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«Vamos, criatura -se anima a sí misma-, no intentes comprenderlo todo. Un poco de memez protege el cerebro. Encuentra a tu hijo y ayúdalo a no cometer un error irreparable. Sírvete de tu mejor arte para protegerlo: ¡tu propia maldad! Tendrás todo el tiempo del mundo para lamentarte después…»

«Pero ¿cómo he llegado hasta aquí? No nací para esto…», se pregunta, estupefacta mientras estira sus piernas de fantasma como si fueran de carne y hueso.

María la muerta empieza a andar. Sabe más o menos adónde debe dirigirse. Quizá no hallará a la primera el punto en que su vida se bifurcó, Sevilla ha cambiado mucho desde su huida.

Pero una especie de intuición le asegura que acabará dando con él.

Sí, ¿cómo ha llegado hasta aquí? La pregunta la tortura mientras camina río arriba. Hace latir su nube como un corazón extraño, un órgano sin sustancia y, aun así, devastado. Ahora siente una pena enorme por la adolescente que fue, esa joven obstinada que aún tenía toda la vida por delante. Es cierto, por entonces el tiempo había soltado ya tras ella su jauría de perros, pero la fugitiva no sabía hasta qué punto.

«Ay, pequeña, ¿por qué las cosas transcurrieron así? Podríamos habernos salvado un poco, tú y yo, mi infancia y mi vejez…»

El recuerdo es tan palpable, la amargura del fracaso de su vida tan insoportable, que el espectro exclama:

– ¡No tendría por qué haber sido así! Cómo me habría gustado poder advertirte antes de que… antes de que…

Se calló bruscamente, consciente de la estupidez de su deseo.

24

Juan regresó a la posada. Desde la puerta, se quedó aturdido contemplando la bolsa con las herramientas de su oficio. Su madre quiso que se hiciera grabador sin saber demasiado bien qué significaba ese término. La campesina a la que acababan de quemar aseguraba que un grabado bien hecho «cantaba». Nunca supo de dónde sacó su madre esa expresión, pues ningún grabador la había pronunciado nunca ante él. Pero Juan sí. Él siempre la empleó, suplicando en su interior: «Canta, pequeño cobre, ¡canta!», cuando el dibujo, tan limpio en su cabeza, se negaba a aparecer en la punta del buril que trabajaba la superficie cubierta de barniz blando.

Juan permanecía en pie, pasmado, como un animal privado de entendimiento. Acababa de asistir a la misa por la muerte de su madre. No sabía qué hacer ahora que solo quedaban trizas negruzcas de aquella a quien amó en vida, a pesar de la ausencia, a pesar del rencor.

Ella lo expulsó de su casa tras robarle el padre, el nombre y la patria. El comediante a quien había encargado velar por él le robó las monedas que ella misma había escondido en el dobladillo de su jubón. Pero, en un gesto de honradez bastante paradójico, lo condujo hasta el final del viaje previsto en el trato y no lo abandonó hasta llegar ante la puerta del taller del maestro grabador (eso sí, hambriento y sin un maravedí).

El maestro era un viejo impaciente fácilmente irritable. Tomándolo por un mendigo, llamó a uno de sus obreros para que se deshiciera del pequeño sucio y desconocido que no sabía ni hablar italiano. El niño extranjero gritó entonces un puñado de palabras en latín, los escasos términos que le había enseñado el viejo cura, a la par que luchaba por escapar de los tortazos del obrero.

– ¿Te defiendes en latín, pedazo de engendro?

Había conseguido despertar el interés del maestro grabador.

Muerto de miedo, Juan le tendió los documentos que su madre le ordenó proteger como si de su propia vida se tratara.

Habían pasado muchos años desde entonces. El maestro grabador sintió pena por él y lo admitió a su servicio, mitad esclavo, mitad aprendiz. Ese niño tímido y torpe acabó aprendiendo, a base de vejaciones, a hablar en italiano… y el oficio de grabador.

La habitación de la pensión estaba fría. En aquella época del año, Sevilla era gélida. El niño, ya adulto, podría haber llamado a la sirvienta para que le trajera un brasero. Pero no. Juan tenía la cabeza, la nariz y la boca llenas de pena, y esta posee un sabor y un olor abominables. Y Juan no quería que la sirvienta lo descubriera. Además, seguía consternado por la increíble alucinación que por un momento le había hecho creer que su pobre madre muerta se le había agarrado a la espalda. Se tocó la frente. No, no tenía fiebre. Pero quizá hubiera males más profundos que una simple fiebre.

Como un hormigueo de larvas bajo la cabeza, le volvió a la memoria la larga conversación que mantuvo con el tabernero cristiano viejo del pueblo de su madre. El hombre sabía todo lo que había sucedido en el pueblo en el último cuarto de siglo: nacimientos, bautismos, adulterios, peleas… tanto entre cristianos viejos como entre proscritos.

– ¡Los cardenales Vino y Cerveza son mejores confesores que Su Santidad el Papa en persona! -bromeó.

El tabernero confesó que le impresionaba el silencio del pueblo, ahora que habían desaparecido tres cuartos de su población. Pero no dejó de elogiar la sabiduría del soberano, que por fin había tomado la decisión que Dios le insuflaba desde hacía tanto tiempo.

– Esos condenados moriscos no se hacían ni monjes ni soldados, no ponían en riesgo su vida de mierda ni viajando a las Indias, ni enrolándose en las guerras por la grandeza de España. Se limitaban a malvivir en sus refugios, a criar tantos hijos como les mandaba la madre naturaleza y a trabajar duro gastando lo menos posible. La moneda más virtuosa, en cuanto caía en sus manos, estaba condenada a la prisión perpetua. Esa gente pululaba como ratas en una quesería y, sin la decisión de nuestro buen rey Felipe, pronto nos hubieran suplantado en nuestra propia tierra.

El tabernero ya solo deseaba que nuevos bebedores, esta vez auténticos bautizados, sustituyeran rápidamente a los antiguos clientes, esos circuncidados que, a pesar de los mandatos de su quisquilloso Alá, se enjuagaban bien el gaznate con alcohol. Porque si no había comercio, también él se encontraría pronto en la ruina y tendría que abandonar el pueblo.

– ¡Eso sería realmente injusto! Y no es, en absoluto, la voluntad de nuestro soberano… -se lamentó, inquieto.

El individuo, que a esas alturas de la conversación estaba prácticamente borracho, evocó el recuerdo de la mujer más hermosa del pueblo.

– Ah, sí, la bella María, la esposa de ese desgraciado albañil… ¿Vos también oísteis hablar de ella? Pero ¿cómo es posible?… Cuántos corazones rompió… Si la hubierais conocido antes de que se la llevaran, señor licenciado…

Juan había pasado una noche en el pueblo. Se había presentado como un artesano grabador mandado por un impresor de Madrid para realizar grabados de la naturaleza de las regiones por fin liberadas de moriscos por decreto real. El editor quería publicar una obra llena de anécdotas e ilustraciones que, según esperaba, edificaría a las generaciones futuras sobre la justicia del acto de fe de Su Majestad. Para ganarse al tabernero y hacerle hablar, Juan le había propuesto ejecutar su retrato, con la promesa de incluirlo en la futura obra. Mientras posaba, el dueño del garito se había prodigado en lamentos.