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Esa machacona concatenación de hipótesis sobre qué habría sido de su vida si en su huida hubiera abandonado a Juan el día en que nació la torturaba. Por supuesto, no se habría arrimado al primero que se le hubiera acercado, ni habría tenido la impresión de estar ahogándose continuamente ni, sobra decirlo, habría tenido bajo sus ojos día y noche la prueba en carne y hueso de su fracaso amoroso y de su posterior violación. Por otro lado, sin su encuentro providencial con Gaspar la milicia la hubiera detenido tarde o temprano y condenado a la horca o a la hoguera… Y lo más grave de todo, se habría perdido la alegría de ver nacer y crecer a su pequeño Juan.

«Tu hijo es tu única familia verdadera, ramera, no es un trasto viejo. ¿Cómo te atreves a dudar entre protegerle y abandonarle? Solo piensas en traicionar: a tu hijo, a tu marido, a tu religión… o a tus religiones, cuando tu única preocupación debería ser la de ayudarle a escapar de la prisión en la que te pudres. ¡No mereces ni el aire que respiras, pérfida!» Esa vocecilla interior, siempre acechando en un rincón de su cabeza dispuesta a aprovechar la menor ocasión para humillarla, conseguía barrer sus ensoñaciones de un plumazo.

«Hijo mío, perdóname, jamás hubiera dudado, debes creerme. Que me muera al instante si alguna vez renuncio a ti», murmuró con la voz herida por la culpabilidad.

Abandonaba entonces de inmediato la cocina o la cubeta de la ropa para acudir en busca de su hijo, atormentada ante la posibilidad de que sus desvíos se convirtieran en mal de ojo para él.

El niño adoraba y temía esos momentos en que su madre acudía a su encuentro, en la iglesia o en la plaza del mercado. Aunque estuviera cubierta por un vestido negro y luciera un pañuelo sobre sus cabellos indómitos, continuaba siendo increíblemente hermosa y ello provocaba en él un escalofrío de orgullo acompañado de aprensión. Ya un mocoso le había advertido que la belleza de su madre era excesiva y que su tía le había contado que tanta hermosura no era normal. El asunto acabó en pelea.

– ¡Para! ¡Mi tía mintió, tu madre no es bonita! -Pero tras recibir otro puñetazo, rectificó lloriqueando-: Bueno, no… No quise decir eso… Quiero decir que tu madre es «normalmente» hermosa.

A la vista de todos y sin tener en cuenta su incomodidad, su madre lo abrazaba hasta ahogarle, le besaba el pelo, el cuello, las mejillas… como si no se hubieran visto desde hacía una eternidad. Aplastado contra su pecho, oyendo los latidos precipitados de su corazón, él percibía la angustia de esa madre habitualmente hosca, casi altiva, sin comprender la razón. Luego lo colmaba de dulces, le servía mejor comida que a su padre, le permitía caprichos que en los días «normales» le hubieran costado buenos pescozones. Pero la alegría de Juan estaba lastrada por la tristeza que percibía en su madre. Por más que tuviera una bonita sonrisa y que fuera capaz de reír por cualquier cosa… Juan no era tonto y le bastaba con observar las comisuras de sus ojos para encontrar una minúscula lágrima que delatara el reciente llanto. Y ese simple hecho le sobrepasaba, porque jamás había visto llorar a su madre en su presencia.

Esa madre a la que Juan amaba tanto a pesar de su agrio carácter y su mano férrea, acabó dándose cuenta de que su hijo la observaba. Al principio alzaba una ceja ante la audacia del pequeño. Entonces su cuerpo se ponía rígido, como el de un animal que supone la presencia de un depredador, escondía la cara para escapar al examen de su hijo y le lanzaba una mirada cargada de ironía que nada tenía que ver ya con el desbordamiento de amor precedente. A veces, sus ojos mostraban incluso una desaprobación de la que ella no era consciente y que se dirigía a él como si fuera un adulto. Juan bajaba la cabeza, vagamente asustado, sintiéndose poco a poco invadido por la oleada de tristeza de su madre. Solo el padre parecía no entender nada, feliz de ver por una vez tan contenta a su esposa y negándose a distinguir el fugaz gesto de desagrado en sus labios cuando la rozaba.

