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María tendió la mano para abrir el manuscrito.

– ¡No! -gritó Clara horrorizada-. Hay que purificarse antes de tocarlo. -Envolvió de nuevo el objeto en el tejido-. Quisiera saber si es realmente el Corán… No me atrevo a rezarle porque sería pecado venerar un libro de otro Dios. Además, si es el Corán… -Lanzó un suspiro triste y cómplice-. ¿Comprendes ahora por qué te pedí que aprendieras a leer un poco? Ya hablabas algarabía, eres joven y tienes la cabeza despierta.

Aún impresionada, María no dejaba de sentirse algo incómoda.

– Enséñaselo al alfaquí, él te responderá de inmediato.

– ¡Jamás! Ese hombre es un avaro… Si se trata de un Corán, querrá guardárselo. Todo el mundo le dará la razón y mi casa perderá por una tontería la protección del Libro. Si mi esposo lo escondió fue por alguna razón, María. Y no confío en nadie más en el pueblo…

Un rayo de luz se filtró entre los postigos y obligó a pestañear a la anciana.

– Pedro y yo al final no nos llevábamos demasiado bien. El tiempo lo agria todo, pequeña. Pero nos quisimos mucho durante los primeros años de casados. Quizá en recuerdo de eso quería protegerme tras la muerte sin que yo lo supiera.

Ante la actitud dubitativa de María, Clara le imploró:

– ¡Hazlo, María, te recompensaré con creces! Para mí es tan importante saberlo…

– No tienes derecho a pedirme esto, tía Clara -respondió la esposa del albañil, casi airada-. ¡Es peligrosísimo y lo sabes bien!

– Solo tengo una hija y esa ingrata desapareció con el cretino de su marido, solo Dios sabe dónde -replicó la anciana sin más argumentos de convicción-. Cuando esté muerta, ¿a quién crees que legaré mi casa y mis bienes? Tienes un hijo, el pueblo se empobrece y Gaspar casi no trabaja. Ayúdame, por el amor de Dios, y te prometo que no te olvidaré, ni a ti ni a Juan.

Acarició con delicadeza el tejido, antes de volverse hacia su amiga. Su cara parecía aún más vieja, como si le acabaran de nacer nuevas arrugas.

– No me porté muy bien con Pedro. ¿Sabes qué quiero decir con eso, María? Pequé… mortalmente. -Su mirada se perdió a lo lejos-. En las noches más oscuras, unos pájaros negros se apoderan de mis sueños. Si pudiera rezar cada noche con la ayuda del Libro, quizá podría liberarme antes de morir.

Tomó la mano de María y se la llevó a los labios en señal de última súplica.

– Hija mía, tengo mucho miedo a morir sin ser perdonada.

Para su sorpresa, el gruñón del alfaquí aceptó enseñarle a escribir, pero con condiciones. Primero Jerónimo lanzó pestes contra las mujeres que, saltaba a la vista, no sabían estar en su sitio. Luego la tomó con esa tenebrosa época en la que los verdaderos hombres, los del islam, no aspiraban ya a conocer los escritos ancestrales, y por último la emprendió contra los nazarenos, que con su arrogancia aceleraban el fin del mundo.

– ¡Está mucho más cerca de lo que podría aceptar tu mente, mujer! -sermoneaba varias veces al día, con una especie de obcecación senil que asustaba a María.

En realidad, aquel viejo carpintero, aunque muerto de miedo, no cabía en sí de felicidad. ¡Por fin, una alumna -además joven y bonita- ante la que desplegar ese saber que guardaba poniendo en riesgo su vida! La alegría del alfaquí no se debía exclusivamente al fervor religioso; a veces, María le sorprendía una mirada fugitiva con un brillo de lubricidad, la misma que reconocía en muchos de los hombres que se cruzaban en su camino. Pero Jerónimo era ya tan viejo que creyó que podría hacerle entrar en razón en caso de que se atreviera con un gesto deshonesto.

Más adelante, el alfaquí confesó a su alumna que hasta entonces había estado muy triste porque creyó que sería el último en el pueblo en conocer el secreto de los caracteres sagrados. Nadie de su entorno sabía escribir en algarabía y, lo peor, a nadie parecía preocuparle. En los asuntos religiosos, los mayores se dirigían a él. Los más jóvenes ni siquiera sabían que había otra religión encubierta bajo la sombra de la Cruz triunfante.

La primera lección tuvo lugar en el granero lleno de troncos de madera y herramientas oxidadas. El alfaquí insistió en que ella se dirigiera a él por su nombre musulmán, Hasan, precedido del título de shaij. María sintió que oír ese nombre respetuoso, shaij Hasan, aliviaba el gran pesar del anciano. Durante las numerosas lecciones que siguieron, lo usó cuanto pudo.

Durante el tiempo que duraban las lecciones, Clara velaba en la puerta la llegada siempre peligrosa de gente inoportuna. Ante la menor duda, avisaba al maestro y a su alumna. De inmediato, la joven sumergía el trozo de plancha que le servía como pizarra en un cubo de agua situado siempre a mano. La frotaba con un paño para borrar los últimos restos del carbón y, ya limpia, la disimulaba entre los montones de chatarra.

María recordaría siempre con emoción esas horas dedicadas a caligrafiar con pulso torpe primero letras, luego listas de palabras y finalmente fragmentos cortos del Libro, dictados de memoria por el alfaquí. El hombre se impacientaba, la reñía cuando se equivocaba y le reprochaba, cuando ella se atrevía a discutir un determinado punto, que pretendiera hablar bien algarabía, cuando solo conocía una versión degradada, el dialecto granadino de sus padres. Pero con el tiempo acabó apreciando la testarudez de su alumna. Hasta lamentaba su ausencia cuando la prudencia aconsejaba anular sin previo aviso visitas que habían sido fijadas con mucha antelación. El alfaquí se había propuesto enseñarle lo que con un nudo en la garganta denominaba «los propósitos últimos de la religión».

Otro problema que obsesionaba al alfaquí era el de la taqiya puesto que, aunque estaba autorizada por los mejores jurisconsultos del islam, a fuerza de mentir siempre para disimular su fe, la gente del pueblo no distinguía ya entre lo verdadero y lo falso. Un hombretón barbudo y bigotudo le había asegurado, por ejemplo, que el Profeta era pariente cercano de Jesús, que sus dos madres eran primas que pertenecían a la misma tribu de La Meca. Otro inculto le explicó que la prohibición de comer cerdo se debía a que el primer cordero que Abraham quiso sacrificar en lugar de su hijo intentó escapar a su suerte asestando cornadas al patriarca; entonces, preso de ira, el Profeta pidió a Dios que transformara al rebelde animal y a su descendencia en una especie vil cuyo consumo estaría prohibido a los creyentes para toda la eternidad.

Aparte de ella, se lamentaba el shaij, no había nadie en el pueblo capaz de sucederle cuando llegara el momento.

– Unos cobardes que hasta tienen miedo de vaciar los intestinos sin autorización del rey, eso es lo que son -espetó una vez con desprecio.