Ella le mostró dos monedas de oro.
– Una bolsa llena de monedas como estas. Es más que suficiente para los caballos y la comida… Me he informado -mintió-. Más o menos te quedará la mitad.
El hombre se alisó el mostacho. Dudaba.
– Tu marido… ¿sabe?
– No -confesó ella.
– Entonces… ¿por qué?
– No es asunto tuyo. ¿Estás de acuerdo o no?
– Es… es molto peligroso -respondió tras un instante de reflexión.
– ¿Tienes miedo? ¿Quieres que te convenza?
María colocó la mano sobre su hombro. El italiano, creyendo que alguien más lo había tocado, dio un brinco. María lo atrajo hacia sí mientras buscaba su entrepierna con la otra mano.
– Oh, tú verdaderamente rápida… -se regocijó el hombre antes de besarla voluptuosamente.
María se zafó del beso bigotudo, se levantó lentamente el vestido y se puso a cuatro patas para evitar que le tocara el vientre y su preciado contenido.
– No tan deprisa, por favor -protestó ella cuando le introdujo brutalmente su miembro.
Gimió cuando el extranjero le apresó los pechos. En ese momento supo que incluso si el individuo hubiera rechazado el trato, ella se habría entregado a él. Arrastrada por la oleada de placer que surgía del fondo de su cuerpo, habitualmente tan sumiso, apretó apasionadamente las piernas. Pensó con gratitud en su vagina como en una compañera rebelde que solo hacía lo que le apetecía y que, un día, quizá le traería la ruina. Con la cabeza semienterrada en la paja vieja, mientras el italiano se vaciaba en ella lanzó uno de los deseos más blasfemos de su existencia: «¡Ojalá conozca más encuentros de este tipo que los noventa y nueve nombres de Alá!».
El miedo se apoderó de ella de inmediato. En el instante en que él eyaculó, estaba pronunciando el nombre de Alá… como si esa horrible blasfemia hubiera dado el último golpe de placer.
Arrobada, María pensó que ese agujero entre sus piernas era lo único capaz de hacerle olvidar las penas que le carcomían la vida.
El comediante la ayudó a levantarse mientras la observaba, circunspecto. Estaba desconcertado por ese buen humor algo exagerado. María, con el cuerpo todavía presa de los últimos estertores del placer, se preguntó qué cara pondría ese vanidoso si supiera los pensamientos que le atravesaban la cabeza mientras él lo hacía con su miembro.
El comediante se quedó con las dos monedas de oro a cuenta, y después acordaron un contrato sencillísimo. «Demasiado sencillo», pensó María sintiendo un pinchazo en el vientre, porque ella no tendría forma de comprobar que su hijo llegaba a buen puerto. El veneciano, que dijo llamarse Leone Albizzi, le confesó que la compañía había decidido probar suerte más adelante en un pueblo vecino, más cristiano y quizá más sensible al teatro. El titiritero le propuso regresar cuatro días más tarde a ese mismo granero para recoger el resto del pago y al niño. E insistió:
– El niño… no negarse, ¿eh? Ni gritar, ni…
– No, no gritará. Siempre ha estado de acuerdo, te lo aseguro.
El hombre le acarició la cara con escepticismo.
– Tú, muy… bonita, sabes… Cuando mientes… yo veo -le dijo con ternura, y añadió-: Mañana… ¿vendrás a la función? Una comedia… Te reirás…
– No -respondió, invadida por la pena-. Preferiría pasar estos últimos días con mi pequeño.
– ¡Qué pena, graziosa! Nosotros muy buenos actores.
Fueron sus últimas palabras antes de desaparecer en la oscuridad.
María sintió que la piel alrededor de sus ojos se tensaba, pero consiguió controlarse y no estallar en sollozos.
Estaba al borde del abismo. Pero lo más duro aún estaba por llegar.
Jamás imaginó cuán difícil sería. Ni cuán innoble. El primer día, el niño quiso ir como todo el mundo a la plaza para ver a la compañía de teatro. Pero ella lo retuvo de la manga y lo obligó a oír una perorata sobre la necesidad de tener un oficio digno en esos tiempos en que los moriscos eran despreciados por todos. Sintiendo que su madre le tocaba la fibra sensible, Juan terminó por replicar que ya estaba aprendiendo un oficio, el de su padre, y que era bueno, porque de él vivía toda la familia.
– No te estoy hablando de un trabajo de moriscos, sino de un oficio glorioso que va a permitirte viajar por el mundo, allí donde quieras, siendo honrado y respetado por todos. -María se esforzaba por mantener la calma.
– Pero ¡yo no quiero ir a ninguna parte, mamá! Quiero vivir aquí, donde he nacido. ¿Se puede saber qué te pasa?
La madre contempló a su hijo. Era tan joven aún… Reprimió un espasmo que anunciaba un sollozo atajado a tiempo. Dios mío, ¡cómo se parecía a don Miguel en algunos momentos, y cómo a Lorenzo al cabo de un instante!
– No has nacido para vivir aquí -le reprendió con firmeza-. Tienes que irte lejos de este apestoso pueblo. ¡No te traje al mundo para que vivieras arrodillado! Eres morisco, no lo olvides.
– ¿Y qué más da si soy morisco o no? Todos somos cristianos, ¿no? -la desafió Juan.
– Escúchame bien, mocoso. Antes éramos la gloria de este país. Ahora somos el agujero del culo de España y, cristianos o no, tarde o temprano acabarán con nosotros. No somos nada, valemos menos que una rata o que una hormiga. Tendrías que empezar a comprenderlo cuanto antes mejor.
Con los ojos como platos, Juan se ruborizó. Su madre jamás le había hablado con tanta violencia.
– Solo quiero lo mejor para ti, hijo… -Intentó suavizar su tono, aunque apenas lo consiguió-. Si te quedas aquí, todo lo que he pasado en la vida no habrá servido para nada.
El niño seguía conmocionado. La miró como si descubriera a alguien totalmente desconocido.
– De todas formas, padre jamás lo permitirá. No puedes hacer nada contra él. ¡Padre es como yo, se encuentra bien aquí! -sentenció con una mueca triunfante.
Antes de que pudiera retenerlo, Juan había salido corriendo hacia la calle. María se sentía tan culpable y desesperada que apenas podía respirar. Durante la cena, el niño evitó la mirada de su madre y habló entusiasmado del espectáculo que dieron los saltimbanquis en la plaza del mercado. ¡Una señora gorda había reído tanto que se había meado encima! El padre soltó tal carcajada que casi se ahoga y Juan, con ostensible complicidad, le golpeó la espalda. Como agradecimiento, Gaspar le dio un nabo de su plato.
El segundo día, María acorraló a Juan en el momento en que se dirigía a reunirse con su padre para desbrozar un terreno. Le habló largo y tendido, intentando no perder la calma, de la conveniencia de encontrar un oficio que no le condenara a tener que vegetar en el pueblo. Con bastante torpeza, concluyó hablando de las ventajas del oficio de grabador. Sacó partido de lo poco que sabía, de las escasas explicaciones del padre Joaquín. Exageró tanto sobre la importancia del arte del grabado que Juan frunció el ceño en señal de incredulidad.