Secretamente halagada por la confianza del shaij, María objetó que hasta ese momento jamás había visto un alfaquí mujer y que, de todas formas, entre los caprichos de su esposo y los de su hijo, apenas tenía tiempo para no olvidarse de respirar.
– Aisha… no lo comprendes. Si te estoy proponiendo hacer lo que jamás se ha hecho antes no es por capricho, pero tiempo es lo único que nos falta a los musulmanes miedicas de España -replicó con tristeza el anciano.
Las cosas estaban cambiando en efecto muy deprisa en la zona. El mesonero se había casado con una cristiana pura de Valencia; animado por la construcción de un puesto de vigilancia en las lindes del pueblo, el miembro del Santo Oficio había traído a sus tres hijos y a su mujer, y varias familias de soldados reales habían ocupado las casas que la Santa Inquisición había confiscado a los detenidos tras condenarlos a galeras.
El zapatero morisco fue detenido por la Santa Hermandad y jamás se le volvió a ver, al igual que su nuera, el marido de esta y un sobrino. La atmósfera en el pueblo era irrespirable. Corría el rumor de que había un topo en la comunidad. Un joven palafrenero, acusado de visitar varias veces al representante de la Inquisición, fue hallado degollado y con los intestinos esparcidos ante su cabaña como castigo ejemplar. Corrió el rumor de que su propia mujer lo había denunciado al comité de ancianos del pueblo. Menos de una semana más tarde, todos los adultos de una misma familia fueron detenidos acusados de mahometismo encubierto. La oleada de detenciones parecía no tener fin y la mujer del palafrenero, convencida de haberse equivocado, se colgó de un árbol dejando tres criaturas huérfanas.
Una mañana, unos religiosos escoltados por hombres armados llegaron a casa del alfaquí. Inspeccionaron la casa y salieron de ella con manuscritos que colocaron en una caja. Su jefe ordenó reunir a los habitantes y, con un sermón que combinaba amonestación y benevolencia, prometió el infierno a los herejes y tres años de indulgencia a quienes denunciaran a los profanadores de la Santa Fe. Luego, ante los aterrados espectadores, prendió fuego a la casa del carpintero dogmatizador.
El cura del pueblo asistió desde lejos, sin palabras, a la desgracia del alfaquí. El domingo anterior lo había confesado. Se juraría que el cura se sentía tan desgraciado por esta detención como el resto de los fieles. Quizá también estaba sorprendido de descubrir que su peor enemigo se disimulaba tras una silueta tan insignificante. El carpintero no alzó la cabeza; tan solo tosía de vez en cuando, cada vez que el viento le traía el humo. Se desmayó una única vez, de fatiga o de miedo, y un guardia lo volvió a poner en pie alzándolo por el hombro con brutalidad.
Junto a María, un hombretón musculoso aunque muerto de miedo murmuró con un timbre infanticlass="underline"
– Dios mío, protégenos. ¡Dale fuerzas para resistir el tormento!
A María se le heló el pecho ante la evidencia que sugería la voz de su vecino: si el alfaquí confesaba -y ¿quién no lo haría ante la Inquisición?-, todos los que pertenecían a su círculo podrían correr su misma suerte.
Pasó unos días torturada, aguardando en cualquier momento el retorno de los hombres armados. Clara apareció una mañana con la cara afligida y, al tiempo, incapaz de disimular su satisfacción.
– El alfaquí ya no es de este mundo, María. ¡Que los ángeles le hagan un sitio en el paraíso!
– ¿Murió… murió bajo tormento? -preguntó María, luchando contra el odioso alivio que le hinchaba el pecho.
– No tuvo tiempo de ser sometido a tormento. Cuentan que se le detuvo el corazón de miedo cuando lo condujeron ante los carbones ardientes. Ya sabes que era muy delicado, pobre.
– ¿Recuerdas cuando caminó sobre las zarzas? -la cortó María, con la mandíbula inferior temblorosa de pena-. Cuando le retiré una de las espinas del pie, se quejó como un niño durante días.
Soltaron una carcajada al unísono, que rápidamente se transformó en sollozos de vergüenza y pena.
– ¡Shaij Hasan, perdónanos! -se lamentó la anciana-. Eras un buen hombre, dirigías nuestras plegarias. Cada vez que desfallecíamos, nos recordabas el respeto que nos debemos y repetías: «¿Acaso no somos los descendientes de los valientes caballeros de Damasco?».Y ahora nos reímos de ti. Nos hemos convertido en perros sin honor. Dios mío, ¿qué hemos hecho para merecer tu ira?
Clara se secó las lágrimas con la manga del vestido, aspiró por la nariz y dudó antes de preguntar dónde se hallaba Juan con una mirada pícara.
Incómoda por el repentino cambio de tono, María respondió que se encontraba en casa del cura atendiendo sus clases de latín y catecismo.
– Entonces, ¿puedes venir a mi casa para el…? -La anciana la miró esperanzada-. Hace meses que estás aprendiendo a leer, María. Ahora que el shaij Hasan ya no está, ¿para qué retrasarlo? Solo será un momento y quizá esta noche podré empezar a dormir en paz.
La mujer del albañil se resignó a seguir a su vieja amiga. Se sentía ligeramente dolida por su conducta, pues hubiera preferido verla más abatida con la muerte y el recuerdo del viejo alfaquí. Pero la alegría desbordada de haberse escapado gracias a su oportuna muerte era más fuerte.
Clara la obligó a lavarse las manos y a pronunciar la fatiha. Después, le preguntó en un último gesto de desconfianza:
– Dime… ¿no estarás en tu período de impureza?
María aseguró que hacía días que había tenido la menstruación. Con los labios secos por la emoción, la esposa del albañil tomó el bonito manuscrito y lo abrió por la primera página. Clara la vigilaba con suma atención. María pasó lentamente las páginas. No entendía nada. Reconocía las letras, a duras penas las reunía en palabras, pero se le escapaba el significado. Por su disposición, se parecía al texto santo. Un fragmento que consiguió más o menos descifrar repasaba los distintos nombres de Dios. Pero la joven no conseguía encontrar las pocas suras que conocía y que, por ser más cortas, solían figurar al principio del manuscrito.
– Déjame sola un instante -replicó irritada a la vieja que la miraba por encima del hombro y la distraía con impertinentes preguntas-. No consigo descifrarlo contigo colgada al cuello. Abre un poco los postigos, no se ve nada en esta casa.
Ya sola, empezó a leer en voz queda el texto de abertura; esperando que la repetición de las palabras la ayudara a acercarse al sentido. Pero fue en vano. Furiosa, lo intentó con otro fragmento escogido al azar.
El párrafo se iniciaba con una invocación en algarabía al poder supremo de Dios y su Profeta. La continuación, aunque totalmente incomprensible, le procuró una extraña sensación familiar. Repitió su balbuceo en un tono más alto.
– Por Dios, ¿cómo es posible? Es…
Todo quedó aclarado. Repitió el párrafo, petrificada por poder comprenderlo ahora con tanta facilidad. Abrió el manuscrito por la mitad, leyó unos principios de frase, luego fue al final, leyó todo un párrafo. Escandalizada, terminó por alejar el libro de ella, como si le hubiera mordido.