– Pero ¿cómo has podido levantarte y caminar hasta aquí, Clara? Tienes la cadera hecha trizas…
– ¿Quién eres tú, piojosa? Sí, piojosa, piojosa, piojosa, no eres más que…
Clara le cerraba la puerta de su casa agitando los brazos. Con los ojos preñados de ira le lanzaba penosas recriminaciones.
– ¿Quién eres tú? ¡Dímelo, por el amor de Dios! ¿Quién te ha dado permiso para tocarme?
La joven sintió la pena atenazando su garganta. Clara llevaba los pechos al aire y un trozo de tela que apenas le cubría las piernas descarnadas. Parecía un pollo grotesco de senos caídos.
María dio las gracias a la vecina que había enviado a su hija para avisarla e hizo entrar a la enferma empujándola con fuerza hacia el interior de la casa.
Clara no dejaba de repetir la misma frase -«¿Quién eres tú, extranjera?»-, aunque su agresividad había disminuido. Con la cara compungida para no llorar, María decidió llevarla hasta su cama. Cuando la cogió en brazos, se dio cuenta de la ligereza del paquete de huesos en el que se había convertido su amiga.
Clara puso expresión de sorpresa y en su cara apareció una sonrisa maravillada. María apartó los ojos, desamparada por ese gesto infantil en una cara tan cubierta de arrugas.
– Eres mi madre, ¿verdad? Eres tan hermosa…
María no sabía cómo reaccionar. Se aclaró la garganta, maldiciendo a su amiga por hacerle vivir semejante comedia. Intentó recuperar la compostura.
– Eso es… ¡ríete de mí, Clara! Pues claro que soy tu madre. ¿No ves que tengo el pelo cano? -bromeó.
La vieja se acurrucó más aún contra el pecho de la providencial madre.
– ¿Lo ves? Te había reconocido -suspiró. En los ojos húmedos de Clara brilló un reproche afectuoso-. ¿Dónde anduviste todos estos años, madrecita? Si supieras cómo te he echado de menos…
La anciana había adoptado los gestos de un niño pequeño que juega a molestar a su madre pellizcándole la mejilla y la nariz. Para controlar sus emociones, María decidió ponerse seria. Cambiando bruscamente de registro, la voz de la demente se le adelantó:
– ¿Por qué me confundes, hembra desgraciada? ¡Tú no eres mi madre, embustera!
Aunque la mujer intentó liberarse, María la había agarrado bien. Depositó a Clara en la cama y la cubrió. Como un niño caprichoso vencido por el agotamiento, la anciana daba muestras de una resistencia menguante.
– Cálmate, amiga mía -le dijo María-. No conviene que te alteres. Deja que te arrope.
– ¡No soy tu amiga, enemiga de Dios!
Percibiendo un brillo de irritación en los ojos de su cuidadora, Clara se puso a chillar.
– Sí, ¡eres la enemiga de Dios y de su Profeta!
– Deja de bramar, te van a oír -gritó María perdiendo la paciencia.
– ¿Tienes miedo, hija mía? -recuperó fuerzas la demente-. ¿Meas vinagre? ¿Te acuestas con el Papa y aun así pretendes ir al paraíso? No, el paraíso está reservado a los musulmanes y tú eres una descreída, ¡sí, una descreída!
La casa de Clara estaba a un tiro de piedra de la del alfaquí. María empezaba a oír los instrumentos de viento de la procesión.
– Calla, Clara, te lo ruego.
– ¡Pronto copularás en el infierno y los melones de tu culo quemarán para la eternidad!
– Pero… ¡cállate, por Dios! -suplicó María.
La anciana, extrañamente revigorizada, pasó la mano bajo la almohada antes de saltar de la cama.
– Dios mío, ¿cómo puede soportar el dolor con los riñones como los tiene? Ayer se arrastraba por el suelo -suspiró María con estupor.
Apartando a la cuidadora, Clara se precipitó hacia la puerta aún abierta blandiendo el Libro. Había perdido la ropa y mostraba un lamentable espectáculo: de su cuerpo descarnado colgaba un vientre arrugado que acababa en la mata rala y grisácea del pubis.
Levantaba el manuscrito por encima de su cabeza y salmodiaba en una mezcla de algarabía y valenciano.
– ¡Arrepentíos, engendros! Este es el Verdadero Libro. No hay otro dios que Alá y Mahoma es su Profeta… Excrementos de cabra, regresad a vuestra religión. Este es el Libro de la Exactitud.
«Más bien el Libro del Putiferio. Te engañé, amiga mía; perdóname.» La súplica no salió de los labios de María.
La exhibición de la viuda parecía una comedia, pero estaba cargada de desgracia. La esposa del albañil tuvo la impresión de que un pie helado le aplastaba el pecho. Los niños ya se amontonaban en la puerta.
– ¿Qué sucede? ¿Qué es este alboroto, Clara? -increpó una vecina.
María tembló. La procesión iba a aparecer de un momento a otro. Los soldados y los familiares. Algo se extinguió en su cabeza… y María se dejó arrastrar por un impulso alimentado por el furor y el terror. Tras cerrar la puerta de la casa de un portazo, saltó sobre la impúdica demente, la agarró por el pelo y tiró de ella hacia atrás.
– ¿Qué pretendes? ¿Quieres nuestra perdición, posesa? Tengo un marido y un niño… y estoy esperando otro.
María jadeaba, encorvada por el esfuerzo que le costaba recuperar la respiración. Clara no parecía intimidada en absoluto.
– Venera sobre todas las cosas el Corán de Alá… ¡Habéis renegado de vuestro pasado! -vociferó-. Pero yo, ¡yo soy hija de príncipes…!
A pesar de la tensión del momento, María rió con sarcasmo en su fuero interno: «Ay, Clara, no eres la única. Si tú supieras… Todos nosotros, los derrotados de Andalucía, descendemos de un califa o del propio Profeta. Por lo que contaban nuestras bisabuelas se deduce que solo tenían una obsesión: dejarse montar por un rey o por el Enviado de Dios».
Golpeándose la grupa con una mano, con movimientos de vaivén de la pelvis, Clara imitaba un apareamiento.
– ¡Vosotros tendéis vuestros culos de musulmanes cobardes y ellos hunden sus miembros erectos, hasta el fondo, y descargan el esperma de su falsa fe! ¡Y vosotros les dais las gracias, aunque os duela! Mira, perra…
Introdujo un dedo en su ano y lo acercó inesperadamente a la nariz de María.
– Ese es el olor de nuestro islam. Y nosotros desprendemos el mismo apestoso olor. Éramos señores y ahora valemos menos que los esclavos.
– Clara, eres una asquerosa. ¡No tienes vergüenza! Los soldados van a oírte… Por el amor de Dios, hermana, cállate… Si nos encuentran con ese libro…
El pánico de María pareció duplicar el frenesí de la vieja, que empezó a lanzar cánticos guturales y a agitar como un estandarte su dedo manchado.
– ¿Quieres cerrar el pico, bruja?