Volvió a tomar el paño para limpiarse su propia cara… Pero finalmente suspiró, con una desesperación largamente contenida, y renunció a lavar el escupitajo.
Tercera parte
23
Sevilla, 1610
La mujer ha conseguido librarse de su hija. La que en vida fue conocida como la bella María, hace poco que ha quedado reducida a una masa informe de cenizas que varios hombres asqueados se apresuran a lanzar al vertedero.
«Perdóname, Catalina», se dice a sí misma en lo que ella ha decidido llamar su «cabeza» o su «cerebro», a falta de un nombre mejor. María necesita nuevas palabras para describir esta especie de no existencia en la que ella, sin embargo, está presente (como lo está una nube, el humo o la niebla). Pero no posee más que el pobre vocabulario que adquirió en su vida «auténtica»: fantasma, espíritu, espectro.
Aunque los remordimientos la carcomen, no soporta más esta espantosa intimidad con su hija, su amada Catalina, por la que ella se había dejado quemar por los turbios exaltados de la Inquisición. Ahora que se ha encontrado con ella y sus nubes se han unido, su hija lo sabe todo de ella: el más pequeño movimiento de su alma, el más pequeño recuerdo de su pasado. Y ella tampoco ignora nada de la corta existencia de su hija.
– Entonces, ¿me odiaste, Catalina? ¡Si durante toda mi vida no hice más que mimarte! -exclamó, estupefacta.
Pero desde el primer contacto se había dado cuenta de que ella conocía la respuesta o, mejor dicho, que la respuesta había penetrado en ella como un ladrón se cuela en una casa. Y la casa era ese imposible cuerpo algodonoso que ahora parecía constituirla.
– Sí, madre. A veces te odié desesperadamente porque no soportaba que la gente del pueblo te tratara como te trataron. ¡Te llamaban la ramera insaciable, madre! Y yo te quería tanto que me ahogaba al verte tan convencida dándoles la razón. Lloraba y te detestaba y luego volvía a amarte. Y a padre…, mi pobre padre, ¿por qué lo humillaste tanto?
La madre sonrió con ternura. Sabía perfectamente qué iba a decirle a continuación su hija, como si ella misma lo hubiera pensado.
– Pero ¿qué importa ahora el pasado? -añadió la hija-. Te quiero y tú me quieres, me quieres muchísimo, y eso me basta ahora. Y ahora es para… ¡para mucho tiempo!
Su voz (o más bien, una especie de flujo de comprensión entre esos absurdos vapores de los que estaban hechas) se volvió aún más triste.
– Aquí, en este instante, tú eres casi yo. Y yo soy casi tú… Es tan…
– … repugnante. -La prolongación de la frase no había parecido cambiar de interlocutor al pasar de una a otra «presencia»-. Es eso lo que querías decir, ¿verdad, hija? Esta repugnante mezcla en la que no conseguimos distinguirnos… Sí, ni siquiera yo sé dónde termino yo y dónde empiezas tú.
La muerta rió, desesperada.
– Es como si dos comidas distintas hubieran sido mezcladas por la misma cocinera torpe. El resultado es una papilla infecta: no consigues recordar ni el sabor del primer plato ni el del segundo. ¿Qué eres? ¿Sorbete de limón? ¿Y yo sopa de pescado? ¿Imaginas el resultado si nos hubieran vertido en el mismo recipiente?
– Madre, no te alejes… Es repugnante estar mezcladas, pero es mejor que…
María se dispuso a protestar: «Me estás haciendo mucho daño con tu pena, pequeña mía. Retírate de… de mí, ¡por el amor de Dios! ¡Cualquiera diría que me estás violando!».
Pero Catalina, ocupando la mínima parcela del ser de su madre, le suplicaba: «No me dejes sola. Es espantoso ser fantasma…».
– No puedo quedarme contigo, me ahogo en ti. Voy a olvidar quién soy… No quiero… Aún tengo un deber que cumplir… Tu hermano… Si no le aviso, él también morirá. Y antes, lo torturarán… como a mí.
Estuvo a punto de gritar, presa por primera vez de una cólera irreprimible hacia la que fue la perla de su antigua vida.
– ¡Déjame, hija mía! Aléjate de mí, no me aspires, me… ¡me estás matando! Así que esto es morir cuando se es… cuando se es como somos nosotras…
Luego, dominándose un poco, el fantasma había ordenado a la que fue su hija:
– Retráctate, mi vida, esconde tus garras. Me hieres tan profundamente… Así, así… Déjame respirar…
Las palabras «garras» y «respirar» eran tan ridículas…
Un sollozo irrumpió en aquella cuyas cenizas seguían humeando en la plaza.
– Incluso por ti, Catalina, no quiero morir una segunda vez sin recibir al menos unas explicaciones. Dame tiempo para comprender qué nos ha pasado.
La mujer quiso abandonar a su hija con una broma, pero su chiste se transformó en un gimoteo estridente.
– Esto no puede acabar así, doña Catalina. No hay ningún… ¡ningún maestro del más allá para dar la bienvenida a los recién llegados!
– Nos encontraremos aquí, Catalina, en el lugar donde he ardido. No temas, ¡jamás olvidaré este sitio! -María hizo un juramento al islote de sufrimiento en el que se había convertido su hija. Y tuvo tiempo de añadir-: Es el lugar en el que he nacido de nuevo, la cuna de mis cenizas. Lo inconcebible en este asunto es, paloma mía, que tú, a quien di a luz, hayas podido verme nacer.
Ante el angustiado pesar de su hija, la madre se aproximó de nuevo a ella (cuando estaban vivas, a María le encantaba hacerle olvidar sus pequeñas penas acariciándole su bonito cabello). Pero tuvo que retraerse ante la inmediata sensación de ahogo.
