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El sastre le clavó una mirada inquisidora. Se levantó bruscamente, como si le hubiera picado un escorpión; vació el vaso, se persignó y, limpiándose los labios y el bigote con la palma de la mano, dijo con una indolencia amenazadora:

– Está refrescando un poco, señor grabador. Cubríos, vestís demasiado ligero para la estación. Mejor dicho, cambiad de sastre y, sobre todo, no os preocupéis en exceso por el infortunio de los herejes, aunque sea por buenas razones. Esa mujer, creedme, merece su suerte. Además, lo que le ha pasado en el fondo es una oportunidad que le brinda nuestra buena madre Iglesia para expiar sus crímenes en tierra antes de presentarse purificada ante el tribunal del cielo.

El individuo se acarició la punta del bigote. Con su ojo de rapaz analizaba sin pudor al joven viajero.

– Gracias por el vino… Aceptad a cambio un buen consejo: sé de alguaciles a los que vuestros modales de italiano, vuestra ropa y vuestra torpe indiscreción atraerían como la mierda a las moscas.

Esa misma noche, Juan dejó Valencia para dirigirse hacia Sevilla con la cabeza a la vez vacía y llena de tormento.

El grabador debió de dormir una o dos horas en su incómodo lecho. Sevilla había amanecido bajo un sol turbio. Había pasado la noche en vela, reflexionando entre el duermevela, las pesadillas y los sueños pesados. Recordaba uno de esos sueños: era niño y su madre le había preparado un pastel. Gaspar estaba con ellos, tomaba a la madre por la cintura y, cosa sorprendente -que alivió el corazón del durmiente-, la madre se giraba hacia su marido, lo besaba con ternura y le decía algo al oído, lo que provocaba la risa de los tres. El adulto dormido sabía que esta escena era casi inverosímil (jamás había visto besarse a sus padres), pero poco importaba, la felicidad irreal que desprendía el sueño era parecida a la que ofrece un brasero cuando el frío aprieta.

Juan se puso las calzas y el jubón. Aún estaba descalzo cuando la sirvienta llamó a la puerta.

– Vengo a cambiaros el vendaje -dijo, como si aquello formara parte del servicio.

Descorrió el pestillo y la saludó con un murmullo. Entró en la habitación con un cubo en una mano y un paño limpio y el bote de ungüento en la otra. El grabador permitió que le lavase la mano; ella lo tocaba con tanta familiaridad que no sabía si sentirse irritado o feliz. El vestido de la sirvienta estaba más limpio que el del día anterior, se había peinado mejor y hablaba menos que la víspera… aunque mantenía algo de cháchara sobre el tiempo, la carestía de la vida y el aplazamiento de la visita del rey a Sevilla. Miraba con ojos bajos la obra de Juan, como si evitara observarla. El cuerpo de la mujer estaba tan presente, tan próximo, que invadía la vista y el olfato del hombre. Si se hubiera inclinado un poco más habría visto dentro del corsé. Un movimiento del pelo dejó al descubierto una larga cicatriz en el cuello, quizá la de la hoja de un cuchillo. Juan pensó con ironía mezquina: «¿Un cliente descontento, puta?». En ese mismo momento, la mujer alzó los párpados y se sonrojó tanto que él también se ruborizó.

– ¿Os hago daño?

– No. -Mentía y la sensación de vergüenza le quemaba aún más las mejillas-. Pero apresuraos.

Por un momento le pareció entrever en los ojos de ella una chispa de burla pero pronto reapareció la habitual expresión de mujer sumisa. Juan se dijo que si mostrara siempre ese fulgor burlón, estaría más guapa. Sin mediar palabra, la sirvienta terminó el vendaje, recogió el cubo y se levantó.

– Protegeos la mano. Esta noche os retiraré la venda… si tenéis tiempo, claro -susurró con el mismo acento servil exagerado.

Al día siguiente a la muerte de su madre, acudió al lugar de la ejecución con su zurrón de grabador a la espalda. Dos hombres desmontaban las ruinas ennegrecidas de los patíbulos mientras otros cargaban los restos de madera y cenizas en las carretas tiradas por asnos. Un hombre con látigo y bastón parecía vigilar la plaza; Juan dedujo que estaba allí para evitar que los herejes se apoderaran de algún trozo de hueso o de carne medio calcinada olvidado por los barrenderos y que pudiera ser convertido en reliquia o usado para hacer magia negra.

Juan contempló la carreta situada a unos pasos de la tarima donde su madre había muerto. Todo su cuerpo temblaba y él no conseguía detener el temblor. Sintió que un frío desmesurado le calaba hasta los huesos, como si todos los inviernos vividos hubieran decidido acumularse en el interior de su cuerpo.

– Madre, tú te quemas y yo me estoy helando… -murmuró con un repiqueteo de dientes.

Aquello que acababa de decir era… sí, era gracioso. Y su madre, que era la principal implicada, jamás podría reír con él. La tristeza se fundió sobre él y las lágrimas acudieron a sus ojos. Titubeante, temeroso, inspiró bajando precipitadamente la cabeza.

Deseó morir en ese instante. Y que todo se acabara con su muerte: el dolor de la pérdida y la imposible venganza.

Empezaron a caer algunas gotas que pronto se transformaron en un auténtico torrente. Todo el mundo abandonó sus tareas para protegerse bajo los árboles que rodeaban la plaza. Juan les imitó y corrió hacia la arboleda donde se protegían los desmontadores. Al pasar junto a la carreta («¡La carreta de mi madre!», exclamó en silencio), deslizó una mano entre la madera quemada y, sin mirar siquiera, cogió un resto carbonoso que goteaba agua sucia. Y se lo escondió bajo el jubón.

Siguió corriendo como un loco, levantando a su paso con los pies pedazos de barro de los charcos. Solo se detuvo cuando el flato se lo exigió. Se encontraba ya a resguardo en el interior de la ciudad, mezclado con la gente, al abrigo de cualquier perseguidor. Nadie debió de haberlo visto, aunque le pareció que alguien gritaba cuando deslizó la mano dentro de la carreta. Pero el zumbido en sus oídos era tan atronador que se convenció a sí mismo de que habían sido imaginaciones suyas.

Lloró aún un rato más. Al palpar bajo sus ropas el trozo de carbón que le mojaba el pecho, se preguntó qué lo habría llevado a hacer algo así. Decidió desprenderse de esa peligrosa pieza robada. Se acercó a la orilla del río, deslizó la mano bajo el jubón… pero la duda lo atenazó.

Sonrió antes de volver a rozar el objeto y llevarse el dedo sucio a sus labios y suspirar.

«Te quiero, madre. Por tu culpa, casi me convierto en el más burro del país. Por suerte, nadie me ha pillado con las manos en la masa. Si no…»

Lo que Juan no sabía era que una «centinela» que velaba los restos de la hoguera lo había envuelto con su invisible niebla para protegerlo durante los primeros momentos de su huida. Por segunda vez, Catalina había contemplado con la misma intensa perplejidad el rostro del que hubiera podido ser su querido hermano durante su breve vida. ¿A qué juegos hubieran jugado durante esos años? ¿De qué peligros la habría protegido ese hermano mayor que voló antes de que ella llegara al mundo? En la soledad de su actual condición, la niña-fantasma no podía dejar de lamentar con amargura aquella ausencia.