Salió de la iglesia una hora más tarde, sin recordar ni una palabra de lo que había hablado con el cura. Se aclaró la garganta varias veces antes de eliminar ese regusto que le impregnaba el paladar. Cuando empujó la puerta de su casa, comprendió que esa sensación pútrida era la respuesta de su cuerpo a la decisión que acababa de tomar.
Regresó en varias ocasiones a consultar al cura, con quien hablaba largo y tendido de detalles del bordado, afianzando su dominio con gestos aparentemente inconscientes: labios entreabiertos, el cuello inclinado de lado, una mirada condescendiente. Cuando se agotó el tema del estandarte, el padre Joaquín le pidió con tono ronco que se confesara con él en la próxima ocasión.
Ese día, María orientó su confesión, voluntariamente confusa, hacia el pecado de la carne que no cejaba de atormentarla. Detrás de la rejilla del confesionario, el joven insistía vanamente en obtener detalles; según él, la absolución que él le daría en nombre de Nuestro Señor solo sería válida si ella liberaba totalmente su conciencia. Por su voz sorda y sus bruscas preguntas, casi suplicantes, concluyó que el cura estaba «turgente». Le prometió, como se promete a un pretendiente, que volvería al día siguiente para terminar su confesión.
En lugar de eso, al día siguiente le presentó a Juan. El cura apenas pudo disimular su decepción. Se había perfumado, peinado y vestía una sotana impecable. La irrupción del niño arruinaba, ni que fuera momentáneamente, sus esperanzas de confesión licenciosa.
María habló con pasión al cura de lo que deseaba para su hijo.
– Padre, mi hijo merece algo mejor que vivir en este callejón sin salida. Ayudadle a salir de aquí… Entre pintura… música… Fuera de España…
El tono de la mujer rayaba en la imploración, pero fue su mirada lo que no se prestaba a confusión: «Seré vuestra tantas veces como queráis si ayudáis a mi hijo».
Sorprendido por el discurso febril de esa hermosura de mujer, el cura respondió como pudo.
– Pues bien, que se haga… que se haga… ¿Es hábil con las manos? -le preguntó, y ella asintió, precipitadamente. En realidad, constató con dolor, nada en la vida de su hijo le había dado ninguna razón para responder afirmativamente sin mentir-. No sé… ¡Grabador! Sí, ¿por qué no? Es un oficio honroso: esculpir al aguafuerte imágenes santas en placas de cobre…
– ¿Grabador de metal? Pero eso no está entre la pintura y el canto…
– Depende -respondió el cura con repentino desparpajo-. Si el aguafuerte es bueno, la gente del oficio dice que «canta» a los ojos.
– ¿Un agua canta a los ojos? Pero, padre, ¿os estáis riendo de mí? -Luego cambió de tono y añadió-: ¿Es un oficio practicado por los moriscos?
– No conozco a ningún morisco famoso en ese arte. -El cura insinuó su diversión levantando exageradamente las cejas-. ¿Acaso tienes algo contra los tuyos?
– ¿Ayudaréis a mi hijo a marcharse de aquí? -replicó ella, soslayando su lacerante pregunta.
– Bueno… Los edictos prohíben a los conversos…
– Padre, os lo suplico…
– Mmm… No será fácil… Sin embargo, si la ayuda es recíproca, hija mía, entonces…
Ella asintió con los ojos y el cura hizo lo propio. Así se selló el pacto sin pronunciar palabra. El niño bajó la cabeza, incómodo. Jamás había visto así a su madre. Ella solía mostrarse tan dura con los hombres que verla actuar de esa forma tan sumisa y tan falsa le sorprendía. ¿Y qué sería esa agua con supuesta fuerza de la que hablaban? ¿Un oficio? ¿Lejos del pueblo? Pero si él no quería irse a ninguna parte… Sus padres, sus amigos, todos estaban allí. ¿Acaso su madre se había vuelto loca? Le tiró de la manga para exigirle explicaciones. Ella se zafó. Él insistió y ella le dio un bofetón. Le ordenó que la esperara fuera en la plaza.
María y el cura se quedaron a solas, en la penumbra, detrás de una columna. Al principio, el cura se quedó petrificado. Tosió para recomponerse. De repente, resolvió sus dudas y avanzó hacia ella con brusquedad, inclinándose para besarla. María sintió repulsión al ver cómo el lunar del cura se abalanzaba sobre ella como un tercer ojo mientras sus labios buscaban su boca.
– Ahora no, padre Joaquín… -Lo rechazó suavemente-. Antes tenemos que entendernos… Después.
Se reunió con su hijo ante el pórtico de la iglesia. El niño tenía los ojos rojos. Ella suspiró, le pasó la mano por el pelo. El día antes, Juan se había quejado de algo; agobiada, ella lo interrumpió y le dijo que dejara de lamentarse como un niño, que era ya casi un hombre y que tenía que comportarse como los de su edad.
Pero ahora se daba cuenta: Juan aún era muy joven para marcharse y ella le había demostrado tan poco que lo amaba… Quiso pedirle perdón por el bofetón, pero no lo hizo. Ella también sufría mucho y no tenía nadie en quien confiar. Le dio un beso en la cabeza y lo agarró de la mano.
– Vamos, Juan. Volvemos a casa. Tu padre debe de estar hambriento.
María nunca había engañado a Gaspar. Es cierto que no le quería, pero respetaba su honestidad. No solo le había salvado la vida, sino que desde el principio había amado sin restricciones a un hijo que no era suyo.
Por primera vez, la hija de las Alpujarras sintió piedad de aquel que el destino le había mandado como marido.
20
Cuando más adelante María se planteara si creía realmente en Dios, la respuesta brotaría en sus labios cubierta de blasfemias: claro que creía… creía en un Dios cruel tan firmemente como creía en la existencia de los lobos carroñeros.
El día de la procesión no tardó en llegar. En el pueblo se respiraba una atmósfera aplastante, impregnada de vergüenza y excitación ante la perspectiva de participar en un acontecimiento que, aunque humillante, al menos rompía con la monotonía plomiza de su existencia. Tanto unos como otros, cristianos nuevos como cristianos viejos, concluyeron que la procesión constituía un examen para la comunidad morisca. Incluso la hipocresía de los más ladinos, que disimulaban sus auténticas creencias bajo un derroche de exaltación cristiana, valdría la pena aquel día: sus hijos más pequeños, que no estaban aún al corriente de su herejía, tomarían las muestras de fe de sus padres como auténticas y ejemplares. Las autoridades de la región, que no habían visto con demasiados buenos ojos esta iniciativa del franciscano, cambiaron rápidamente de opinión. Reforzaron sus efectivos e incluso varios miembros de la Inquisición se unieron al notario para descubrir a conversos de fe demasiado tibia. El señor recaudador se encargó de contratar los toros, un convento prestó sus reliquias y se montó un estrado en la plaza del pueblo para los dos sermones del padre Joaquín.