– ¿Y bien, hija mía? ¿Es el Corán?
La exclamación surgió de la habitación contigua, donde Clara hervía de impaciencia.
María balbuceó algo ininteligible. Clara interpretó el gruñido de la joven como una negación. Y al instante su cara se quebró como la de una niña luchando contra las lágrimas. Puso una mano en la mesa para sostenerse, dispuesta a llorar.
A María se le rompió el corazón, abrazó a la anciana y forzándose a sonreír, le levantó el mentón.
– Querida tía, pero ¿quién te ha dicho que no es el Corán?
Con los labios aún deformes por la decepción, Clara sollozó.
– Por la cara que pusiste… se diría que habías visto al diablo.
– Pero ¿qué dices, tía? Es el Libro Santo. Te lo aseguro… Pero bueno, no olvides que es la primera vez que tengo uno entre las manos…
Intentó sonreír y deseó con todas sus fuerzas que la anciana no leyera la mentira en su cara.
– Es tan impresionante que se me ha puesto la carne de gallina, tía Clara. ¡Un poco más y me echo a llorar como tú!
Clara la miraba, dividida entre su desconfianza de campesina y sus intensas ganas de creerla.
– Voy a leerte un pasaje si quieres.
María tomó el manuscrito, lo abrió más o menos por la mitad, colocó un dedo en el centro de la página y declamó en algarabía:
– «En nombre de Alá, el Clemente, el Misericordioso… Propusimos la responsabilidad del universo a las montañas, a los cielos y a la tierra, pero sintieron tanto miedo que la declinaron. Y el hombre, en cambio, aceptó. Es un violento y un inconsciente…»
Su corazón parecía a punto de estallar. Sin darse cuenta del sacrilegio que encerraba su petición, suplicó: «Señor, ayúdame. Haz que ni mi voz ni mi memoria flaqueen». Pasó varias páginas e hizo ver que dudaba antes de recitar con la misma fingida pasión:
– «En nombre de Alá, el Clemente, el Misericordioso… No cae una hoja sin que Él tenga inmediato conocimiento, no hay un grano en la oscuridad de la tierra, una hierba verde o seca que no esté registrada en el Libro…»
Levantó la cabeza. Clara solo tenía ojos para el manuscrito y su cara se había transfigurado por la felicidad.
– Detente, hija, te creo. Pero no se lee el Libro de Dios sin estar en estado de oración.
Tomó el manuscrito y lo envolvió de nuevo en la tela verde.
– Gracias, Dios mío -dijo besando el paquete-. Gracias, Pedro, mi viejo amigo -concluyó con más dulzura.
María acarició a la anciana, tan ridícula con su pelo alborotado y su ternura quejumbrosa. Una quemazón, que atribuyó a los celos, se apoderó de su vientre.
– No le di una vida fácil a mi Pedro y él me lo devolvió con creces. Pero hubo un momento en el que nos amábamos desesperadamente -intentó justificarse-. Y a mi edad, pequeña, eso es de lo único que me quiero acordar.
Esa noche fue María la que no pudo dormir. ¿Por qué había mentido deliberadamente a Clara? Intentó convencerse de que si había blasfemado de una forma tan horrible había sido tan solo por piedad. Sin embargo, una voz desagradablemente sarcástica le susurró que la perspectiva de heredar de su anciana amiga también había ayudado.
Gaspar dormía junto a ella. A veces, su respiración parecía estar a punto de detenerse y luego volvía a empezar con un brusco ronquido. María sintió una profunda desazón: ¿seguiría condenada el resto de su vida a dormir junto a ese zoquete que parecía descargar la vejiga en ella cada vez que le hacía el amor?
Si seguía pensando así el enfado iba a condenarla al insomnio. Más le valía volver a pensar en el manuscrito e imaginar a la devota Clara arrodillada ante lo que pensaba que era un Corán. ¡Si supiera…! A pesar de la vergüenza, María no pudo reprimir unas ganas locas de reír.
El texto estaba redactado en dos lenguas, algarabía y castellano, pero usando únicamente el alfabeto árabe. Según lo poco que había podido leer, el autor había escrito solo las numerosas invocaciones a Dios en la lengua sagrada, y el resto en la lengua de los cristianos del reino de Castilla. María había oído hablar vagamente de esta forma de transcribir el castellano: el aljamiado. Su padre solía afirmar con rabia que los nazarenos, no contentos con reducir a los musulmanes a la esclavitud, también se habían adueñado de las letras de su Libro Santo para mofarse de sus creencias.
María se removió en la cama, aún aturdida. No, ese libro indecente no hablaba de fe, ¡sino de la mejor forma de conseguir la satisfacción del cuerpo y de la mente durante la unión amorosa! Se expresaba de forma insólita, casi ridícula; por eso al principio se le había escapado el sentido. Alguien describía con detalles cómo «beber de la copa de las piernas de la mujer» y ser «elevado al paraíso del placer visitando con delicadeza su fisura, semejante al fruto del granado».
Recordó el último pasaje, precedido para su sorpresa por largas alabanzas al Maestro del Universo y a su Enviado (cuya pasión por las mujeres era recalcada con insistencia). En él, una amante voluptuosa se quejaba de que la mitad del instrumento de su amado desaparecía demasiado deprisa de entre sus piernas, mientras que la otra mitad se introducía con excesiva lentitud. Le recomendaba a su amante que, si quería complacer a Aquel que había moldeado al hombre y a la mujer, mejorara su manera de penetrarla y de acariciar, por ejemplo, su grupa con suavidad mientras tapiaba su puerta…
¿Qué querría decir el obsceno redactor del manuscrito? María intentó imaginarse al desconocido autor de ese falso Corán tapiando la puerta de su compañera, pero renunció a ello con un repentino nerviosismo. Tragó saliva con dificultad, inquieta al sentir que le flaqueaban las fuerzas.
Condujo con repulsión la mano hasta la abertura de su sexo y se sorprendió al hallarlo completamente húmedo. Su boca, en cambio, tenía la consistencia del yeso.
La mano de la joven se crispó en su vulva. Una especie de dolor… no, más bien una bocanada desgarradora de placer le recorrió el cuerpo con tanta brutalidad que, por un instante, le faltó el aire.
«¿Nadie podrá darme jamás este placer?», se preguntó, ahogada por el sentimiento de injusticia. Sus dedos se deslizaron más profundamente entre los pétalos de carne.
– Alá Misericordioso, Tú que nos engañas y nos haces tan desgraciados, ven a mí con Tu miembro y Tus cojones -murmuró entre dientes, casi ebria, con el deseo abalanzándose sobre su cuerpo como una fiera herida.
Se durmió inmediatamente después de gozar. En realidad, era la primera vez en su vida. Todo su cuerpo se lanzó al pozo del sueño para no enfrentarse al terror inspirado por el abominable ultraje que había infligido al Creador.