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La boca pareció llenársele de barro. Ella, que había sido la hija preferida de un artesano de Granada, había matado a un ser humano y, aparte del miedo y la náusea, no sentía nada más. Se giró y escupió su rencor sobre el umbral de la puerta de la fonda. Rencor por todo: por la pérdida de sus familiares y de su inocencia, por la crueldad de los hombres y de ese Dios beato que permitía o suscitaba lo abominable.

Su vocecilla interior le recordó que tenía cosas mejores que hacer que andar escupiendo contra una puerta si no deseaba verse en manos de los servidores de ese Dios de memoria vindicativa que tan imprudentemente se permitía insultar.

Entonces, más muerta que viva, María decidió huir siguiendo la dirección del río. Ni por un solo instante dejó de pensar en el loco al que, para su desgracia, amaba. Tenía el alma carcomida de tristeza.

14

Durante años, María buscó razones a la implacable crueldad de su destino. Cuál de sus dos nombres sagrados había marcado más su suerte; ¿el de María, madre de Jesús, violada como ella por un Señor Todopoderoso? ¿O el de Aisha, la descarada, la madre de los creyentes, sospechosa de haber amado a alguien más que a su insaciable marido, el Profeta?

Más de tres meses después de haber escapado de Sevilla, seguía errando por los caminos que creía que conducían a Granada. Tenía la vaga y estúpida idea de que, como su familia fue expulsada de allí, quizá sería el lugar en el que se encontraría más en casa y, por tanto, en menor peligro que en Castilla. Además, seguía alimentando la vana esperanza de llegar a Italia y hallar a su querido Lorenzo.

Con el miedo siempre por compañero de viaje, se sabía a merced de alguaciles y campesinos desconfiados y delatores. Se perdía a menudo, dormía en la maleza o en las ruinas de casas devastadas por la guerra. Raramente se aventuraba por las aldeas de los cristianos viejos, pasaba hambre y frío, a pesar del dinero que robó a Bartolomé. Su único conocimiento geográfico era el recuerdo del camino de ida con los cazadores de esclavos, así que decidió seguir el curso del Guadalquivir hasta la confluencia con su afluente, el Genil, y luego subir siguiendo este último con la esperanza de encontrar un día u otro algún morisco. Como quien entona una plegaria, solía repetirse: «Hubo muchos moriscos alrededor de Granada. Aunque hayan matado a una parte, reducido a la esclavitud o expulsado a otra, sería realmente una fatalidad no encontrar a alguno que pudiera ayudarme».

Eso le bastaba para contener la angustia durante un par de días. El resto del tiempo, sobre todo al caer la noche, se despreciaba profundamente por estar invirtiendo tantos esfuerzos en regresar, por su propio pie, a la boca del lobo. ¿Por qué iban a detenerse los vencedores si llevaban tan buen camino?

En varias ocasiones, tuvo que alejarse del río y adentrarse en el bosque por miedo a los pescadores y a los soldados. A veces, simplemente se salvó por suerte. En el peaje de un puente golpeó con una piedra a un cobrador que pretendía abusar de ella. El desgraciado, sorprendido por la resistencia de lo que a sus ojos no era más que un andrajo muerto de hambre, la dejó escapar mientras lanzaba una lluvia de improperios.

Una mañana, tras otra noche angustiosa, encontró a un hombre durmiendo al raso junto al río. Vestía como un campesino y tenía un aspecto banal, a primera vista inofensivo. El viajero dijo ser un albañil ambulante que se desplazaba de pueblo en pueblo para ofrecer sus servicios. Poseía dos mulas, una para él y otra para cargar el material. El jovial artesano invitó a la vagabunda sucia y mal dormida a compartir su comida y, esta, bajando la guardia por primera vez desde que huyó de Sevilla, no se sintió con fuerzas para rechazarlo.

Se presentó como una criada que buscaba casa donde servir en los alrededores de Granada. Cuando él le preguntó de dónde venía, María mintió, obviamente, pero se enredó con los nombres de los lugares. Él insistió en saber si estaba casada. Lo negó con rotundidad, pero le aclaró que eso no era asunto suyo. El artesano la observó y sentenció que era demasiado joven y, en verdad, demasiado bonita (casi una tentación del diablo) para proseguir el viaje sola en un momento en que pululaban tantos malandrines y salteadores de caminos por el reino de Castilla.

– No has elegido el camino más corto para llegar a Granada… Yo diría que más bien te estás alejando. En cualquier caso, yo no me dirijo allí y nuestros caminos pronto se separarán, pero te ofrezco a pesar de todo mi modesta compañía hasta el próximo pueblo. Como pareces muy fatigada a pesar de tu juventud, puedes cargar tu hatillo en una de mis mulas. A cambio, ¡me harás compañía! Me muero de aburrimiento, jovencita. Tengo que hablar conmigo mismo de cosas que ya sé de memoria. A veces hablo hasta con las mulas, pero no saben nada de confidencias. Las compré en Francia y solo entienden la lengua de allí.

María ya se había cruzado con algunos hombres gallardos que con su afabilidad solo pretendían un objetivo: agarrarla y meterle su gusano entre las piernas. Viendo la cara de escepticismo y desdén de la vagabunda, el desconocido alzó las manos al cielo.

– ¡No tienes nada que temer conmigo! Soy hijo de un respetable linaje. A mi manera también soy hidalgo: albañil, hijo de albañil, nieto de albañil, y todos de excelente reputación. Si no fuera blasfemia, juraría que en el cielo mis abuelos solo realizan trabajos de confianza, como el de mantener en buen estado las murallas del Paraíso.

Gaspar López Magroza contaba unos treinta años largos, tenía la piel oscura como la corteza de un árbol, no era ni feo ni guapo, era corpulento y más bien paticorto. Según contó, estaba cansado de errar de monte en monte, y se dirigía al pueblo de sus padres para quedarse a vivir. La bruja de su madrastra había muerto recientemente y se disponía a tomar posesión de la casa familiar.

– ¡Envenenada por estreñimiento crónico! -Le guiñó un ojo antes de proseguir-: Comió demasiados higos chumbos. Como ves, Dios es clemente con los huérfanos de mi edad.

Hablaba mucho y pedía disculpas de vez en cuando por ser tan parlanchín. Regresaba de un largo periplo más allá de los Pirineos y, como se manejaba bastante mal con el dialecto de allí, había tenido que mantener la boca cerrada mucho más de lo habitual en él. La hizo reír en varias ocasiones, sobre todo cuando imitó con exageración las úes y las curiosas manías de flamencos y franceses… Pero consiguió hastiarla pronto debido a esa obstinación suya por mantener constantemente el buen humor.

Se pusieron en marcha, tirando de sendas mulas. Una de las monturas sufría flatulencias y se paraba a menudo para aliviarse. Cuando María golpeó suavemente al animal para animarlo a reemprender la marcha, su capa se abrió, dejando al descubierto un vientre de formas redondeadas. Gaspar cruzó la mirada con la de la adolescente, que se la devolvió cargada de desafío, y acabó bajando la cabeza, disimulando mal su sorpresa y una suerte de decepción.

Gaspar no dijo ni mu (jamás evocaría de nuevo ese instante, destinado a hacerle sufrir durante toda su vida), pero con una amabilidad algo torpe la instó a montar en una de las mulas.