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Ahí había un misterio, casi rayano en la sacralidad… Como si mientras don Miguel se dedicaba a su arte escapara a su vileza. Después de tantos años, seguía odiando al pintor, pero no negaba que le había abierto los ojos a un nuevo mundo, aunque no le resultara de ninguna utilidad en el angosto entorno de su vida. El viejo cura se habría reído sin indulgencia de su parroquiana en cuanto le hubiera confesado que el lunático que la había tratado peor que a un orinal le había transmitido su pasión por la pintura.

Pero el pobre cura, único poseedor de una autoridad que ella creía capaz de salvar a su hijo, había muerto repentinamente un día de la misa, desplomándose sobre la mujer del latonero mientras le daba la hostia. Tras estremecerse y a punto de perder el equilibro, la mano del cura logró agarrarse al corsé de la mujer. Su cara pasó al blanco grisáceo de un cadáver mientras sus dedos seguían pinzando el seno de la mujer del latonero. En medio de los alaridos de esta última y la agitación que se había apoderado de la iglesia, María apenas pudo reaccionar, estupefacta ante la iniquidad de los hechos. No podía ser. Corrió desesperada a refugiarse en el confesionario, donde permaneció acurrucada hasta la noche, con las piernas dobladas y el alma abrumada. De nada servían ya las cábalas que pacientemente había elaborado, ni las repetidas oraciones, ni su obsequiosidad, ni las confesiones dominicales, ni la carne de cerdo, ni el catecismo, ni el latín impuestos a su hijo… Contuvo las lágrimas, sollozando. Cuando la conciencia del fracaso se ancló definitivamente en su cerebro, le embargó la necesidad de llorar. Pero no sucedió nada. Sus ojos se empeñaban en permanecer secos. Solo la nariz, irritada por los espasmos de las inspiraciones, acabó sangrándole.

Para complicar aún más las cosas, al día siguiente de la muerte del cura, Clara tuvo la mala idea de usar una escalera para recoger peras. Se cayó y se rompió algo de la espalda. Desde entonces, María pasaba parte del día en casa de la matrona, que no podía levantarse de la cama. Tenía fiebre y poco a poco iba perdiendo la cabeza; hasta llegó a afirmar con una sonrisa de éxtasis que su Pedro le hablaba desde el más allá y que le recomendaba que para acelerar su encuentro, adorara aún con más devoción el Libro Santo que le había regalado. La enferma asió la mano de María y le tendió el manuscrito que cada vez ocultaba menos y le suplicó que le leyera algunos fragmentos.

– Tengo que lavar mi sucia alma con agua del Corán.

Azorada por la imprudencia de su amiga, María intentó disuadirla. Además, el contacto físico con esa compilación de recetas licenciosas seguía incomodándola. Pero cuando los lloriqueos de la anciana se transformaron en gritos al alcance de los oídos de vecinos maliciosos, María tuvo que aceptar su petición.

Y mientras su boca salmodiaba maquinalmente el mismo trío de versículos, la lectora se hundía con un terror fascinado en el fango del texto aljamiado. Al final, sonrojada, lanzaba una exclamación de indignación o una risotada a los «consejos» del autor, quien no había dudado en detallar cómo los amantes podían incendiarse de placer durante su unión por el orificio estrecho.

Mientras, pasando una y otra vez la lengua por sus labios entrecortados, María silenciaba a su amiga con miradas un poco ariscas, repitiendo ante cualquier pregunta: «Alá es grande y Mahoma su profeta; que a través de él lleguen al Maestro del Mundo nuestras oraciones». A veces, la anciana se desembarazaba de la colcha e intentaba salir de la cama murmurando entre dientes:

– Pedro tiene razón… Hay que estar preparados, María… Pronto el Caballero Verde oirá nuestras súplicas. Liberará Andalucía y será el fin de nuestras desgracias. La bondad volverá a florecer y la felicidad regresará. Los nazarenos volverán a ser nuestros vasallos y les cortaremos la cabeza a los blasfemos. Nuestros califas reinarán… el esplendor de los omeyas…

Y yo tendré un magnífico galgo árabe que caminará a mi lado. Eso es lo que el ángel prometió a Pedro… Me crees, ¿verdad, hija mía?

Con los ojos húmedos, María asentía. Lograba agarrar a la mujer antes de que cayera de la cama para volverla a tumbar. La alimentaba, la limpiaba y, antes de dejarla sola, le preparaba una tisana de hierbas calmantes y esperaba hasta que conciliara el sueño. La esposa del albañil regresaba a su casa, entristecida por la evolución de su amiga. ¿Con quién combatiría ahora el insoportable aburrimiento de los días sin fin en el pueblo? Clara era criticona, daba demasiados consejos y se ponía insoportable con su vano orgullo sobre la grandeza pretérita de sus nobles antepasados… Especialmente cuando se comparaba con el resto del pueblo que, según ella, descendía de los innobles zenetes y sanhayas del norte de África («¡langostas hambrientas que no esperaron a los nazarenos para saquear la magnífica Córdoba!»). Pero de vez en cuando, tenía gestos de ternura maternal capaces de ponerle a María un nudo en la garganta.

Más de una vez, la joven se encerró en el trastero para no deshacerse en lamentos ante Gaspar y Juan. A título de consuelo, como si se tratara de una revancha contra la brutalidad del mundo, se humedecía los dedos con saliva, se alzaba el vestido y se acariciaba. Gozaba apretando los dientes, mediocremente, sin conseguir revivir el milagro de la primera vez. En la habitación oscura recordó una leyenda que le contó Clara; hablaba de un santo encerrado en una habitación que se escapó por una ventana que había dibujado en la pared con un trozo de carbón. María trazaba a su vez un rectángulo en los morillos mal colocados y observaba con ironía y seriedad su mágico contorno. ¿Qué deseaba en el fondo? ¿Huir de aquel presente apestoso? Pero ¿adónde?, ¿al pasado?, ¿al futuro?

Cuando intentaba distinguir la silueta del futuro, no veía más que aflicción y muerte. Entonces, la «prisionera» se giraba al pasado, a su pasado. Ese paisaje que conocía demasiado bien se le aparecía aún más afeado por las malas hierbas de desgracia y la desesperación. Sin embargo, en un rincón del horizonte, a varios años de distancia, había un claro, verde, con un bonito riachuelo cantarín, acerolos y gente riendo. Con los ojos cerrados, distinguía los rostros de sus seres amados: su padre, su tía y su madre, con rasgos poco definidos. Qué no daría por elevarse hacia ese segmento de tiempo, hacia ese minúsculo puñado de años de felicidad.

Cuando la tristeza ante la imposibilidad de la evasión era demasiado profunda, María volvía a abrir los ojos, borraba el dibujo y, crispando su alma y su cuerpo, salía del trastero y regresaba con su familia.

19

Fue durante una de esas tardes de lectura cuando María sintió náuseas por primera vez.

– Pero… ¡fíjate en esas ojeras, en el color ceniza de tu piel! Mujer, ¡tú estás embarazada! -le asestó con la máxima naturalidad la vieja comadrona, abandonando por un instante su delirio-. Después de tantos años… Ya ves, todo se arregla desde que lees el Libro. Su compasión viene en tu ayuda. ¡Dale gracias a Alá antes de que cambie de opinión y corre a anunciar la noticia a Gaspar!