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– ¿Te gustaría aprender a dibujar sobre el cobre? -inquirió María, ya sin argumentos.

– Madre, pero si no sé dibujar.

– Aprenderás. Todo se aprende, hijo. Y además, el aguafuerte sobre el cobre es mejor que la pintura, y cuando es bueno dicen que canta…

– ¿Un agua que canta? -subrayó descreído-. Madre, que ya no soy un niño…

– Es una forma bonita de decir las cosas. -Los dedos de María repicaron nerviosos en la mesa-. Te estoy hablando así porque creo que ya eres mayor, casi un adulto. ¿Aceptas entonces ir como aprendiz con un artesano de aguafuertes?

– ¿Dónde? -inquirió desafiante el muchacho-. ¿Aquí?

– Obviamente aquí no puede ser, Juan. Hijo mío, ha llegado el momento de marcharte. Más adelante… más adelante será demasiado tarde.

María había adoptado un tono distante e incluso era capaz de mostrar una gran sonrisa de connivencia.

– Entonces no -replicó el niño, enfadado.

Recibió un bofetón que lo hizo retroceder y golpear la pared con la cabeza. Ahogándose en la rabia y el dolor, apenas sin aliento, Juan lanzó un grito entrecortado:

– ¡Se lo… se lo voy a contar… a mi padre!

Otra bofetada le cruzó la cara.

– ¡Una palabra a tu padre y sacaré la vara!

Cuando el niño desapareció, María se sentó. Tenía el cuerpo destrozado, como si hubiera caído sobre ella un saco de piedras. Se cogió la cabeza entre las manos y no pudo ni llorar. No le quedaba demasiado tiempo antes de que regresara el italiano. Solo tenía ganas de hacer una cosa: no hacer lo que tenía que hacer. Pero, sin embargo, no hacer nada significaba paradójicamente cometer una canallada contra su hijo. ¿Cómo podía convencerle? No podía obligarlo, ni siquiera con aquellos estúpidos bofetones que acababa de propinarle. El viaje era demasiado largo, demasiado peligroso y exigía la plena colaboración de su hijo…

El tercer día, el penúltimo, anunció a Gaspar que necesitaba a Juan para algunas tareas de la casa y que tendría que quedarse con ella. El marido consintió. A la vista de las caras que ponían María y Juan, estuvo a punto de preguntar algo, pero pensó que era mejor no empezar el día con una discusión tormentosa con su irascible esposa, así que se limitó a recomendarle a su hijo que obedeciera a su madre.

– Bueno, mándamelo en cuanto termines con él. El terreno es extenso y me comprometí a limpiarlo de piedras antes del fin de semana.

Cuando ella se acercó al pequeño, el niño levantó el brazo para protegerse.

– Pero Juan… no soy un verdugo -le dijo.

El niño guardó silencio, pero su rostro mostraba que estaba en desacuerdo.

«¡Tan testarudo y tan débil!», pensó ella. ¿Estaría haciendo lo correcto al enviarlo tan lejos, poner en peligro su vida y confiarlo a alguien que sin duda era un vividor?

Sintió que le flaqueaban las fuerzas. Luego tensó los músculos y suspiró para oxigenar sus pensamientos. En ese momento supo que al final de esa conversación, la persona a quien más odiaría en el mundo sería ella misma. Y que jamás podría resarcirse a sus propios ojos.

– Hijo mío, tienes que marcharte lejos de aquí.

– No. Sabes bien que no me iré, yo…

– Escúchame primero. Pronto cumplirás trece años. Es tiempo de que compartas con tu madre la amargura de la verdad.

Los latidos desenfrenados de su corazón resonaban en su estómago y su garganta. Hubiera preferido morir, pero con una voz que no reconocía empezó a recitar su vida.

– Te voy a contar quién soy y luego te diré quién eres tú.

El niño seguía con su actitud desconfiada. María suspiró resignada, ahogando unas ganas de vomitar que parecían nacer en ella para quitarle el habla.

Habló eligiendo con cuidado sus palabras, pero sin omitir casi nada: su vida en la montaña, la esclavitud, las violaciones, sus dos padres, sus nombres, el asesinato de Bartolomé, el encuentro con Gaspar, los papeles falsos… Al principio, los ojos de Juan se abrieron por el estupor, pero luego, a medida que la confesión avanzaba, se fueron apagando. Lo que no menguó fue el intenso escarlata de sus mejillas. De vez en cuando, un escalofrío le recorría la espalda; cada capítulo de la vida de su madre era como un mazazo para él.

– Así que tu padre… no es tu padre. En realidad, tienes dos padres. No le debes nada a Gaspar. Por eso y por todo lo demás, tienes que partir. Tarde o temprano se desharán de nosotros. Quiero para ti un futuro mejor que el nuestro, un pedazo de felicidad que puedas masticar libremente como si fuera pan bueno. Mañana, una persona vendrá a recogerte y te conducirá a Roma, la ciudad más bonita del país de los italianos. Le daré unas monedas de oro y…

– No me importa -la interrumpió entre lágrimas, como quien acaba de recibir un puntapié en la rabadilla-. ¡Podrás contarme lo que quieras, pero yo quiero a mi padre y no me voy a ir de aquí! Te lo juro, aunque me azotes de la mañana a la noche. Además, uno no puede tener dos padres, eso no se ha visto nunca.

Inspiró para coger aire.

– Además… me parezco mucho a mi padre… ¡todo el mundo me lo dice…! Incluso tu amiga la tía Clara, cuando vivía -protestó, los puños apretados.

La madre estaba a punto de estallar en sollozos. Sintió la punzada de los celos frente a ese amor incondicional del pequeño hacia el albañil. Había mancillado a Juan con su historia. Observó a ese niño que normalmente era tan guapo y que ahora la tristeza y la cólera afeaban. Había perdido la inocencia.

– Perdóname, Juan -se disculpó en un murmullo-. Yo también te quiero y por ello quiero que abandones esta guarida de lobos. Mi alma y mi corazón se desgarran ante esta idea, pero sé que no merecería haberte traído al mundo si aceptara para ti el mismo destino triste de mi vida. Uno de los dos no será esclavo, y ese serás tú.

– ¿Tu alma me quiere tanto que quiere transformarme en huérfano? -preguntó apuntándola con un dedo acusador-. Todo lo que me has dicho no son más que mentiras. Se lo contaré a mi padre y verás…

María comprendió que aún no había llegado al fondo de la ruindad. Se pinzó el puente de la nariz; el dolor de cabeza le hacía fruncir el ceño. Dio un paso adelante y colocó la mano sobre la cabeza de su hijo, que intentó retroceder; pero María lo retuvo.

– Tú quieres a Gaspar, es un hecho. ¿Le quieres hacer daño?

– No, claro que no -respondió el niño, sorprendido.

– ¿Quieres que muera desterrado o en la hoguera?