– ¿Qué te ocurre? ¡No sabes nada de mí! -protestó-. ¡Podría ser tu hija! ¿Te acostarías con tu hija?
– No te quiero como hija, te quiero como esposa ante Dios y ante la gente -repitió bajando la frente-. Seas quien seas, María, yo te protegeré y te honraré hasta el fin de mis días, te lo juro. -Se persignó, y con la misma insoportable voz suplicante repitió-: ¿Quieres ser mi esposa?
El crepúsculo envolvía la sierra con sus sombras inquietantes. María suspiró, desesperada. La pregunta le había caído encima como un bandido en una emboscada. El Dios burlón volvía a tenérselas con ella presentándole el amor ridículo de aquel desconocido, morisco por ende, perteneciente como ella al abyecto rebaño de vencidos.
¿Y acaso era normal que una mujer recibiera una propuesta de matrimonio en semejantes condiciones, cubierta de barro, entre dos mulas apestosas y sin oler ella misma mucho mejor? ¿Sería ese hombretón quien tomaría el relevo de Lorenzo y así, a los ojos del resto de hombres y mujeres, se convertiría en el padre de…?
Pero ¿por qué él seguía fingiendo ignorar que estaba embarazada? ¿La deseaba tanto que sería capaz de actuar incluso en detrimento de su propio honor?
María se sintió tan sucia y helada como los charcos del camino. ¿Podía rechazar esta capitulación ante el destino? La invadió una inmensa pena por sí misma y por ese incomprensible bonachón de Gaspar que, era de prever, pagaría cara su mezcla de bondad y sus irrefrenables ganas de poseerla, si era menester a través de los vínculos del matrimonio.
Gaspar dejó escapar un suspiro de desprecio por sí mismo. Se disponía a pedir disculpas por mostrarse tan atrevido cuando, para gran sorpresa suya, ella lo cortó con un sí resignado y casi inaudible.
– ¿Has dicho que sí? ¿Lo has pensado bien? ¿Con un… morisco?
– Sí -insistió con voz clara.
La emoción casi ahogó de tos al albañil.
– Dame el odre, María, ¡antes de que muera de alegría! Oh, gracias Señor, gracias por tu merced.
María permaneció inmóvil, incapaz de realizar el menor gesto ni decir la más mínima palabra. Si lo hubiera hecho, habría vomitado. Recuperado el aliento, Gaspar balanceaba los brazos, alarmado por la palidez de la chica.
– Bueno… Imagino que cada uno de nosotros tiene su forma de manifestar su alegría -consiguió decir entre risas nerviosas-. Ahora solo me queda acostumbrarme a tu… a la sobriedad de tu carácter.
Después, le hizo una sola pregunta, precisando, con su recién estrenada sonrisa sarcástica y melancólica, que su respuesta no influiría en absoluto sobre el futuro de sus desposorios.
– Eres tan bonita y yo tan rústico… No soy más que un morisco, descendiente de herejes y seguramente hereje, a decir por los escupitajos que me lanzan. Quizá mañana me expulsarán del país al que amo y que ha visto nacer a mis antepasados… Y a la espera de ese terrible día, he encontrado a una mujer como tú. El Todopoderoso se ha equivocado poniéndote en mi camino pero, por una vez, creo que no tendré fuerzas para preguntarme sobre la razón de Sus designios… ¡Él sería capaz de cambiar de opinión!
Se produjo un silencio interminable antes de que Lorenzo se atreviera a formular su duda:
– María, responde a mi pregunta y olvídala de inmediato: ¿eres una ramera? -inquirió ansioso.
La muchacha solo pudo responder poniéndose roja como un pimiento, mientras lo negaba indignada con la cabeza. Fue suficiente para convencer al desconocido. María hizo oídos sordos a la voz que comenzó a sonar en su interior: «Sí, no serás una puta, pero lo hubieras sido. Recuérdalo, zorrilla: cuando ese guardián del puente con su arcabuz quiso descubrir con brutalidad de dónde venías, tuviste miedo de estar dispuesta a abrirte de piernas para engatusarle. Atrévete a decir que miento».
De repente, María sintió la boca seca. El albañil, con su aire bobo, le había tendido una trampa y ella había caído en ella: ¡le había hablado en la lengua prohibida y no se había dado cuenta!
Gaspar la observaba con una especie de compasión desconsolada.
– Querías esconderme que eres morisca, María… Pero has respondido a las preguntas que te he hecho en algarabía. Lo sospechaba, ¿sabes? Viajo mucho y tu castellano suena extraño. Espero, mujer, que no tengas que vértelas nunca con auténticos interrogadores. Voy a ser tu esposo y hay cosas que tengo que saber. ¿Cómo te llamas de veras?
– María Montera, hija de Francisco e Isabel, cristianos de pura cepa…
Siguió hablando, pero el nerviosismo fue ganando la partida y las palabras se le embarullaron antes de salir por la boca. Era como si alguien estuviera pronunciándolas en su lugar.
– … y, en verdad, soy Aisha, hija de Omar y de Saadia, expulsados de Granada tras la revuelta, antes de ser confinados en la sierra y asesinados por los hombres de nuestro buen rey cristiano…
Gaspar hizo una mueca de espanto.
– ¡Calla! ¿De qué te enorgulleces, desgraciada?
«¡Ya está! Aquí se acaba todo, boba -anunció desanimada la voz centinela que habitaba la cabeza de María-. Te dije que mantuvieras el pico cerrado. Ahora no te queda más que confesarle que eres una esclava, una asesina de su dueño, y que muy pronto vas a arder en la hoguera.»
Gaspar parecía consternado y la adolescente sintió que el estómago le subía hasta la garganta.
– Te iniciaron en los antiguos ritos y me lo cuentas como si no tuviera ninguna importancia. ¿Qué querían tus padres para ti? ¿Tu desgracia en este país de cristianos? Están muertos y tú deseas seguir el mismo camino. ¡Tu lengua es tu enemiga, pequeña! En estos lares, un hereje es comparable a un ratón en una madriguera. Si el ratón se asoma a la salida, tarde o temprano será devorado por los gatos de la Inquisición. Y tú te paseas tan alegremente por el reino de Granada cuando los moriscos expulsados no pueden entrar so pena de muerte.
Una ira preñada de miedo le hizo cerrar los puños con fuerza.
– No porque seamos harina del mismo costal puedes confiar en mí sin peligro. El más valiente se transforma en acusador de su padre y su madre con unas vueltas de cuerda en el potro o cuando le arden las brasas bajo los pies. Cuanto menos sepa mejor para los dos.
– Pero ¡tú bien que lo has hecho! -replicó ella con indignación, comprendiendo que había intentado compensar el silencio de su embarazo con un exceso de franqueza sobre sus orígenes.
Gaspar emitió un chasquido que dejó en el aire un matiz de resentimiento.
– Pero yo soy un estúpido, ya lo has visto. Y aun teniendo menos cabeza que mis mulas, siempre he proclamado a los cuatro vientos que soy un buen cristiano.