Los dedos de María enmarañaban con suavidad el pelo del niño.
– Mamá, ¿por qué dices esas tonterías? -Había levantado al fin la cabeza, perplejo-. Claro que no quiero que padre muera, ni tampoco tú… -Se detuvo un instante, reflexionó y añadió-: ¡Ni nadie!
La mujer retiró la mano. Su hijo no se merecía seguir soportando el contacto de su innoble cuerpo.
– Si tú no te vas mañana, hijo, iré a la plaza del mercado y diré ante todos que he engañado a Gaspar. Para salvaguardar su honor se verá obligado a matarme… porque si no lo hace será el hazmerreír del pueblo. Lo encerrarán en un calabozo, le torturaran y por último lo matarán. Pero antes, créeme, sufrirá mucho.
Horrorizado, con la boca abierta, Juan la miraba como si se hubiera transformado en un áspid ante él.
– Lo haré, Juan, lo juro. Lo juro por mi vida y por la tuya.
Tras esa avalancha de palabras envenenadas, ambos permanecieron en silencio. Parecía como si no se hubieran conocido jamás antes de ese instante. Eran auténticos extraños. Casi enemigos.
Al cabo, el niño consiguió articular una respuesta:
– Madre… Te odiaré toda mi vida.
La última mañana, antes de salir a trabajar, Gaspar se preocupó.
– Juan ha llorado toda la noche. ¿Qué le pasa, María?
– ¿Cómo quieres que lo sepa? Habrá tenido pesadillas o quizá le duelan las muelas. Si es eso, le pediré al barbero que me dé un ungüento para aliviarle. No te olvides la comida. Te he puesto olivas, tomate, un poco de aceite y pan.
– Mi hijo no es nada llorón. No lloraría tanto por un dolor de muelas. Además, me ha abrazado de una forma extraña. Pregúntale y trata de averiguar qué le ocurre, María.
Ya en el umbral, Gaspar seguía preocupado y se giró una última vez.
– ¿También se queda contigo hoy?
– Durante la mañana, como ayer. -María consiguió responder con indiferencia-. Te lo mandaré por la tarde. No te preocupes, pues.
Se pasó el resto de la mañana sermoneando a Juan sobre todo lo que debía recordar: su nuevo nombre, su nueva familia, su conducta durante el viaje, los documentos y las monedas cosidas en el dobladillo; la desconfianza que tenía que tener siempre, incluso y sobre todo hacia su acompañante.
– No bebas nunca vino y jamás confieses a nadie que eres de origen moro… incluso cuando la chica más bonita del reino de Italia te esté haciendo cosquillas en los pies.
Su broma cayó en saco roto. El niño seguía guardando silencio. María tosió, incómoda.
– Bueno… Cuando estés acomodado en Roma con el maestro grabador, busca la forma de dar señales de vida… Por ejemplo, con algún mercader que pase por estos lares, ¿de acuerdo?
Con los párpados obstinadamente bajos, Juan no abrió la boca en ningún momento. Luchando contra las ganas de abrazarlo, María le entregó un hatillo.
– Dile al maestro grabador que eres muy laborioso y que estás dispuesto a trabajar tanto tiempo como crea necesario. Dale un tercio de estas monedas si acepta tenerte en su taller, un poco más si no consigues convencerle de buenas a primeras. Sé muy respetuoso, hijo, y te respetarán.
– ¿Y cómo quieres que le hable a tu grabador? -espetó Juan abriendo la boca por primera vez en toda la mañana-. ¡Nadie me ha enseñado la lengua de los «romiscos»!
María se rió, su hijo había utilizado la palabra «romiscos» en lugar de «romanos». De repente, la mirada de la mujer embarazada se turbó y se deshizo en lágrimas. Le vinieron a la memoria un sinfín de palabras de su picaruelo, algunas sin sentido y otras enternecedoras. Cuando aún era un niño, a veces se sentía tan orgullosa que se las repetía a Clara con la seguridad de que la vieja comadre se encargaría de extenderlas por todo el pueblo. Giró la cabeza, se mordió los labios y se sumergió en la preparación de la cena de su hijo, la primera que comería sin ella desde que nació.
Como estaba previsto, el italiano apareció tras el ángelus del mediodía. Para no levantar sospechas, María le había ordenado a Juan que fuera al granero con su hatillo por un camino distinto al que ella tomaría.
«¡A veces las cosas más terribles ocurren con tanta sencillez!», pensó asustada mientras el hombre descendía de su montura. Juan se sobresaltó al reconocer a uno de los cómicos que le habían hecho morir de risa en la plaza del mercado. Frunció el ceño buscando alguna justificación en la cara pálida de su madre, pero tuvo que conformarse con el silencio. El veneciano parecía nervioso y escuchó distraídamente las últimas recomendaciones de la madre. Contó las monedas de la bolsa, puso semblante de duda y luego, con una mueca de satisfacción, volvió a subirse al caballo.
Enloquecida por la rapidez de los acontecimientos, María se agarró a la bota del jinete.
– Jura por la Virgen que cuidarás de él, Leone.
– No grites, cazzo di Cristo… ¡Las paredes oyen!
– ¡Júralo!
– ¿No confianza… en mí, tu amigo? Tu memoria es… floja…
Acentuó la alusión retocándose con dos dedos desenvueltos la punta del bigote. La mujer continuó observándolo con el mismo tormento.
– María… juro por la Madona, bella mia, que tu hijo… -Buscaba las palabras-… como mi hijo. ¿Contenta ahora?
Liberando con brusquedad su bota de la presa de la mujer, se dirigió hacia el niño y le tendió la mano. Juan, con el rostro desencajado de pánico, miró a su madre esperando aún que echara marcha atrás. Pero María no atendió su súplica. A pesar del sol, sintió mucho frío de repente, quizá de vergüenza.
– Vamos, joven viajero, sube… -se impacientó el jinete-. Nos queda mucho camino.
Cuando estuvo colocado en la silla junto al actor, Juan le espetó con amargura:
– Ahora ya te has librado de mí, madre. Pero ¿qué vas a hacer con el que tienes en tu vientre? ¿También lo enviarás a la otra punta del mundo?
El italiano lo reprobó con un «¡chist!». Lanzó un beso con la punta de los dedos a la campesina, cuyos labios intentaban articular algo sin conseguirlo. Luego, tensó la brida, dio un golpe de fusta a su montura y partió al galope.
Justo cuando el hombre y el niño desaparecieron de la vista, María, aún bajo los efectos de la última frase de Juan, se dio cuenta de que había olvidado besarle. Dejó de respirar tanto rato que creyó que iba a morir. Un largo y sostenido gemido le invadió el pecho.
«Eres una mala madre. ¿Cómo te va a recordar? Nunca más volverás a verlo… ¿Cómo te has atrevido a…?»
La pena parecía un animal agarrado a sus pulmones, que descendía hacia el vientre, debatiéndose con violencia para hallar salida. Las piernas no la sostenían.