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Al saberlo, Juan lo había abandonado todo, inclusive el contrato con un impresor vinculado a la curia romana y un vago proyecto de matrimonio con la hija de un rico mecenas. Había empeñado sus bienes y reunido bastante dinero y, tras correr miles de peligros, viajó hasta el pueblo de sus padres. Allí supo que su madre no formaba parte de los expulsados, sino que había sido detenida unos meses antes por la Inquisición. El propietario de la posada le explicó que a María se la acusaba de que, al morir su hija Catalina, no solo se había opuesto a los últimos sacramentos de la Iglesia, sino que además había enterrado a la difunta según los ritos impíos de sus antepasados musulmanes. Además, apenas enterraron a la niña, la actitud de la hereje, ya conocida libertina, se había vuelto aún más escandalosa: cada noche se las arreglaba para acostarse con el primero que llegaba, y al día siguiente pregonaba su impotencia para gran vergüenza de los interesados o de sus virtuosas esposas, moriscas o cristianas.

El posadero le contó que parecía como si la pena hubiera hecho perder la razón a María, como si intentara vengarse de todo el mundo a través del sacrilegio y la depravación. Pero su desgraciado marido y, más tarde, todo el pueblo, no pudieron soportarlo más y acabaron desembarazándose de ella.

En Valencia, Juan había intentado hallar a quien entregó a su madre a la maquinaria de la Inquisición. Sabía que no tenía demasiadas posibilidades de ponerle la mano encima al albañil, pues todos los moriscos del reino de Valencia, excepto los fallecidos, los condenados a galeras y los esclavos, habían sido deportados. Buscó desesperadamente a quien durante toda su infancia había tomado por su verdadero padre y, en el fondo, se sintió secretamente aliviado de fracasar en su intento. Gracias a las confidencias del posadero de su pueblo natal y las habladurías, más o menos verídicas, que consiguió sonsacar a cambio de sobornos a los guardianes de la prisión donde se hallaba la acusada, Juan pudo reconstruir a grandes líneas el suplicio de los últimos años de su madre.

«La morisca sin lengua», así la llamaban los cancerberos. Alguien le dijo que, según le había contado uno de los propios ayudantes del verdugo, al principio ni siquiera la torturaron. La encadenaron durante una semana a una pared de una celda de la Casa Santa, y la dejaron marinar en su terror para que se impregnara de la atrocidad de su situación. Como ocurre siempre en los asuntos de fe, ella ignoraba el nombre de sus acusadores, a excepción del de su marido. Pero habían sido muchos, a decir del primer juez inquisidor, que la había conminado a no esconder ninguno de sus execrables actos si pretendía que el Santo Oficio creyera en su posible arrepentimiento. El cura le comunicó que no solo se le reprochaba el asunto del entierro de su hija y la posesión del Corán hallado en el aprisco… sino también otros crímenes igual de viles contra la auténtica fe, algunos recientes y otros antiguos. No le quedaba otra que divulgar sus pecados y la identidad de sus cómplices si deseaba no acabar en la hoguera.

– Y valga Dios, ¡al principio la morisca era tan blanda! Temblaba como una hoja en cuanto se le acercaba alguien vestido de blanco y negro. En el primer interrogatorio, incluso antes de que nadie la tocara, se meó encima. ¿No es una lástima, en una mujer tan hermosa?

El guardián, un antiguo sastre arruinado que sembraba su relato con consideraciones sobre el tiempo y las cualidades de los tejidos de distintas regiones de España, se sonó en la manga del uniforme.

– Yo pude ver a la hereje, amigo. Su belleza te robaba el corazón, parecía un ángel. ¡Esas criaturas sí que saben cómo engañar a la gente! Nosotros los guardianes estábamos tan prendados de ella que solo teníamos un deseo: creerla cuando gritaba que la habían calumniado, que el libro que hallaron no era el Corán y que su marido era un embustero… Dios no tendría que permitir que las mujeres apóstatas fueran tan seductoras.

Juan había adoptado la misma estrategia con el guardián de la cárcel que con el posadero: un grabado en preparación, un poco de vino, algunos halagos y algo de dinero.

– Porque…, ¡por la Virgen! ¿Cómo queréis que sepamos dónde está la verdad? -aventuró el hombre rascándose la cabeza con una expresión a medio camino entre el temor y la ofuscación.

No habían podido evitar que la sometieran a tortura. El verdugo y el juez conocían bien su oficio y al cabo de una hora la presa se hundió. Reconoció todas las acusaciones y no se sabe aún qué otros delitos cometidos en Sevilla durante su juventud. El juez inquisidor dedujo que la acusada tendría cómplices y muchos otros pecados en la conciencia.

– … Pero bueno, era viejo y el interrogatorio había empezado muy tarde, así que decidió dejarlo hasta el día siguiente. María tuvo toda la noche para lamentar su debilidad. Rota por el dolor, sabía que confesaría todo lo que le quedaba por confesar si la volvían a someter a aquel tormento. Y decidió tomar la delantera. Cuando el juez y el verdugo volvieron a la mañana siguiente para interrogarla se la encontraron con la boca y el mentón ensangrentados. ¡Para no traicionar a sus acólitos, la morisca se había cortado la lengua con los dientes! Por más que la atenazaran, le rompieran las rodillas, la sometieran a las brasas o al potro, su boca no proferiría más que gritos de animal. El colmo fue que para evitar que se la recosieran, había aplastado con los pies el trozo de lengua arrancada. ¿Qué oscuros secretos escondía esa mujer para llegar a ese punto? -concluyó el guardia. Y con un suspiro que delataba cierta envidia, añadió-: Tenía que querer de verdad a esos canallas por los que hizo semejante sacrificio.

El sastre venido a guardia se hurgó la nariz, examinó el premio obtenido con su dedo y tendió el vaso para que su acompañante se lo llenara otra vez.

– Si la hubierais visto como yo la vi, estaríais tan afectado como yo. Si hubiera tenido algo más de dinero, la habría vestido con las sedas más fastuosas. Hubiera estado magnífica, por más pervertida que fuera… Después de aquello la torturaron otras muchas veces. Durante meses, a pesar del hierro candente y las cuerdas, nadie consiguió comprender sus gritos. La hereje fue más lista que sus jueces… ¡pero a qué precio! Por favor, quisiera un poco más de…

Juan, con la cara prieta como un puño para que su interlocutor no descubriera la emoción que lo devastaba por dentro, llenó la copa de su interlocutor con un vino áspero, con regusto a pez y a resina.

– Que Dios os lo pague, joven… ¿Qué te estaba diciendo? Ah, sí… Después de todo, su sacrificio no le sirvió de nada a la mujerzuela. Se la llevaron de todas formas a Sevilla para que expiara el conjunto de sus crímenes. La pasaron por el…

Con la mano libre, el vigilante movió imaginariamente la manivela de un torno.

Juan tuvo que aclararse la garganta para disimular su espasmo.

– ¿Contó algo más sobre ese asesinato de Sevilla? -aventuró.