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El nerviosismo del anciano se le contagió. María sintió un escalofrío por la espalda. El alfaquí no tenía pestañas, su tez era amarillenta en extremo y sus mejillas presentaban muchísimas arrugas. La joven esposa se preguntó si la máscara de su cadáver sería muy distinta de la que mostraba ahora.

– Sí, creo -replicó excesivamente deprisa.

– ¿Hablas algarabía?

– Sí, la hablo.

– Entonces, une las manos y recita la profesión de fe de la verdadera religión.

– Alá es mi único Dios…

Le entraron ganas de llorar al pronunciar por primera vez desde hacía tantos años las palabras sacramentales del islam. Era como si se le abrieran de par en par las puertas de la memoria y, detrás de ellas, surgieran las figuras amadas de su infancia. Recordó que su padre, unos días después de la revelación del Gran Secreto, intentó repetirle una sura del Corán, y aún no había acabado los dos primeros versículos cuando confesó a su hija que se había olvidado de lo que seguía.

– Hijita, esta religión es mi alma y ya no sé lo que enseña -confesó abatido.

– No te preocupes, padre. Me has enseñado una parte de tu religión… -contestó, refugiada entre los brazos del hombre al que más quería-. Me espabilaré para encontrar el resto…

– ¿Cómo pretendes hacerlo? -replicó él, riéndose amargamente-. ¿Dónde vas a encontrar el resto?

El ebanista se sentía culpable por no poder legarle nada más a su hija. María recordaba haber blasfemado en su fuero interno: «¡Qué más dará la religión de tu Alá y sus suras incompletas! Yo te quiero a ti, padre… Si supieras lo indiferente que me resulta el resto…».

– Amén -musitó ella regresando de sus pensamientos.

Cómo echaba de menos en ese momento la infantil pesadez de su tía y la melancolía de su padre. Que Dios -cualquiera de los dioses, a imagen nuestra o a imagen de las ranas, pero ¡que sea siempre bueno!- los acoja en su paraíso y los consuele de las desgracias que los afligieron.

– Amén -concluyó el alfaquí, que miraba perplejo a la niña.

A su manera de ver era demasiado provocativa para semejante despliegue de piedad. Se llevó la mano al mentón y se lo masajeó distraídamente, como si quisiera comunicar su escepticismo a su gente.

«Amén», repitieron con convicción los acompañantes. María seguía con la cabeza gacha, pues no quería que los visitantes, a pesar del velo, la sorprendieran con los ojos húmedos. La anciana puso ambas manos sobre la cabeza de la adolescente.

– Eres un tesoro, María, ¡eres tan joven y hablas la lengua santa! Solo el alfaquí y algunos de nosotros aún la hablamos en esta aldea. Pero somos ya tan viejos, tan inútiles… Que Dios te dé vida mucho tiempo, María, así enseñarás esa lengua a tus hijos. Ahora eres una de las nuestras, para lo mejor y para lo peor.

– Detén tus lloriqueos, Clara. Vas a hacer llorar a la chica.

El hombre que había interpelado a la anciana estalló con una mezcla de animación y felicidad. Sus acompañantes, abandonando su rigidez inicial, mostraban esa misma satisfacción desamparada y alegre.

– Que no, bobo, ¿dónde ves tú las lágrimas? -protestó ella, echándose a llorar a lágrima viva.

– Perdónanos, hija mía. ¡Lo que ha pasado esta noche sucede tan poco a menudo! No hemos acogido a auténticos creyentes desde… oh, Dios mío, ¿desde cuándo? El pueblo está minado de delaciones, tenemos miedo de nuestros propios hijos, tememos a cualquier viajero. Si esos perros del notario y del cura supieran una sola palabra de esta reunión nos entregarían de inmediato al verdugo.

El vigía golpeó la puerta. Un hombre salió a hablar con él y regresó con gesto preocupado.

– Ha llegado el momento de marcharnos. Unos desconocidos a caballo están en la entrada del pueblo.

Se extendió un murmullo de inquietud interrumpido por el sarcasmo de Gaspar.

– ¿Y el matrimonio, respetables vecinos?

El alfaquí, que ya se había puesto en pie, se sentó precipitadamente. Sofocado, gruñó disimulando mal su contrariedad.

– ¿Quién es el tutor legal de la joven? -Sin esperar la reacción de la principal interesada, designó a su vecino-. Es huérfana, así que Cosme, serás su tutor-. Y con el mismo tono gruñón ordenó-: Jofre y Vicente, seréis los testigos legales de esta boda.

Todos lo aprobaron asintiendo con la cabeza, como si la distribución de papeles ya estuviera prevista antes de entrar en la casa.

– Empecemos pues… En nombre de Dios Misericordioso, Gaspar, ¿deseas tomar como esposa a la mujer aquí presente?

– Sí.

– Y ella, ¿consiente esa unión?

Sorprendida, María oyó a su tutor replicar en su lugar.

– Sí, por Dios Misericordioso, ella consiente.

– So pena de nulidad de la unión, Gaspar, ¿te comprometes ante estos testigos a entregarle la dote habitual y a velar por ella mientras te obedezca y te respete?

Ante las caras impávidas de aquellos adultos capaces con unas palabras de regular el curso de toda una vida, la adolescente sintió un fuerte hormigueo en el vientre. Comprendió que su cuerpo estaba fabricando una risotada y que, si no la detenía en seco, podría transformarse en un aullido sin fin lleno de ira, de pena, de rebelión y de autocompasión desgarrada.

Se cubrió con el velo el ojo que tenía al descubierto para replegarse un poco más en sí misma. Para contener el peligroso espasmo, se mordió la lengua tras lo que emitió un ruido parecido a una tos. Nadie prestó atención, excepto Gaspar, que tenía que responder al alfaquí urgentemente.

– Me comprometo delante de todos, señores míos. ¡Que mi boca se selle si no soy capaz de cumplir con mi palabra!

– Entonces… -se apresuró a concluir el anciano- desde hoy sois marido y mujer. Que seáis abrigo el uno para el otro y que Dios os colme de favores. Demos gracias al Todopoderoso y que la oración y la paz protejan a nuestro maestro Mahoma, a sus parientes y a sus compañeros.

Siguió la fatiha, la oración principal del Corán, a toda velocidad y, tras unas felicitaciones apresuradas, el grupo se dispuso a abandonar cuanto antes la casa de los recién casados. Antes de eclipsarse, la anciana Clara regaló a la recién casada un bote de ungüento.

– Es alheña, para ti -le confió al oído con una voz aún estrangulada por las lágrimas-. Traerá suerte a tu casa. Es tierra del paraíso, dicen. Antes nos la poníamos en el pelo, en las manos y en los pies, y las mujeres gritaban al son de los tambores y de la viola. Ahora todo está prohibido, tenemos que actuar como ladrones, hemos perdido las palabras sagradas y su mérito. Ponte un poco de alheña, pero solo en las plantas de los pies y en el ombligo. Eso no se ve y protegerá a tu niño. -Bajó aún más la voz y añadió-: Desconfía hasta de tu propia sombra, María, porque podría denunciarte. Este pueblo está lleno de ojos, la gente de aquí tiene tanto miedo que algunos son capaces de cualquier vileza para salvar el pellejo.