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La comadre acercó con autoridad el manuscrito a los labios de su amiga. María, desbordada por la noticia, se inclinó y besó la cubierta historiada.

Cuando fue consciente de su gesto, se frotó con todas sus fuerzas los labios con el puño del vestido, pero el mal ya estaba hecho. El pánico se apoderó de ella. ¿Qué significaba ese embarazo milagroso tras doce años de infructuosa vida en común?

Si hasta ahora no se había quedado encinta, no podría achacarse a la falta de ardor del albañil. En lugar de calmarse, con los años su deseo no había hecho más que aumentar. Además, sin proclamarlo jamás abiertamente, cada vez deseaba más un hijo realmente suyo. Las noches de luna llena, conocidas por ser más favorables al acto de procreación, comía varios huevos y una sopa de hierbas propicias para la fecundación. Se iban a la cama mucho antes que de costumbre y Gaspar, a pesar de la apatía de su mujer, conseguía su propósito. Pero su semen parecía tan eficaz como la cuajada.

Los dos esposos sabían, sin embargo, que si había alguna deficiencia debía de ser por parte del marido; Juan era la demostración más patente. María había acabado por convencerse de que las eyaculaciones pretenciosas de su Gaspar eran tan ineficaces como las de un burdégano. Pero consideraba esa esterilidad como algo positivo, pues el nacimiento de un varón podría alterar la estima de Gaspar hacia su supuesto hijo.

María contó y recontó los días. Había transcurrido un mes y medio desde su encuentro con el libro salaz y el increíble efecto que produjo sobre ella. Más o menos coincidía con su embarazo.

No estaba nada de acuerdo con Clara cuando esta invocaba la acción de los espíritus ante cualquier circunstancia supuestamente extraña. La matrona se sentía orgullosa de haber conocido a brujas y brujos cuando era joven: decía que le enseñaron a ver más allá de lo que ella denominaba pomposamente «la primera visión de las cosas». María se limitaba a alzar los hombros, más bien escéptica, pero sin tener una opinión formada al respecto. Claro que creía, como todo el mundo, en la existencia de espíritus todopoderosos, pero era sabido que tenían otras ocupaciones que la de interesarse por las ínfimas preocupaciones de los humanos, sobre todo si estos estaban perdidos en lo más profundo de una región tan insignificante como la suya.

A pesar de todo, el corazón se le aceleró. Miró con ojos torvos el libro que acababa de besar. Una pregunta zumbaba en su cabeza, al principio como una mosca y después como un aherrojo dispuesto a picar: ¿sería posible que el falso Corán…? O aún peor, ¿que Aquel al que había ultrajado, y cuyo nombre no osó pronunciar, estuviera detrás de su embarazo?

Clara leyó el desasosiego en el rostro de su amiga.

– ¿Temes tener una hija? El bribón de tu marido exige un segundo varón, ¿no es cierto? Ah, estos estúpidos varones.

La enferma le tomó la mano, la golpeó con suavidad para reconfortarla y luego se la acercó. María miraba sin comprender nada.

– Siéntate. Yo te ayudé a parir y lo sé casi todo de ti. Súbete el vestido y deja que te palpe el vientre. Te diré el sexo de tu hijo. Sabes que tengo mucha experiencia en este tema y que Alá me ayudará a dar con la respuesta.

Ese día regresó corriendo a su casa y se acostó sin cenar, presa de una fuerte agitación. No anunció nada a su marido, que se inquietó ligeramente antes de achacar la palidez de su esposa a una de esas misteriosas enfermedades de mujer de las que los hombres no podían hablar. Pasó la noche dando vueltas en la cama, atormentada por dos ideas. La primera -que alguien que no era Gaspar fuera el progenitor de lo que estaba floreciendo en su vientre- la aterrorizó tanto que se pellizcó hasta sangrar, tratándose de loca por tener esos pensamientos. Sin embargo, los dientes no dejaban de castañetearle: ¿cómo habría reaccionado la ingenua Virgen cuando se encontró preñada de la obra del Invisible? ¿Pensó por un momento, la esposa de José, que su dócil sumisión al deseo del Amante sería recompensada con la crucifixión de su hijo? ¿Qué precio tendría que pagar ella misma por los «favores» de un Espíritu, santo o diablo?

«Estás perdiendo la razón -se dijo agotada cuando ya amanecía-. ¡Se te escapa el entendimiento por las orejas como la orina de la vejiga cuando orinas! No eres ni la prima de la Virgen ni la favorita de algún íncubo. Desde que te casaste, por entre tus piernas solo ha pasado tu marido. Gaspar es el padre del bebé que está por venir.»

A pesar de que una ínfima parte de su cabeza se negaba fieramente a ello, María decidió no preocuparse más que del segundo problema, también importante: el del sexo del futuro hijo. Y si no fallaban los pronósticos de la vieja arpía, tenía razones más que suficientes para temer por el futuro de Juan.

Clara le había pasado la mano por el vientre y por sus partes íntimas, y tras ello le había confirmado que estaba embarazada de otro varón. La matrona afirmaba que era capaz de reconocer, incluso con tan poco tiempo de vida, signos de virilidad. Prueba de ello, decía, era la forma que había adquirido el ombligo de la joven (una pequeña verga retorcida). Tras introducirle sin ningún aviso sus largos dedos huesudos en el fondo de su vulva, había tocado además los dos cojoncitos del bebé, del tamaño de una pepita de uva pasa.

– Pero ¿cómo puedes estar segura? -inquirió la joven arreglándose el vestido, aún sofocada por la palpación que se había permitido la matrona.

– ¡Que me muera antes de que acabe el mes si lo que digo no es cierto! -replicó Clara, indignada por el tono de incredulidad de su amiga-. Hija, ve a anunciar la noticia a tu albañil antes de que me arrastre por el suelo y lo haga en tu lugar.

María no dijo nada al futuro padre, aunque fingía lo contrario ante Clara. Una especie de doble pánico se apoderó de ella. Tenía que alejar lo antes posible a su hijo de esos malditos españoles y elegir para él un oficio que ni siquiera era capaz de definir. El pueblo olía cada vez más a renuncia y a carroña. Sus gentes se habían acomodado a la espera de lo peor, transformando en virtud los signos ostentosos de su resignación.

– Cuanto más nos sometamos a la voluntad de Dios, más se apiadará de nosotros. Antes, por la gracia de Dios Todopoderoso, estas tierras nos pertenecían, pero nuestro desmesurado orgullo nos ha hecho perder la humildad y Él nos ha castigado rebajándonos más que a las ratas… Y tú, con tus lamentos sin sentido, ¡corres peligro de atraer sobre nuestras cabezas más ira divina y también más ira de la Inquisición! ¿Con qué derecho te mezclas en nuestros asuntos, extranjera, si ni siquiera sabemos de dónde vienes? -le lanzó con perfidia una mujer en el lavadero tras un intercambio de opiniones que había derivado en discusión.

Las dos mujeres llegaron a las manos y el resto de lavanderas tuvo que intervenir para separarlas.

María estaba convencida de que el nacimiento de otro niño la incapacitaría para ocuparse convenientemente del primero. Incluso podría ser que el cerdo de su marido aprovechara para que, una vez «curada» su semilla, le hiciera rápidamente otro mocoso y, quién sabe, quizá un tercero, un cuarto… hasta que al final ella se pareciera a sus vecinas de carnes caídas, entregadas a calmar los llantos de sus vástagos y al cuidado de sus penosas casas. ¡Adiós a los sueños de una vida honrosa para Juan! ¡Adiós al juramento que hizo al nacer el niño!