El muchacho languidecía a ojos vista. Amaba a ese padre tierno y afectuoso, más dispuesto a enseñarle a pecar que a azotarle, a diferencia del resto de los padres del pueblo. Juan se daba cuenta de que sus padres no se entendían y que iban tan desacompasados como una pareja formada por un ganso y una gallina. Tampoco ayudaba el hecho de que su madre hubiera podido pasar sin problemas por la hija del albañil (y quizá ni siquiera la mayor). Pero esto no era motivo para que ella inundara de reproches a su marido. Juan odiaba ese desdén prácticamente público.

Consternada, María dejó de masticar la hoja de alcachofa. Usó los dedos para contar: solo había pasado un mes y medio desde que vio el manuscrito. Y todo sucedía al mismo tiempo: la muerte del cura, la enfermedad de Clara y su nuevo embarazo. No sabía cuál era el acontecimiento que tenía que pesarle más.

El cura había muerto antes de que pudiera hacerle, la pregunta que acariciaba cuidadosamente desde hacía años: ¿qué podía hacer para salvar a Juan de su condición de morisco, alejarlo del pueblo y del país? Había dado suficientes pruebas de fe para esperar hallar en el cura un oído indulgente y algunos consejos. Si lo hacía bien, quizá conseguiría que le redactara una recomendación. En los últimos tiempos, había obligado a su marido a invitar varias veces al hombre de la sotana. En esas ocasiones, María le servía costillas de cerdo bien cristianas, que Gaspar compraba discretamente en el pueblo vecino.

Pero había dudado demasiado. No encontró las palabras para exponer sin demasiados riesgos su deseo, no solo de proteger a su hijo de las persecuciones a los nuevos cristianos, sino también de enseñarle un oficio respetable que no fuera ni pintor, ni cantor, sino algo entre ambos… un oficio relacionado… ¿cómo decirlo?, con el arte que suscita la admiración de la gente.

En su fuero interno, sin embargo, María sabía que la expresión era ridícula, y la sustituyó por «la práctica de cosas hermosas que placen al Señor». Pero ¿cómo podría contarle al cura que ella, la rústica campesina, no quería para su hijo un oficio mediocre como el de su marido o el de los otros habitantes del pueblo? Y sobre todo, ¿cómo presentarle una actividad, de la que no tenía ni la más remota idea, tan curiosamente definida como algo a medio camino entre dos profesiones tan discordantes entre sí y tan extrañas a su comunidad? La única salida hubiera sido contar en el secreto de confesión la doble bastardía de cristiano viejo de Juan, y las consecuencias que ello implicaba, según María, para su futuro. Para reparar en parte el desorden del pecado, ¿no debería el hijo ser capaz de alguna manera de representar dignamente a sus dos padres? Si se estableciera con un oficio visiblemente de cristiano viejo, quizá podría alejarse de aquel poblado de comadrejas asustadas que huían en vano de las cacerías de la Inquisición… ¡Pero jamás confiaría ese deseo al confesor!

María no sabía cómo justificarse la nostalgia por el oficio de su violador. Obviamente tenía razones para querer perpetuar el recuerdo de Lorenzo… Pero ¿para el de su violador? Quizá fuera ese sentimiento cercano a los celos de la búsqueda constante de la perfección, que el pintor perseguía esbozo tras esbozo, encerrado días y días en su taller con esos olores tan desagradables a cola, pigmentos y huesos calcinados… Don Miguel era codicioso y vanidoso, pero sin embargo ella lo había visto deslomarse por sus proyectos, entregarse a su arte hasta el punto de jugarse el pellejo con obras que eran imposibles de vender… como sus retratos de la Virgen, por ejemplo.