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Habían pasado dos semanas desde que el cura intentó besarla por primera vez. Se habían visto varias veces, pero María jamás cedió a sus deseos y solo le permitió algunos roces con el único objetivo de hacerlo enloquecer aún más. Para impresionarla, el cura se había vanagloriado de que sus parientes romanos apreciaban enormemente el maravilloso oficio de grabador. Uno de sus tíos incluso conocía un famoso taller donde se formaban aprendices.

– Entonces enviaré a Juan allí -dijo ella.

El fulero rió, pero al ver la mirada decidida de su interlocutor empezó a arrepentirse de su bravuconería.

– Qué ingenua eres. Te estoy hablando de Roma, de Italia, ¿comprendes? Hace falta dinero, mucho dinero: el viaje, los gastos de estancia… No es un país hecho para campesinos.

María sacudió la cabeza.

– Mi hijo ha… heredado de su abuela. Yo me encargaré del dinero. Encargaos vos de su admisión en ese taller.

– Jamás aceptarán a tu hijo en Roma. ¡Es la residencia del Papa! Tu hijo no es lo bastante… bastante…

– Cristiano viejo, ¿es eso? -preguntó desafiante. Y sin abandonar la expresión hostil de su mirada, añadió-: Pues lo será. Vos mismo le expediréis un certificado de pureza de sangre.

– Has perdido totalmente la cabeza, mujer -protestó el hombre golpeándose la sien con el índice-. Para ese documento, su pureza debería remontarse al menos a cuatro generaciones sin el menor resto de sangre judía o mahometana. Hacen falta pruebas sólidas, certificados de bautismo, testigos cristianos viejos, un notario…

– No necesito pruebas ni testigos, solo un documento.

– Pero ¡será falso!

– Sí, será falso. ¿Y…?

– Estás loca, María. Si alguien lo descubriera… No, no, eso es imposible. Im-po-si-ble, ¿me entiendes? -Marcó las sílabas como si hablara a un demente.

– ¿Estoy loca? ¿Estoy loca? ¿Eso es lo que crees, Joaquinito?

Con la boca abierta, intentaba recuperar el control de un pecho enardecido de ira y una sensación de derrota parecida a una laceración. El cura estaba estupefacto y no podía retirar su mirada de la nueva cara de la pueblerina: fea, desfigurada por la rabia. Echó una mirada furtiva hacia atrás por si tenía que batirse en retirada.

Pero la mujer hizo algo increíble, tan inesperado para ella como para su acompañante. Lentamente abrió su capa y, sin apartar los ojos de él, se levantó el vestido hasta mostrarle todo su cuerpo.

– Mira bien. Al penetrar en esta iglesia, aún conservaba en mí un reducto de honor. Ahora lo he perdido. -Adoptó un tono exageradamente apenado-. ¿Qué me queda en esta tierra, a mí, la morisca que ha ido demasiado lejos por su hijo? ¿O quizá este honor perdido no ha hecho más que pasar de mi corazón a mí…? -Una mueca de alivio apareció en su rostro-. Quizá aún no lo haya perdido por completo… ¿Aceptarías una migaja de ese honor, si te lo ofreciera?

El hombre, pálido como la muerte, se aclaró la garganta.

– ¿Qué me estás proponiendo? -acertó a balbucear-. Vístete, mujer, que alguien podría verte. Al menos, vamos a la sacristía… -Le tendió el brazo como un ciego, pero lo apartó de inmediato, incapaz de admitir la realidad de la escena.

Con la mirada fija en el cura y manteniendo su vestido alzado, la obscena mujer añadió en un tono amenazador:

– Si no me garantizas ahora mismo que extenderás los documentos de pureza y una carta de recomendación al maestro grabador italiano, esta será la única vez en tu vida que me observarás… con tanto detalle. Y, en ese caso, abandonaré la iglesia gritando como una loca que has abusado de mí a pesar de la presencia de… -Con el mentón señaló el crucifijo gigante.

– Eres… Eres…

– ¡Calla, Joaquín! Juro por la vida de mi hijo que no dudaría un instante en lanzar el peor oprobio sobre ti. Quizá se me azotará por ello, pero tú no escaparás a una acusación de sacrilegio.

– No te atreverás, no tendrás valor… Tú… Tú… -El cura se asfixiaba, sin poder apartar la mirada de la inconcebible desnudez de la mujer.

– ¿Apostamos sobre mi maldad, señor cura?

Dejó caer el vestido y se lo reajustó mientras que en la cara de su interlocutor se mezclaban la incredulidad y el espanto.

– María, eres un súcubo…

– Piensa lo que quieras -le cortó de nuevo-. Ya has intentado besarme, señor de Mierda o padre Deloshuevos, así que no me hagas un discurso moral, te lo suplico. Antes de enviarme a cocer en el infierno, confiesa que pasearías con ganas la punta de tu alma pura entre las piernas de esta condenada… No puedes negarlo.

Arqueó una ceja desdeñosa ante el encadenamiento de las reacciones del joven: primero, una mirada de soslayo al centro de la sotana, y luego el intento desesperado de esconder entre sus manos la demasiado evidente protuberancia.

– Tienes ganas, ¿verdad? Entonces, concédeme lo que te pido y yo te concederé lo que tú nunca hubieras tenido que ver. Te lo juro… -se dirigió hacia una estatuilla de la Virgen-… por la leche de la Madre de Dios.

Cuando salió del edificio religioso, el sudor le recorría la espalda y las piernas le temblaban de miedo y de vergüenza.

«¿Qué he hecho? Tiene razón: el diablo me ha…»

¿Cómo había osado entrar en semejante mercadeo? ¿Su cuerpo a cambio de un papel? Había dejado a aquel meador de agua bendita en mitad de la nave, impávido como una estatua… ¿Y si a pesar de la amenaza de escándalo, la denunciaba a los soldados o, aún peor, a la Santa Inquisición? Y su pobre marido sin enterarse de nada…

«Oh, Gaspar, soy injusta contigo, pero tengo que enviar a nuestro Juan en busca de otro destino… Dios, ¿qué me está sucediendo?»

Una incomprensible exaltación la invadió, al principio marcada por la náusea y luego por el regocijo. Vaciló, se detuvo, absorta en el desconcertante sentimiento de liberación que se despertaba en ella y que poco a poco llevaba a su corazón a latir como un tambor.

Un aroma a rosas, o quizá a azahar, impregnó el aire. Era un olor delicado, intangible como una oleada de recuerdos de infancia… y por tanto evocador de peligros.

«Es imposible… -se dijo, apoyando una mano en la pared-. ¿Eres tú, madre? Pero ¡si no puedes existir! ¿Cómo puedes exigirme algo así? No te conozco, era demasiado pequeña…»

El diálogo interior le provocó una sonrisa burlona.

«Me estoy volviendo loca -se dijo-. ¡Como si no bastara con lo que tengo! ¿Por eso he pensado en ti, madre?»

María sintió ganas de pedir auxilio, pero la plaza de la iglesia estaba desierta. Se llevó una mano a la boca para impedir que le castañetearan los dientes.

«No tenía elección. He actuado como una ramera. Sí, me he ensuciado, madre, pero eso no es razón para… -gimió-. Señor, debo de estar enferma, ¡estoy hablando sola!»