aterrorizada por la insensatez de su presencia en ese lugar: ¿y si el maestro la sorprendía?

El muchacho olía a vino y un hilo de saliva le colgaba de la boca. Había tenido que beber más de la cuenta. ¿Quizá estaba borracho? María sintió indecisión y miedo. Un ronquido más fuerte la hizo batirse en retirada hacia la puerta.

– ¡Ay!

¿Qué había pisado? Se detuvo, ahogando un quejido y suplicando con todas sus fuerzas que Lorenzo tuviera un sueño profundo. Se frotó el talón dolorido contra el otro pie. Una oleada de vértigo invadió a la esclava; ahora podía sentir los latidos de su corazón hasta prácticamente en el globo de sus ojos. Apretó los puños, esperando aplacar el miedo.

«Un conejito del bosque sería más valiente que tú…», pensó con una mueca de desprecio mientras reculaba hacia la puerta.

Un perro ladró a lo lejos; otro le respondió sin mucho ahínco. María ya tenía un pie fuera del establo cuando Lorenzo, con una voz mucho más aguda de lo normal debido a la sorpresa, la detuvo.

– María, pero ¿qué haces aquí?

– Creí que estabas enfermo… -respondió estúpidamente.

– ¿Enfermo? Pero ¿qué bobadas dices?

– Me dijeron que habías bebido demasiado y… -Le salió una respuesta tan torpe como la primera.

– ¿Quién te lo dijo? ¿Desde cuándo te cuentan cosas sobre mí en esta casa? ¿A ti? ¿A una simple esclava?

El azote de la ironía fue tan fuerte que cuando cerró los párpados le pareció ver puntitos blancos bailando en la oscuridad. Durante un instante de puro miedo, intentó hallar en su mente otras justificaciones menos grotescas.

– Lorenzo, no puedes hacerlo -acertó a decir al final.

Ella había avanzado hacia él. Sin darse cuenta, había unido las manos.

– ¿De qué me hablas, María?

Su voz denotaba que aún estaba atrapado en el sueño, pero ya se percibía un atisbo de ira.

– No puedes… aceptar que te… en fin… que te corten…

– ¿Cómo? ¿Nos has espiado?

– Sí, durante toda la velada.

– Pero… ¡eso no está bien!

La oscuridad era casi total; sin embargo, ella adivinaba la indignación que inflamaba las mejillas del muchacho. Una sonrisa forzada, sin alegría, moduló los labios de la adolescente.

– Lo he oído todo. Esa gente son unos depravados. No tienen derecho a… Ni siquiera tu padre. Solo quiere…

Él la interrumpió encendido por la ira. Retirando la colcha, había avanzado la cabeza para verla mejor y sus ojos, iluminados por un rayo de luna, lucían en la penumbra.

– Comadreja infame y apestosa… ¿Cómo te permites juzgar a mi padre? Es un buen hombre… y solo desea mi bien. Yo… yo quiero cantar donde cantan los mejores, lo quiero por encima de todo. Si no puedo cantar, si tengo que convertirme en un pintor mediocre, no quiero vivir, ¿lo entiendes, criada ignorante? Que me ahorquen ahora mismo. Y si ese es el único camino para conseguirlo, entonces aceptaré que me…

Buscó otra palabra menos explícita y, al no hallarla, se resignó a balbucear unos «eh, eh…» de rabia.