El notario, con la mosca en la oreja, decidió invitarse a la ceremonia y, cómo no, al modesto ágape, pero no halló nada que decir frente a las numerosas expresiones de celo religioso de los esposos y sus invitados. Incluso felicitó al marido por la extraordinaria belleza de su joven esposa; Gaspar, en agradecimiento, lo trató con especial atención y le reservó las mejores piezas de carne. El notario tan solo se quejó de la ausencia de carne de cerdo en una comida tan importante. Gaspar simuló no entender el mensaje implícito y prometió en alegre voz alta que cuando tuviera su primer hijo habría lechones en abundancia preparados con una salsa a base de vino valenciano.
Cuando ya era noche cerrada y hacía tiempo que los invitados se habían ido, un grupito de habitantes se presentó en la casa de los recién casados. Gaspar les invitó a entrar con el mayor de los respetos, sin manifestar sorpresa a pesar de sus formas furtivas y lo inusitado de la hora.
«¡Les esperaba!», constató la joven esposa. Uno de los recién llegados se quedó fuera vigilando, mientras los demás se acomodaban en los colchones dispuestos en el suelo.
Rehusaron los dulces que les ofreció Gaspar. Refugiada en la cocina, María los oyó conversar en voz baja hasta que su marido le pidió que se uniera a ellos.
– Prepárate, María. Vamos a casarnos -le anunció.
– Pero si ya estamos casados… -le replicó bajo la mirada desconfiada de los invitados.
Eran cinco y entre ellos había una mujer que la escrutaba sin benevolencia alguna. Quizá el apunte de redondez de su vientre era la causa de la sorda hostilidad del grupo.
El más anciano, que por su rigidez mezclada con suficiencia María dedujo que era el alfaquí clandestino del pueblo, le preguntó con sequedad:
– Hija, ¿es cierto que no has renegado de la fe de tus antepasados?
– Y tú, ¿quién eres para preguntar semejantes cosas? ¿Acaso perteneces al tribunal de la Inquisición?
El anciano lanzó una mirada desaforada a la adolescente y se giró furioso hacia Gaspar, como exigiéndole una amonestación a su insolente compañera.
– Maldice al Lapidado, hija -intervino la matrona que los acompañaba, también muy mayor-. Él es quien te inspira todas esas palabras carentes de respeto. Y luego, cúbrete el cuerpo y la cara. En este pueblo, una mujer honrada no permanece con la cara descubierta ante los hombres.
Ahogada de indignación, María estuvo a punto de replicar a la intrusa que no estaba desnuda, sino vestida exactamente como en la iglesia y que entonces nadie había visto motivo de escándalo en ello. La mirada suplicante de Gaspar la hizo entrar en razón de inmediato. Quizá su experiencia de esclava, en la que había aprendido que la supervivencia dependía de la sumisión y de su obsequiosidad, la ayudó a tragarse su protesta y a templar el tono.
– Tienes razón. El Lapidado ha hablado por mi boca. Que sea mil veces maldito. Permíteme retirarme un instante, no sé por qué me he vestido así…
Gaspar, con el rostro pálido, se reunió con ella en la cocina y le contó que no había tenido elección. La aljama, el comité secreto de ancianos del pueblo, se negaba a aceptar a una extranjera, ni siquiera morisca, porque nadie podía garantizar que no era una espía a sueldo del Santo Oficio. El marido había tenido que convencer a varios miembros de la aljama para que confiaran en él diciéndoles que ella estaba «iniciada» y que incluso sabía varias oraciones del Libro Santo.
– Pero ¿cómo te atreves? Me pones en peligro de muerte -protestó ella con la voz estrangulada de miedo y rabia.
– Eso mismo dicen ellos de ti. El pueblo es tan pequeño que tarde o temprano sabrás lo que no hubieras tenido que saber y toda la comunidad estará también en peligro de muerte. Convencerles de que tú temes tanto como ellos a la Inquisición es la única manera de arrancar su consentimiento para nuestra boda.
– Pero si ya estamos casados… -gimió.
– Solo estamos casados ante la Iglesia. Para el pueblo, eso no tiene ningún valor. El verdadero enlace, el que nos permitirá vivir aquí, es el del alfaquí. Por eso están aquí.
Temblaba tanto que le costó ponerse el largo velo.
– Entonces, ¿tú qué eres? ¿Musulmán o cristiano?
Él la contempló con ironía benevolente. María tuvo unas ganas repentinas de soltarle un bofetón. Se quedó paralizada cuando el hombre le acarició el pelo y luego bajó la mano hasta el nacimiento de su pecho; era el primer gesto de intimidad que se permitía desde que se conocieran. La joven reprimió un movimiento de repulsión.
– Vivimos tiempos injustos, María, y no soy más que un albañil sin educación. Mi opinión cuenta poco. Pero quiero vivir el mayor tiempo posible en este país de locos. Me gusta esta tierra y no concibo ninguna otra para que arrope mis huesos cuando se pudran. Entonces, mientras sea posible, seré cristiano entre los cristianos y musulmán entre los musulmanes. Dios con su sabiduría me absolverá quizá de engañar a los hombres.
Iluminados por las lámparas de aceite, sus ojillos brillaban con una especie de malicia desengañada, casi desanimada.
– Te quiero, pajarillo, y un hombre de mi edad se expone mucho amando así a alguien a quien apenas conoce. -Y añadió sin abandonar su tono de desaliento-: Creo que sería capaz de amarte así hasta la eternidad.
María se puso roja y pensó malvadamente: «Espero que tu eternidad no sea demasiado larga…», cada vez más irritada por tener que deberle tanto a ese hombre que la había aceptado en su estado con tantísima bondad. Pero, por otro lado, todo en ella le decía que ese amor sería una prisión de la que solo la muerte la salvaría.
– ¿Me quieres tú de verdad? -inquirió el albañil ante el sonrojo de su joven esposa.
María forzó una sonrisa y se concentró en el niño que estaba por venir.
– No te inquietes, Gaspar, te quiero de verdad. Y así tiene que ser, puesto que vamos a casarnos por segunda vez.
El grupo que les esperaba en la otra habitación parecía tenso. La hostilidad aún era palpable, aunque María percibió otro aroma familiar: el del miedo. A pesar de su actitud digna, esa gente en el fondo solo tenía ganas de levantarse y volver a sus quehaceres cotidianos en sus respectivas casas.
Gaspar añadió un tronco al hogar. El viejo alfaquí esperó a que el fuego agarrara, se aclaró la garganta, abrió la boca y se le formaron arcos de saliva en las comisuras de los labios. La voz le temblaba de emoción. Miraba con el único ojo que le quedaba descubierto por el velo.
– ¿Es cierto, hija mía, que crees en la religión de nuestros antepasados? Si es cierto, responde sencillamente con un sí.