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– Madre, ayudadme a no equivocarme -suspiró con el corazón en un puño-. Me juego la vida de mi pequeño.

Los titiriteros que montaban el escenario no pasaron por alto la presencia de aquella campesina embarazada -espectacularmente hermosa- que no les quitaba el ojo desde hacía rato. Uno de los dos supuestos italianos lanzó un comentario a sus compañeros y luego saludó con la mano a la espectadora. Para su gran sorpresa, ella le devolvió el saludo. Percibiendo en el aire la posibilidad de una aventura, y a pesar del estado de buena esperanza de la mujer, el extranjero dejó en el suelo la vara que manejaba, se limpió las manos en la ropa y se dirigió con su mejor sonrisa hacia María.

Cuando la tuvo enfrente, el titiritero ladeó la cabeza en señal de admiración. Sin devolverle la sonrisa, María asintió ligeramente en señal de que aceptaba el elogio. Sabía que esa actitud, si era comedida, gustaba a ciertos hombres. ¡Qué fácil era manipular a esos bobos con rabo!

El comediante tenía un acento muy marcado. María adivinó que le deseaba buenas tardes y que le preguntaba por su salud y la de sus familiares. Ella contestó ceremoniosa que estaba bien, a Dios gracias, y que deseaba saber si realmente procedía del reino de Italia. Un poco desarmado, el hombre respondió afirmativamente y, haciendo una reverencia, añadió que además tenía la suerte de ser veneciano.

– Ah, ¿no sois de Roma?

Percibiendo la decepción implícita en aquella pregunta, el extranjero le explicó con su escaso vocabulario que ambas ciudades estaban tan cerca que cuando un veneciano lanzaba con fuerza una piedra, esta siempre terminaba en la cabeza de un romano.

María tragó saliva antes de preguntarle si añoraba su tierra natal. El hombre no comprendía por qué la campesina estaba tan tensa y se puso a la defensiva. Contestó que por supuesto que deseaba volver a su casa, como todo cristiano honrado que no teme a la justicia de su país, pero que por el momento el teatro ambulante le daba para llenar convenientemente la panza.

– Nosotros, muy buenos… Pero aquí, muchos moriscos… A ellos no gustar la comedia… No dan nada… Tacaños… -Y a modo de confidencia, añadió-: En Italia… muchos, muchos… -Se frotó las yemas de los dedos, como si contara muchas monedas.

– ¿Os gustaría poder regresar antes a vuestra casa? -preguntó María, bajando la voz aún más.

El italiano arqueó las cejas y perdió por un momento su sonrisa seductora. Uno de sus compañeros lo llamó, pero el veneciano alzó el brazo pidiéndole paciencia sin mirarlo. Se le había arrugado la frente y las pupilas se le habían encogido. Una comadreja con bigotes que se cree irresistible, pensó María.

– ¿De qué estamos hablando, bella? Signora…?

– María Magroza.

– Sois tan graziosa. Y vuestros ojos… -arrancó con evidentes artes de seducción.

Ella lo interrumpió sin esconder su irritación.

– ¡Basta! No he venido a hablaros para esas tonterías.

La cara del titiritero se ensombreció.

– Quisiera que llevarais a alguien a Roma. A un niño -sentenció con sequedad.

– ¿Un niño?

– Sí, mi hijo. Os pagaré… bien.

El comediante se quedó mudo un instante antes de recuperar su expresión jovial. La mujer, con el corazón presa del pánico, leyó en sus ojos que estaba sopesando sus posibilidades: ¿se encontraba delante de una loca o había encontrado a alguien a quien desplumar?

Murmuró unas palabras con voz ronca, pero María no le comprendió y se las hizo repetir.

– ¿Tenéis de verdad con qué pagar? Roma está lejos, hay que comer, alquilar caballos…

Ella asintió con la cabeza y suspiró aliviada; el pícaro estaba valorando los detalles, pero no se había negado en redondo a hacer el viaje. Avergonzada, se dio cuenta de que una sonrisa burlona se había dibujado en sus propios labios. Los músculos del cuello continuaban dolorosamente tensos.

– Y… ¿por qué vos… confianza en mí?

– Sed discreto y aún tendremos más confianza el uno en el otro.

– ¿Una promesa, signora?

María alzó los hombros por toda respuesta, mostrando una desenvoltura que no sentía en absoluto.

– Estaré en la iglesia. Venid a verme al terminar las vísperas.

El italiano se rascó la cabeza, sorprendido por la facilidad con que tomaban forma sus esperanzas. Todavía desconfiaba de la campesina, pero empezó a recobrar su aplomo de charlatán.

– Bella María… ¿eres morisca? Porque… problemas con justicia…

María inspiró profundamente, cargada de desprecio.

– El niño no lo es. Para ti, eso es lo único que cuenta.

22

El hombre la esperaba junto al gran roble. María lo había buscado con la mirada al salir de la iglesia, intentando controlar los latidos de su corazón. Había rezado con todas sus fuerzas ante la imagen de la Virgen. Ahora que estaba servido el vino, temblaba ante la perspectiva de tener que bebérselo. Era casi de noche.

– Seguidme, pero de lejos -le murmuró sin mirarlo al pasar junto a él en dirección a las afueras del pueblo.

El hombre fue prudente. María tuvo que esperar un buen rato, apoyada en la puerta de un granero abandonado, antes de verlo aparecer a su lado como un espectro sin hacer el más mínimo ruido. Contuvo un grito de espanto y eso provocó una risita silenciosa en el comediante.

– Entremos -dijo ella con sequedad.

Poniéndose en guardia, el hombre mostró un cuchillo.

– No quiero sorpresas, bella, si no…

Hizo el gesto de degollar a alguien. Ella lo escrutó con una tranquilidad (¡tan fingida!) que él levantó las manos en señal de rendición. Cuando entraron en el granero abandonado, la oscuridad era prácticamente total. Tan solo un rayo de luna se colaba a través de un agujero del techo.

Al extranjero se le escapó una tos nerviosa.

– ¿Y bien…? ¿Seguimos con misterio?

María intentó con todas sus fuerzas dominar sus ideas, pero estas parecían ratones asustados que corrían en todas direcciones. El hombre volvió a toser, esta vez de impaciencia; decidió lanzarse al ruedo.

– Tu hijo… a casa de un signor grabador… en Roma… Es extraño… Grabador, ¿es así? -Sin esperar respuesta, añadió-: ¿Cuánto?