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El primer día, Gaspar empezó por proponerle que fuera su criada. Más tarde, cuando el corazón de María se convirtió en piedra, ella dataría ese momento como el inicio de la fiebre de concupiscencia que atormentaría el resto de sus días al pobre albañil. «No se atrevió a tomarme a la fuerza como vagabunda… En cambio, creyó que si me ponía a su servicio tendría derecho a ello.»

– No he tenido tiempo de buscar mujer ni hijos. La casa está vacía. Si aceptas, no será menester contratar a alguien para mantenerla limpia. La paga será modesta, pero el servicio también. Estarás alojada y, si Dios quiere, nunca te faltará un plato en la mesa. Aunque no sea mucho, siempre será mejor que vagabundear por los caminos enfangados de Castilla durante todo el día. -Su mirada se apagó-. Te presentaré como mi sobrina. Sin duda, te doblo de largo la edad, pero eres… tan bonita que más vale que seamos parientes a los ojos del mundo. Así, el pueblo rumoreará menos… aunque eso es como pretender que los cuervos dejen un día de graznar. María, eres tan bonita… a pesar de… -refunfuñó abochornado.

– ¿A pesar de qué? ¿De mi suciedad? -completó ella con hostilidad.

– No seas tan suspicaz. No quería ofenderte, pariente mía. -La perenne sonrisa del hombre se petrificó, incómoda.

Furiosa, María estuvo a punto de decirle que ella era la primera en saber que apestaba, que llevaba ropa mugrienta, harapienta, pero que precisamente los piojos y la suciedad enfriaban el ardor de cretinos como él. Además, esa belleza que tanto parecía impresionarle, para ella era una maldición. Todos y cada uno de los individuos con los que había tenido la desgracia de cruzarse habían intentado forzarla, y antes o después le vomitaron una sarta de desvergüenzas.

Pero decidió callar porque volvía a tener hambre. Conocía demasiado bien ese calambre del vientre vacío. Alzó los hombros y decidió que tendría que soportar un día o dos más a ese tunante de alforjas cargadas de vituallas.

Al llegar la noche, le sirvió una ración de vianda seca; luego, le cedió su colcha con el pretexto de que no aguantaba el calor cuando dormía. María pasó una parte de la noche fingiendo dormir, atenta al menor ruido sospechoso del viajero tumbado no muy lejos de ella. De vez en cuando, para tranquilizarse, palpaba la daga que escondía en el pecho, la que perteneció a Bartolomé.

La luna seguía brillando en el cielo cuando un roce la despertó de su duermevela. El viajero estaba inclinado sobre ella y la contemplaba con una avidez casi lasciva y también con increíble admiración. Se sobresaltó y, a punto de gritar, buscó la daga con desespero. Gaspar se irguió balbuceando disculpas. Se aclaró la voz, lanzó una ojeada oblicua hacia abajo -María descubrió la erección que se anunciaba bajo su ropa- y luego, como si aquello no fuera con él, recuperó su alegría habitual.

– Pero… ¡si es culpa tuya! Roncas tan fuerte que pareces una mula. Creí que te sentías mal.

– Pero ¡qué sandeces dices! Yo no ronco nunca -sentenció María.

– Sí, niña… y tan fuerte que me pregunté si había por ahí un diablo acatarrado que quisiera saber de nosotros. Cuídate la nariz, por el amor de Dios.

Y el albañil paticorto se tumbó dignamente en su lugar anterior. Estupefacta por el aplomo del individuo, María murmuró un «¿Cómo… cómo… tú…?», pero los enérgicos ronquidos del supuesto durmiente cortaron en seco toda protesta.

«¡Viejo loco!», fue el insulto que murió en los labios de la muchacha. Tras removerse en la colcha para encontrar una posición menos incómoda, María volvió a dormirse. Esta vez, extrañamente, sin temor.

Al segundo día, el albañil ya estaba enamorado de ella. Bromeaba menos y suspiraba más. Después de unos vinos, le reveló que su otro nombre era Abdel Alí y que prefería refugiarse en su pueblo natal porque las cosas estaban muy mal para los cristianos nuevos.

– De regreso del reino de Francia, quise establecerme en Toledo. La ciudad es bonita y bulliciosa, necesita manos hábiles que dominen todo tipo de oficios. Pensaba asentarme y vivir allí como un hombre honrado durante el resto de mis días. Pero desde que llegué, tuve que luchar por obtener el permiso del gremio de albañiles. Esos hijos de perra me dijeron que tenía la piel demasiado oscura para ser un buen católico, y me exigieron que demostrara que en mis venas no corría una gota de sangre mora ni judía. De no poder hacerlo, no me quedaría otra que largarme a Argel con «los perros piratas» de mis amigos. Así respondieron a un buen y leal artesano, tan bautizado como Su Majestad el rey y como el Papa de Roma. ¡Como si las casas se construyeran con sangre y no con brazos y mortero!

Según él, cada vez se hablaba más de expulsar a todos los descendientes de árabes al Nuevo Mundo o a Berbería. En Madrid, algunos llegaban a exigir que no se corriera ningún riesgo con esos posibles aliados del turco; que más valía matarlos a todos, del primero al último, o como mínimo castrar a todos los hombres.

– Este cuento de expulsarnos del reino, tanto si somos auténticos como falsos conversos, vengo oyéndolo desde que era niño y, a pesar de la guerra, jamás creí que pudiera llegar a ser cierto. El olor de un pedo no siempre anuncia ganas de cagar. Pero esta vez las cosas parecen distintas -murmuró Abdel sorbiendo vino del cuenco-. Este país no es mejor que una cebolla podrida para nosotros. En toda España se oye la misma conjura: la gran conversión de hace cincuenta años fue un error; un cristiano nuevo siempre será un cristiano falso, un traidor del rey y de la auténtica fe. Y los sacerdotes lo repiten cada domingo en sus sermones: «Hemos expulsado a los judíos y a cambio Dios nos ha permitido descubrir las Indias y sus riquezas. ¡Imaginad qué grande sería su gratitud si expulsáramos a los partidarios de Alá y los herejes calvinistas!». -Los ojos se le encogieron del odio-. Esas cucarachas con sotana nos hacen responsables de todas las desgracias de los reinos de España: la peste, la carestía y hasta el hundimiento de la flota real. Nos llaman «moriscos» y, esa palabra, en sus sucias bocas, suena a piojo y a carroña. Ellos afirman que el bautismo no sirve para nada, que la sangre de los árabes no se secará nunca de la misma forma que la de los cristianos viejos porque Dios ha querido que nuestra sangre se transforme en orín en la tumba. Y dicen que esa es la razón de que nuestros cementerios huelan a letrina.

Se sirvió otra escudilla de vino. Le ofreció una a María, pero esta lo rechazó desconfiada. La cara bonachona del viajero había tomado una expresión melancólica.

– ¡Malditos curas! Si pudiera arrancarles la piel de los labios haría con ella sillas para todos los jinetes de España. Eso es lo que haría falta para cerrarles el pico a esos cretinos: ¡dejarlos asfixiarse hasta el fin de sus días con las ventosidades de quienes desean exterminar!

Así pues, vista la emoción con la que le recibieron sus cofrades albañiles toledanos, decidió que lo mejor era volver en compañía de los suyos. Era cierto, hacía años que no había tenido contacto con ellos… Pero nada tranquiliza más el alma que pasar miedo en compañía de quienes tienen las mismas razones para temer, concluyó.

– Dime, María, tú no tienes nada contra los moros, ¿verdad? No tendrás miedo de que te muerda como un perro rabioso…