– Tengo tanto por hacer… Pero tú ya lo sabes; no podemos escondernos nada, ¿verdad?
Catalina no era más que una silueta brumosa cuando María concibió su último pensamiento para ella.
– Tenemos tanto tiempo por delante, florecilla mía.
María se halla ahora junto al río, invadida por la desasosegante sensación de haber abandonado a su hija. Aún recuerda que esta quería advertirle de algo: «Cuidado con… ¡con ellos, madre! No dejes que te…».
No había oído el final. ¿A qué se referiría Catalina? Ellos, ¿quiénes? ¿Y no dejarles hacer qué?
María ignora cómo se ha desplazado y por qué se halla junto al agua. Pero, cuando vivía, ¿acaso se preguntaba cómo pensaba, cómo caminaba, cómo sentía tal o cual sentimiento? «No, por supuesto», se dijo, sorprendida por su falta de curiosidad. Se contentaba con querer tal o cual cosa de su cuerpo y, por lo general, eso bastaba para que el cuerpo se le sometiera.
«Bueno -se dijo con una especie de resignación-, ya verás, María, cómo te acostumbras. Un poco de eternidad de esta existencia de humo y nada te parecerá más natural que ser un espectro. En el fondo, ¿qué hay más extravagante que palpitar de vida en un odre de carne sujeto por unos bastoncillos de hueso? El ser humano no tiene nada que ver con la robustez de las rocas…, y en cambio, nos parecemos tanto al ridículo pollo o al gorrino, que se pasan la vida comiendo, meando y cagando… ¡Y bien que te gustaban, puesto que te los comías!»
La vieja voz aleccionadora estaba ahíta de tristeza.
«Y mientras, hermosa quemada, vive esa… vamos a llamarla "vida" sin renegar. Pero mira, por más que tus asesinos te hayan torturado y te hayan negado hasta la misericordia del estrangulamiento, al menos has obtenido una satisfacción: ¡has vuelto a tu querida Sevilla!»
«¿Querida? ¿Estás segura?»
María sumerge los pies en el agua -así es como ella quiere verlo- que solo puede ser la del Guadalquivir. Ese río presenció cómo su vida de jovencita se truncaba con la aparición de tres hombres, motivo de su desgracia: Bartolomé, Lorenzo y don Miguel. Y todo por culpa de esos miserables cuentos de verdaderos y falsos dioses que llenaron su vida de sangre.
«Dios… Pero ¿cuál? -se pregunta como tantas otras veces-. ¿El Alá de los moriscos, derrotados y resignados como corderos de camino al matadero, o el Jesús de los cristianos viejos, tan arrogantes como el matarife que degüella esos mismos corderos?»
Y escupe su primera blasfemia de muerta: «¡Que os den a todos por culo, cobardes!».
No sabe a quién ha insultado: a ambos dioses, a las dos comunidades o a todo el mundo. Supura amargura: esta agitación de varios siglos, este desgarramiento de su España, las súplicas, los asesinatos, la tortura que ella misma ha sufrido… Todo para llegar a este… ¿a este vacío?
«Voy a agonizar toda la eternidad sin perdón, ¿verdad? En realidad, no hay… ¿Secreto?»
Suplica: «Señor, ¡sálvame de esta condena!».
Pero rápidamente se enfada por haber sido tan ingenua. «Es como pedir a un caballo castrado que preñe a una yegua.» E intenta rematarlo sin éxito escupiendo su desprecio en el agua.
Busca una piedra para lanzarla al río (cuando era niña, le encantaba hacer saltar las piedras sobre la superficie del agua), pero tiene que renunciar. Debe hacerse a la idea de que está muerta para siempre, no puede querer influir en el mundo material. Pero es difícil sintiendo como siente retazos de sensaciones, como los amputados que se quejan del dolor en el miembro ausente.
Piensa que, en su caso, el miembro amputado es su vida entera. Quizá si sigue esta siniestra comedia pronto tendrá ganas de ir a defecar en la gran plaza del tormento.
Contempla el agua del río, tan inaccesible que parece que esté en el extremo opuesto del mundo. Una bola de plumas, seguramente un martín pescador, roza la superficie. Va en busca de un pez, que se le escapa una, dos veces. A la tercera va la vencida.
– Ya ves, pececillo, tú también estás muerto y no eres culpable de nada, ¡y mucho menos de herejía! ¿En qué vas a convertirte? ¿En un duendecillo con aletas?
María capta la aparición de un halo sobre el río. ¿El alma del pez? Quizá hay algo más, pero no logra distinguirlo.
«La muerte es caprichosa y desalmada», refunfuña la hija del ebanista. Tiene la sensación de que la guadaña solo está allí para hacerle echar de menos la vida, asegurándose además de mostrarla ridícula.
«Nada existe excepto nuestra hambre de existir a toda costa», parece adivinar repentinamente la mujer-espíritu. Inmenso como la superchería que acaba de descubrir, el sufrimiento de la existencia crece en ella. Esa tristeza, tan familiar a todo ser vivo, parece tan extraña en este universo que tendría que ser el de la serenidad prometida o, como mínimo, el de la nada eterna…
¿La nada?
La duda le llena el cuerpo nebuloso. ¿Por qué sigue allí, aún casi viva, llena de codicia, atenta a no dejarse rozar por los innumerables espectros que yerran por Sevilla?
Aún casi viva y, sin embargo, muerta. Y pensando solo en salvar a su hijo de esta muerte envilecedora y encontrar después, quizá para vengarse, a quienes tanto mal le hicieron.