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Su mujer irrumpió en la estancia con un barreño de agua lanzándole una mirada de espanto. El marido, ruborizándose de golpe, farfulló, forzando un tono despreocupado:

– Pues claro, querida. ¿A ver a quién vamos a culpar ahora los días en que nos vaya mal…?

Durante dos largas horas, Juan volteó la plancha sobre el cojín y ejecutó trazos sobre el barniz. Creía dibujar el perfil, las sombras, las partes planas del rostro de su madre, entrevistas por última vez sobre la hoguera. Quería superar la traición de su memoria y cumplir la promesa que se hizo en Roma de grabar para la eternidad los rasgos de esa mujer. Habían sido menester varios años de aprendizaje para ejecutar un grabado completo, y cuando por fin fue capaz de ello, el tiempo había devorado caníbalmente lo que quedaba en él de la infancia y de la adolescencia, ensombreciendo el recuerdo del rostro de su madre.

El grabador contemplaba el resultado. Invertido, por supuesto. O al menos lo intentaba, porque para terminar el trabajo sería necesario tratar la plancha al aguafuerte e imprimirla después sobre una hoja previamente tintada. Pero esa parte se haría en un taller y era la que le interesaba menos, de momento.

Picoteó un chusco de pan mojado en aceite de nabo y bebió un poco de vino. Llovía a cántaros. El agua debía de estar anegando las cenizas de la hoguera. «Demasiado tarde», pensó.

Extrajo de la bolsa unas botellas de agua fuerte y el cuenco rectangular para verter el famoso líquido. Con gestos precisos, sin expresividad en los ojos, cubrió la plancha con el ácido.

El producto mordió el cobre descubierto por los surcos excavados en el barniz. El hombre se inclinó para examinar con atención la plancha a través del líquido nitroso y comprendió que había fracasado en su empresa.

«Canta, canta, cobre mío…», habría querido implorar. Pero el cobre no puede cantar más que lo que el hombre descifra sobre él.

Un sollozo de desesperación invadió al grabador. Había hecho un juramento. Intentó luchar contra el lamento estúpido que ascendía por su garganta, agrio como un vómito.

El retrato del dibujo era bonito, demostraba que tenía oficio. Pero no era el de su madre.

El rostro de su madre se había perdido para siempre. Él, que hubiera tenido que verlo, no lo había visto lo suficiente. De su recuerdo de esa mañana, no le quedaban más que las llamas de la hoguera. Y la mirada de la torturada, llena de espanto, pero sin ningún trazo que reflejar sobre la plancha.

De repente, el grabador huérfano metió una mano dentro del cuenco del agua fuerte. Al principio no sintió nada, excepto un líquido demasiado frío; luego, un dolor fulgurante le desgarró la mano como un dogo furioso clavándole infinidad de colmillos.

El hombre, resistiendo, dejó escapar un gemido sordo. Pero apenas había tenido tiempo para pensar «Madre, te he traicionado» cuando su cuerpo, fuera de control, sacó la mano del cuenco. La piel de los dedos se le había retirado, como las escamas bajo el rascador de una pescadera.

«¡Siempre tan cobarde, Juan! -Desde un rincón de su alma al que no había llegado aún la oleada del sufrimiento, una voz tuvo tiempo de burlarse-: ¿Por qué haces trampas castigándote la mano inútil? ¿Por qué no la otra, la única buena, la mano con la que dibujas?»

El fantasma había perdido el rastro de su hijo, de la misma manera que de vez en cuando perdía la conciencia de ser. A veces solo era una nube a punto de desaparecer y únicamente un esfuerzo de su espíritu impedía que se evaporara. Se dio cuenta de que en su nuevo estado era un cúmulo de incapacidades: perdía el camino con facilidad, le costaba recordar el plano de la ciudad, su vida estaba debilitada por una especie de neblina permanente… y su razón era tan mediocre como antes. La muerte, decididamente no la había mejorado. El único camino que el fantasma de María habría sabido encontrar sin problemas era el que conducía al lugar donde ella murió.

Quizá fuera una cualidad particular de los espectros: no olvidar el lugar donde habían nacido una segunda vez. «¡Maldito nacimiento!», protestó, siempre con la misma repugnancia. Por el momento no quería volver atrás; su hija estaba allí esperándola para fusionarse con ella, y su tristeza era tal que temía no saber resistirse.

Su otro hijo, el Vivo, estaba en algún lugar de Sevilla, dispuesto a cometer un acto que precipitaría su muerte. Él ignoraba que a causa de la vileza de su madre otros seres humanos quizá lo estuvieran esperando para darle muerte sin dudarlo.

«¡No mueras, hijo mío! La muerte no es el descanso, ¡es peor que la vida!», habría querido gritarle.

Pero ¿cómo hablarle a un Vivo sin aterrorizarle? El fantasma sabía que cuando ella era de carne y hueso habría defecado de terror si un espíritu hubiera venido a hablarle. Casi sonrió: de hecho, su medroso corazón habría dejado de latir mientras que su culo humano habría seguido defecando.

«Cuando estabas conmigo, no te hice feliz, pequeño Juan. Ahora eres mayor y tampoco eres feliz. ¡Cuánto debes de odiarme! Qué daría yo por poder abrazarte… ¿Dónde estás, hijo?»

Había anochecido. A pesar de la lluvia, se distinguían puntos de claridad en el cielo, estrellas con un minúsculo halo de luz debido a la humedad. Su corazón ardía de pena. Quizá las estrellas también fueran eso: una multitud de penas ancladas en el cielo, miles de hogueras eternas alimentadas por la nostalgia de haber vivido.

El espíritu se tensó como un lobo que ha recuperado de repente el olor perdido de una presa. Un recuerdo acababa de asaltarla: el lugar donde ella durmió varios cientos de noches malditas. Y luego, el lugar en el que ella pasó una sola, única y maldita noche…

Bartolomé. Don Miguel. El primero, asesinado con sus manos. El segundo, probablemente muerto de vejez. ¿Qué edad debía de tener mientras ella estuvo allí? ¿Cuarenta, cincuenta años? Y ahora, ¿cuántos?

¿Estaban todos muertos, entonces? Víctimas y culpables, ¿todos iguales ante la nada por los siglos de los siglos venideros?

La rabia embargó al espíritu. Rabia y sufrimiento. ¿No había, entonces, venganza posible, esperanza de paz… en ese mundo-foso común? ¿Un espíritu no podía vengarse de otro? ¿Era el tiempo solo una ofensa sin remisión ni fin?

Se llevó la mano a la boca e intentó apresar su lengua; sabía que era un gesto estúpido porque en realidad nada era ya real y todo carecía de importancia. Se sorprendió lamentándose de nuevo: ¿quién iba a devolverle su lengua de carne y las palabras que esta formaba con tanta ebriedad, las bromas y los insultos?

«Has perdido la lengua por tu propia voluntad, recuérdalo, pero no solo has perdido ese pedazo de carne rosa, María. El resto ha sido quemado, ¿recuerdas? Y no es culpa de Bartolomé o de don Miguel, lo sabes bien. ¿Por qué odias menos a Gaspar que a los otros dos? ¿Y a la docena de vecinos, moriscos la mayoría de ellos, que se unieron con alegría a la denuncia de tu marido? La pena te hace perder la razón. ¡No has cambiado, demonios!»