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Se encontró en cuclillas ante la entrada del granero. Poco a poco, el remordimiento y la pena se volvieron tan insoportables que tuvo que levantar los bajos de su vestido y defecar, como si con ese gesto excretara la mierda abyecta de su propia vida.

Medio desvanecida, recordó una historia que le contó su tía Lucía. Dos ángeles habían abierto el pecho del Enviado y le habían lavado el corazón con mucha nieve, para purificarlo, según la tradición, de las inmundicias inherentes a la existencia humana y aplicarle entre los hombros la marca de la profecía.

La mujer, que seguía sumergida en lágrimas y muerta de pesar, pensó que en su caso ni toda la nieve de las sierras de España sería suficiente para limpiar su corazón de mezquindad.

Durante un mes entero, del alba al crepúsculo, Gaspar recorrió los alrededores, primero con los vecinos del pueblo y luego en solitario, cuando estos se convencieron de que Juan había sido asesinado y enterrado o secuestrado por los gitanos ladrones de niños cuando acudía a ayudar a su padre.

Sin embargo, Gaspar siempre estuvo convencido del papel que su esposa había tenido en esa desaparición. Ella estaba tan abatida como él, pero por otras razones. Para María fue una sorpresa inmensa descubrir hasta qué punto el albañil se sentía unido a un hijo que en realidad no era suyo. Cuando no salía a recorrer los caminos persiguiendo el menor indicio, se quedaba postrado durante horas ante el umbral de la casa. El hombre no dejaba de lamentarse.

– Yo le habría enseñado el oficio, habría velado por él hasta que hubiera sido un hombre. Y, a cambio, Juan habría tenido hijos, nosotros los habríamos mimado y él hubiera velado por nuestros días de ancianos…

Corroída por la culpabilidad y el miedo de haber tomado una decisión funesta para su hijo, María terminó desarrollando una especie de afecto compensatorio hacia el desgraciado albañil. Le hablaba con palabras casi tiernas y lo mimaba con sus platos preferidos… Tal era su buena voluntad que llegó a propiciar momentos de contacto carnal, simulando el placer de los sentidos. Esta armonía duró hasta el parto.

Al llegar el momento, la mujer del zapatero, una vecina con la que se había peleado en una ocasión, se ofreció para asistirla en el parto. Aunque sorprendida por la repentina generosidad de aquella que hasta ese momento era una arpía a sus ojos, María no pudo rechazar una ayuda tan oportuna. El nacimiento tuvo lugar sin excesivas dificultades. El padre, si se sintió decepcionado por el sexo del bebé, no lo mostró. Al contrario: Gaspar se deshizo en elogios sobre la belleza de su hija cuando la comadrona se la entregó tras haberla lavado y vestido.

– Mi pequeña princesa es casi tan bonita como su madre, ¿verdad, vecina? -exclamó con una voz llena de orgullo a la mujer del zapatero.

María yacía sobre la cama con el rostro enrojecido por el esfuerzo; se sentía feliz como no lo había sido en mucho tiempo. Al oír la comparación puso semblante de protestar y tendió los brazos para abrazar al nuevo ser.

– Sí, tienes mucha razón, vecino Gaspar -replicó con una extraña voz la mujer del zapatero-. Es casi tan hermosa como su madre, que Dios la proteja mucho tiempo. ¿Has visto ese lunar justo en la comisura del ojo derecho? Dios mío, ¡cuántos hombres sucumbirán a sus encantos cuando sea mayor!

La matrona escrutó a Gaspar como si acabara de anunciar un hecho revelador.

– Pero… ¡tú no tienes un lunar en la cara, Gaspar! Ni tú tampoco, María, por lo que veo. Un lunar en ese lado es algo raro… Pero alguno se ha visto por estas tierras ya, ¿verdad? No es fácil olvidar a la gente que lo tiene, ¿no creéis?

Luego, alzando los hombros con una despreocupación exagerada ante ese hecho aparentemente insignificante, añadió:

– Seguro que alguno de vuestros antepasados se lo ha pasado. Dicen que estas cosas saltan alguna generación. ¡En España está todo tan mezclado ahora que no hay que preocuparse por eso!

Recogió alegremente sus útiles. Su jovialidad chocaba con la palidez reflejada en los rostros de los dos esposos.

– Me voy, me voy… ¡Debéis de tener tantas ganas de estar en familia! ¡Hasta pronto y que el cielo os proteja, queridos vecinos!

Habiendo depositado con pocas pero afiladas palabras el veneno de la sospecha, la víbora abandonó la casa con una sonrisa vengativa obteniendo, además de su revancha, el agradecimiento obligado de la mujer que acababa de parir y de su esposo.

Por entonces, a María le quedaban por vivir dieciséis años: catorce antes de ser detenida por la Santa Inquisición y dos en los calabozos de Valencia; desde allí sería enviada por oscuras razones de jurisdicción a Sevilla, donde ardería quedando reducida a cenizas.

Evidentemente, ella lo ignoraba, y ese día, cuando su marido le lanzó a la niña que berreaba de hambre y agarró el atizador, creyó que le había llegado la última hora.

Voy a mataros a las dos, a ti y a la bastarda. Eran ciertos… ¡esos rumores con el cura! Todo el pueblo debe de reírse a mis espaldas. ¡Puta, sigues siendo una ramera! ¿Cómo has podido… con lo bien que te he tratado?

El hombre estaba encendido por la ira y por la pena. La cara se le inflamó, tenía las venas del cuello a punto de estallarle. María jamás había visto así a su marido. Gritó de terror cuando levantó el atizador.

– ¡No, Gaspar! ¡Es hija tuya! Te lo juro por lo que más quieras. Mira… mira cómo se te parece…

Blandió el bebé como un arma frente al atizador.

– No la golpees, es tan débil… Y además es hija tuya, ¡te lo juro!

El brazo del albañil cedió. Aún jadeante, Gaspar dudó un momento antes de girarse y lanzar el atizador contra el armario en un ataque de rabia. Cuando se giró de nuevo hacia su esposa, tenía los ojos humedecidos.

– Hoy he perdido dos hijos -murmuró-. Y mi felicidad.

Escupió sobre su mujer, y no pudo evitar que una parte del escupitajo salpicara al bebé. Salió de la casa golpeando la puerta.

María se quedó mucho rato sin reaccionar, con la niña llorando en brazos. Al final, buscó un paño y empezó a limpiarle la carita. Luego se descubrió un pecho y se lo dio a su hija.

La recién nacida se puso a mamar con ganas. Le acarició con ternura la cabecita pelona. Y decidió que el mundo, su mundo se restringiría a partir de ahora a esa cosita pequeña.

– Te llamaré Catalina. Tu hermano ha tenido más suerte que tú, bonita. Eres una niña y no podré enviarte a ninguna parte. Tu vida será difícil, pero estate tranquila, hija, que la defenderé con la mía.

La mujer hablaba así al oído de su hija cuando de repente sonrió.

– Lo ves, tía Clara se equivocó y por ello murió. Predijo que serías un niño y que, si no, moriría antes de acabar ese mes.

Y rozando con un dedo el lunar que la pequeña lucía en la comisura del ojo, se dijo: «Dios mío, eres un bufón. Sabes bien que es hija de Gaspar. ¿Por qué la has hecho nacer con este lunar?».