Según él, siempre son los mismos buitres de la nobleza los que se beneficiaban. Los señores censatarios se habían adueñado no solo de las propiedades de sus antiguos vasallos, sino también de las mujeres y los hijos de los moriscos asesinados por rebelarse contra el destierro.
– A mí también me hubiera gustado recibir uno o dos de esos muchachos como esclavos y, por qué no, ¡una hermosa y gordita criada gratis para ayudarme con la taberna!
Algunos arcabuceros se paseaban por el pueblo por si algún morisco huido se aventuraba a bajar de las montañas en busca de alimento en las casas abandonadas. Los soldados, nerviosos, se habían negado a que el grabador se paseara por la parte morisca del pueblo. Un oficial le había exigido la documentación identificatoria.
– Tenéis un extraño acento para ser español, señor Juan Cortés. Volved a Madrid; aquí los caminos no son seguros para nadie. Sois un extranjero en estos lares, y de extranjero a sospechoso solo hay un paso. En estos momentos de tensión, no sería difícil que os dieran un mal golpe si os toman por un espía o por un saqueador… -Y tras el aviso, le devolvió el falso documento que años antes su madre había hecho redactar a cambio de tantos sacrificios.
Después de aquello, Juan se marchó con la rapidez de una liebre sin poder ver la casa familiar. ¿La habrían saqueado? ¿Qué nuevos propietarios la habrían violado? Y, pregunta ridícula que atizaba su desesperación: ¿qué quedaría de su cama de niño y de los juguetes que Gaspar, su padre, le había construido?
El hijo de María acalló con un lamento apagado aquellos pensamientos. No podía desconcentrarse. Debía ponerse a trabajar antes de que el cerebro se le oscureciera y sus ojos olvidaran.
Haciendo acopio de todas sus fuerzas, abrió el zurrón de herramientas y las colocó con cuidado sobre la mesa que la criada había montado a cambio de unas monedas. La plancha de cobre, ya barnizada y ennegrecida la noche anterior; los buriles de todos los tamaños, un pincel de pelo de cabra para barrer los restos de barniz; el cojín donde se apoya la plancha durante el proceso del grabado. Faltaba el chasis de papel que se coloca entre la mesa y el bastidor, pero podía prescindir de él por esta vez; la luz gris del exterior no se reflejaría demasiado sobre el metal.
Tras abandonar el pueblo, se dirigió hacia Valencia. Llegó allí al día siguiente del descuartizamiento de una decena de rebeldes, entre ellos su cabecilla, un zapatero que se había proclamado rey de los moriscos de Aragón y que había sido traicionado por un sobrino. Los restos del «monarca» fueron cubiertos con sal, paseados por las calles de la ciudad en medio de burlas y, por último, abandonados a las ratas y los perros a la entrada de la morería ya desierta.
En el puerto, Juan oyó escenas desgarradoras de la marcha de los moriscos. Iban escoltados por soldados, maniatados con cuerdas, despreciados por el pueblo que les lanzaba piedras y excrementos… Eran tan numerosos que las galeras reales y los barcos de la flota oceánica no bastaron y hubo que fletar a toda prisa barcos de transporte procedentes del resto de la cristiandad. Muchos de los deportados murieron antes de llegar a su destino debido a las tormentas y a los capitanes de los barcos, que los tiraban por la borda sin miramientos para acortar el peligroso viaje. Un marino procedente de Marsella le contó que el mar escupía tantos ahogados a las playas que los pescadores de la región habían bautizado a las sardinas más grandes con el sobrenombre de «valencianas». Es más, durante un tiempo se negaron a consumirlas, convencidos de que estaban alimentándose con carne humana.
– Lo peor -añadió a medio camino entre la risa y el espanto- es que cuando los moriscos desembarcan en África, los moros los toman por auténticos cristianos, les roban y los matan.
El grabador tomó el buril, y colocó el cobre sobre el cojín. Permaneció un largo instante asomado al barniz aún virgen, con el rostro compungido y el labio algo tembloroso. Podría creerse que estaba pensando, pero no era así. O quizá buscaba sin saberlo la forma de expiar el pecado de estar aún en este mundo cuando su madre acababa de morir ante él, sin que su apático hijo hubiera hecho nada para evitarle ese infierno.
El tabernero chismoso le había contado que la esposa del albañil, a pesar de su perversidad, había sido muy desgraciada. Unos gitanos habían secuestrado a su hijo y unos doce años más tarde, su hija había muerto de un mal extraño.
– Extranjero, tengo que deciros que jamás tuve suerte con esa diablesa -confesó, rascándose el pelo-. Creo que me arrepentiré toda mi vida. María escogía a quien quería, fuera el más feo o el más hermoso, siguiendo razones que solo ella conocía. Que Dios me perdone por decir esto de una morisca, pero esa mujer, en el fondo, se parecía a la Divina Providencia que elige a sus preferidos sin necesidad de justificarse. ¡Y no es que me faltaran ganas de pecar con esa ramera! Era tan hermosa… Pero mi mujer no me quitaba el ojo de encima. Y ahora, amigo, no sabéis lo que daría por haberlo hecho… ¡Incluso estaría dispuesto a pagarlo con jarabe de palo en el infierno! -concluyó con tono melancólico.
Bebió una jarra entera de vino a cuenta del visitante y, tras un silencio, prosiguió.
– El asno de su marido tampoco tuvo mejor suerte. Era un buen hombre, incluso siendo hereje. Durante mucho tiempo fue el tipo más cornudo de la zona, pero al final, su cabeza y su corazón estallaron. Cuando murió su hija, vino a la taberna y bebió durante todo el día. Luego fue a la plaza mayor y gritó que no guardaría luto por una hija que no era suya; que sería hija de quien quisiera considerarla como tal, pero no suya. La prueba, según él, era que la muerta poseía un lunar en lo alto de la mejilla que él no tenía. Después de aquello, la mujer hizo lo que hizo y su marido, preso de la ira, la denunció a la Inquisición. ¡Ese imbécil la denunció porque no podía seguir amándola en un perpetuo deshonor! Pero estoy seguro de que sin las extrañas circunstancias que rodearon la muerte de la niña, el albañil hubiera seguido soportando la humillación hasta su último día.
El tabernero, un hombre de nariz grande, con mejillas surcadas de venillas, que olía a vino y sudor, se aclaró la garganta.
– ¿Sabéis? A mí nunca me han gustado los moriscos, pero esta historia entristeció al pueblo durante meses, tanto a moriscos como a los demás. Porque ese cretino amaba a su esposa ciega y apasionadamente. De un amor de estas dimensiones, uno se ríe porque es grotesco, pero siempre impresiona e incluso da miedo y hasta celos.
Quizá fuera porque ya había bebido más de una jarra, pero de repente el tabernero se ensombreció.
– Vos no sois de aquí. Por eso puedo contaros lo siguiente, incluso si parece un sacrilegio. No estoy sugiriendo ni por asomo que nuestro rey se haya equivocado… ¡Los reyes saben siempre más que sus súbditos! Y los moriscos, todo el mundo lo sabe, son un pueblo ladino, aliado de nuestros peores enemigos de Argel y Fez, pero mirad… Creo que, en el fondo, me da pena que esa gente se haya ido. Sin ellos el pueblo está como muerto. Me doy cuenta de que los echo de menos.