«Concédete la muerte -le sugería un rincón de su mente-. Si te denuncia, mátate y serás libre. ¿Qué peligro corres, hija de Saadia y Omar? Acaso no estás ya parcialmente muerta desde hace mucho? ¿Me lo prometes, Aisha?»
La campesina se apoyó en la pared, como si quisiera tomar impulso.
«¡Que te lapiden! Seas quien seas, ¡no pienso responderte!»
Después, como a su pesar, María-Aisha asintió con la cabeza. Se preguntó si eso significaba que aceptaba la súplica silenciosa. Esbozando un mohín de temor se dijo que no lo sabía y, un segundo más tarde, que lo sabía. ¿Se estaría volviendo loca de verdad?
Empezó a caminar, casi borracha, aterrorizada pero aun así, aliviada por la alegría de sentirse tan ligera… y tan frágil.
«En el fondo -reemprendió la voz-, solo eres prisionera si te obstinas en serlo.»
Su casa estaba al otro lado del pueblo. Al cruzar la plaza, alzó la mirada hacia el horizonte: una montaña, o quizá solo una colina, tapaba la vista parcialmente. Los días melancólicos, la mujer del albañil podía pasarse horas contemplándola. A pesar de la diferencia de tamaño, la colina la hacía viajar hasta las Alpujarras de su infancia. Contuvo un suspiro. ¿Qué no habría dado por oír la opinión de sus seres queridos, de su tía y de su padre, sobre lo que acababa de ocurrirle?
Un recuerdo la cosquilleó, a la par amargo y alegre. ¿Qué decía su tía Lucía sobre las situaciones sin salida? «La muerte es la única opción que tiene una tiñosa para dejar de rascarse la cabeza», recordó María, sorprendida por la facilidad con que recordaba la cantinela tristona de su tía.
Su sorpresa pronto se transformó en una carcajada. Un vecino pasó por su lado y negó con la cabeza, incrédulo al ver a esa criatura riéndose sola en público sin ninguna razón aparente.
«Se diría que os habéis puesto de acuerdo sobre lo mío, tanto tú como madre -hablaba con su tía, a la vez que se secaba las lágrimas con la manga-. No temáis, víboras mías, seguiré rascándome durante mucho tiempo la cabeza.»
Y como jamás se toman suficientes precauciones para no contrariar a los muertos -¡y menos a los Espíritus!-, María se santiguó y recitó precipitadamente: «Gloria a Ti, Señor. No tenemos más saber que el que Tú nos has enseñado, porque Tú eres Sabio, el más grande de los Sabios. Amén».
La procesión se había puesto ya en marcha. Habiendo partido de la iglesia, allí tendría que regresar tras varias estaciones intermedias en lugares que el franciscano había elegido con cuidado: el cruce por donde entraron las tropas de la Reconquista para liberar el pueblo de la tiranía de los sarracenos, las ruinas de la residencia del difunto alfaquí (para recordar a los desmemoriados el precio que pagaban los apóstatas) y, por último, la plaza del mercado, donde tendría lugar el sermón de consagración a san Francisco.
Para evitar que el padre Joaquín cambiara de opinión, María le había entregado, al día siguiente a mostrarle su cuerpo, unas monedas de oro envueltas en un paño. El cura abrió furtivamente el paquete y le hizo saber que el asunto era complejo y más oneroso de lo que ella creía. El notario que él conocía se hallaba en la capital, y él mismo estaba desbordado por los preparativos de la procesión. Tosió nervioso, miraba a derecha e izquierda sin acabar de aceptar. Dos mujeres se hallaban en el otro extremo de la iglesia absortas en sus oraciones y nadie parecía prestar atención a la pueblerina con la cabeza inclinada que se dirigía respetuosamente al párroco.
Para hacerle olvidar sus dudas, María prometió un sustancial complemento en caso de éxito. El hombre reflexionó y asintió con la cabeza; luego la inclinó con un gesto inequívoco, como queriendo recordarle un detalle.
– Sí, por supuesto… No lo olvido… -concedió ella, sonrojada como un tomate-. Hice una promesa ante la Virgen.
La madre de Juan casi se atragantó con su propia saliva al ver la expresión de engreimiento que iluminó el rostro del cura. Sin poder contenerse, elevó la voz lo suficiente para inquietar al padre Joaquín:
– ¿Quizá querríais que fuéramos adelantando el tema, padre? ¿Deseáis que me levante otra vez mi modesto vestido? Espero que no escandalicemos a las dos beatas mujeres del fondo cuando vos exhibáis vuestro par de cojones perfumados de benjuí e incienso…
María se felicitó por su réplica salaz. El cura retrocedió y acabó tropezando con uno de los peldaños del altar.
– No te preocupes, las beatas no han oído nada -le susurró al oído, tomándolo de la mano para ayudarlo-. No se te ocurra, joven, faltar a nuestro pacto. Mi esposo es un vulgar morisco y no tiene la paciencia de un cornudo de ciudad. Una sola alusión y nos mataría a los dos, por supuesto, pero empezaría por ti. Ahora, ¡bendíceme, padre!
María aguardaba desde la acera el paso de la procesión. Había decidido esperar a que concluyeran las ceremonias de consagración del pueblo. De hecho, el padre Joaquín acababa de regresar tras una ausencia de varios días. Le costó contener las ganas de correr hacia la iglesia y preguntarle si había conseguido los documentos falsos.
María se pasó la lengua seca por unos labios aún más secos. ¿Habría sido demasiado imprudente en su comportamiento ante aquel cerdo con sotana? Quizá se alarmaba en vano, pero esa mañana, en el lavadero, la mujer del herrero la había observado socarrona antes de susurrar algo a su vecina. A su vez, esta la había repasado de arriba abajo. En otro momento, María habría pedido cuentas a esas dos arpías y hasta habría llegado a las manos, pero ese día tenía el vientre hecho un nudo y había preferido concentrarse en la colada.
Los estribillos de la orquesta ya se dejaban oír a lo lejos. La esposa del albañil se obligó a conservar la calma. A pesar de todo, estaba orgullosa de los complicados bordados que había tejido durante horas y quería ver cómo sobresalían en el estandarte que abría la procesión. Después iría a hacer la visita cotidiana a Clara. El estado de su amiga empeoraba: se negaba a comer, deliraba casi sin cesar e invocaba a oscuros antepasados que unas veces situaba en Bagdad y otras en Damasco.
La víspera había estado a punto de ahogarse en medio de un ataque de llanto. En un breve instante de lucidez, evocó la infancia de su única hija, que había abandonado el pueblo hacía veinte años y no había vuelto a poner los pies en él. Clara jamás la había recordado con esa ternura que parecía desgarrarla por dentro.
En realidad, eso fue precisamente lo que estuvo a punto de suceder. Estalló en sollozos recordando que jamás volvería a verla y, rápidamente, su aliento se transformó en un espantoso jadeo parecido al de un buey recién degollado. María pensó que asistía a la última hora de su amiga. «Vieja idiota, ¡casi me muero del susto ayer!»
María se alzó de puntillas, a la espera de ver aparecer en lo alto el bonito bordado del estandarte… Y entonces una niña se le acercó para decirle que la vieja Clara se había vuelto loca y que estaba insultando a todos los que pasaban ante su puerta.